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No somos una dictadura, pero sí un Estado bananero
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Rubén Amón

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No somos una dictadura, pero sí un Estado bananero

Anunciar el pacto de investidura en un hotel de Bruselas, designar un observatorio internacional, admitir los delitos políticos, reconocer la categoría del Estado opresor y degradar la separación de poderes nos convierten en una democracia anémica

Foto: Puigdemont, en su comparecencia tras el acuerdo de investidura. (Europa Press)
Puigdemont, en su comparecencia tras el acuerdo de investidura. (Europa Press)
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Estamos en manos del carcelero. Dependemos de la satisfacción con que Puigdemont observe los progresos de la destrucción de la democracia, igual que un jubilado delante de una obra. Compete a Demoliciones Sánchez exterminar la separación de poderes. Y de someterse al criterio humillante de un arbitraje internacional, precisamente porque asistiremos a una legislatura intervenida y sobornada por la extorsión de Carles.

Impresionan las condiciones del secuestro, porque el president desterrado ha conseguido que el acuerdo de Junts y el PSOE fuera anunciado por Santos Cerdán en un hotel de Bruselas. Era la forma siniestra de plegarse a las condiciones de Puigdemont. Y de reconocer que el porvenir del Gobierno español tiene que resolverse en el exilio. Tanto por el trance de la firma del pacto de la vergüenza como por el protagonismo que adquiere el observatorio internacional. Parecemos una monarquía parlamentaria… bananera.

Y no solo por el reconocimiento de los delitos políticos o por la irrupción de los relatores foráneos, sino porque el propio Sánchez ha degradado la democracia y ha conseguido poner de acuerdo —en contra— a los vocales del CGPJ y a todas las asociaciones de jueces. Les ha soliviantado la mansedumbre con que el presidente del Gobierno transige con la idea de la politización de la Justicia y con la urgencia de someter los tribunales al control de las comisiones de investigación parlamentarias.

España degenera en una nación bananera porque Sánchez amenaza el Estado de derecho y porque Puigdemont ha impuesto el despliegue de los cascos azules. Se trata de verificar los términos de la amnistía elástica y reforzada que ha concedido Sánchez a cambio de siete monedas, aunque el pasaje más siniestro del documento de Bruselas consiste en la admisión de las profundas diferencias que separan al PSOE y a Junts.

Foto: Foto aérea del escenario en la Puerta del Sol. (Europa Press/Diego Radamés)
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Es el contexto en que tiene sentido preguntarse por qué entonces Pedro Sánchez entrega la llave de la investidura y de la legislatura a su mayor antagonista. Y por qué la gobernabilidad de una nación polarizada depende del 1,6% de sufragios que consiguió Junts en los comicios del 23-J.

La minoría extorsiona a las mayorías. Y suscita un estado de congoja general que no puede caricaturizarse ni con las manifestaciones folclórico-violentas de la extrema derecha ni con las categorías hiperbólicas en que se desenvuelven los líderes populares. Hacen bien en movilizar la indignación de los ciudadanos y de discutirle a la izquierda la hegemonía de la calle, como ha sucedido este domingo en las calles españolas. Y hacen mal en aludir a la dictadura (Díaz Ayuso) y en mencionar el 23-F (Feijóo), por mucho que les tienten las pulsiones populistas y la verborrea de Abascal.

Hacen bien en movilizar la indignación de los ciudadanos y de discutirle a la izquierda la hegemonía de la calle

El acuerdo de la impunidad por la investidura describe en sí mismo la gravedad de las cosas. Puigdemont elude la cárcel y Sánchez continúa en la Moncloa, aunque las razones personales que identifican el pacto no contradicen la extrema profundidad de los daños colaterales. Se ha roto el principio de la igualdad entre los ciudadanos ante la ley; se ha corrompido el régimen de equidad de las autonomías; se ha profanado la separación de poderes; se ha excitado la desafección al sistema y suscrito el peligro de la anomia, y se ha introducido una amnistía que humilla al Estado en el reconocimiento de su culpa frente a quienes han transgredido las leyes de manera rotunda y polifacética, incluido el terror callejero de los CDR.

Diez años de impunidad y de inmunidad contiene la amnistía, aunque los síntomas más incendiarios del acuerdo del PSOE y de Junts conciernen a la precariedad con que se caracteriza la democracia española. Ya existe —y menos mal— un marco supranacional donde operan las instancias e instituciones de la Unión Europea, pero Sánchez le ha concedido a Carles Puigdemont la anomalía de un observador internacional cuyo papel tanto desafía el espacio de garantías comunitario como enfatiza la idea aberrante de un conflicto internacional que plantea claramente la idea del Estado opresor y que asemeja España a la República de San Marcos.

Así se llama el país caribeño que se inventó Woody Allen en Bananas (1974), título inequívoco de una parodia cuyas entrañas convocan y evocan la cama redonda de Sánchez y Puigdemont. "Tienes la oportunidad de morir por la libertad…", le dice el personaje de Espósito a Fielding Mellish (Woody Allen). "La libertad es maravillosa", le responde, "pero estar muerto es un tremendo inconveniente para la vida sexual".

Estamos en manos del carcelero. Dependemos de la satisfacción con que Puigdemont observe los progresos de la destrucción de la democracia, igual que un jubilado delante de una obra. Compete a Demoliciones Sánchez exterminar la separación de poderes. Y de someterse al criterio humillante de un arbitraje internacional, precisamente porque asistiremos a una legislatura intervenida y sobornada por la extorsión de Carles.

Carles Puigdemont PSOE
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