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No es no
Por
Un pontífice revolucionario… sin revolución
Francisco ha logrado que se le atribuyan milagros que no hizo y reformas que nunca existieron, consolidando la imagen de un populista venerado por la izquierda y poco entendido en la grey católica
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Merece la muerte de un papa el respeto de un difunto cualificado, el pudor de un duelo respecto a un papado más bien impudoroso, aunque tiene sentido cuestionar la conmoción con que ha reaccionado la progresía española -y la bolivariana- redundando en el malentendido de un pontífice con fama de revolucionario, pero sin noticia de haber revolucionado nada.
De hecho, no estaba claro si el pastor guiaba al rebaño o si el rebaño guía al pastor. La primera hipótesis refleja la dimensión jerárquica del Papa, pero la segunda ha adquirido verosimilitud con la accidentalidad de un pontificado que se ha desenvuelto entre las ocurrencias, las ansias de regeneración, la inercia plebiscitaria y la improvisación. Uno de los casos más elocuentes al respecto (de la improvisación) concierne al papel de la mujer de la Iglesia. No porque existieran expectativas revolucionarias, sino porque Francisco se había comprometido a estudiar la equiparación entre diáconos y diaconisas, de tal forma que estas últimas tendrían la facultad de administrar el bautismo y asistir las nupcias, adquiriendo un rango superior al de la monja rasa. Nada que ver con el sacerdocio femenino. O mucho que ver con la definición volátil del papado franciscano, toda vez que el debate de la discriminación del clero femenino se originó inesperadamente en el Vaticano como reclamación de una representante de la Unión Internacional de Superioras.
El Papa sabía de las cámaras y de la expectación. También parecía haber asumido el poder mediático, catártico, que se le atribuye a sus palabras. Y las proezas que se le amontonan o se le reconocen por el mero hecho de insinuarlas, forzándole a cumplir el papel de pontífice transgresor o de patriarca planetario en un asombroso ejercicio de sugestión. Y lo que concedió el Papa a las superioras fue lo que hubiera concedido un primer ministro con reflejos. Aceptar la sugerencia con sensibilidad. Y comprometerse a la apertura de una comisión, igual que ya las había abierto para depurar los casos de pederastia, rectificar la opacidad financiera de la Santa Sede, o velar por el desasosiego de los divorciados. Parecía que el Papa les había reconocido el derecho a la comunión, pero su última exhortación apostólica -Amoris laetitia- elude cualquier modificación doctrinal o legislativa al respecto. Y atribuye a la sensibilidad de los obispos o de los sacerdotes la situación de cada caso, lejos de una indulgencia generalizada o de un cambio de postura oficial.
La paradoja del papado en el duelo por su muerte consiste en la distancia que separa las palabras de los hechos, las formas del fondo. Francisco ha adquirido una reputación de papa transformador no por sus novedades doctrinales, sino por su instinto informativo, su carisma escénico y su posición de contrafigura a una Iglesia opulenta y hermética.
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Ha descompuesto las maneras. Ha roto la distancia jerárquica con los feligreses. Ha lavado los pies de los presos. Ha abjurado de los símbolos del poder. Y se ha hecho humano, con el riesgo que supuso la trivialización del primado. O con la preocupación que semejante sensibilidad franciscana ha abierto entre la grey conservadora. No ya desconcertada por la irrupción de un papa arrabalero y peronista que simpatizaba con la teología de la liberación y que condescendía con la agresión de Putin en Ucrania, sino irritada por la popularidad de Francisco entre los agnósticos y los ateos, a quienes tanto deslumbra la tolerancia del Papa y la destreza con que se aferra al undécimo mandamiento. “¿Quién soy yo para juzgar a un homosexual?”, proclamó Francisco asumiendo el madero de la discriminación. E ignorándose entonces que Jorge Mario Bergoglio tanto vetaría el nombramiento de un embajador francés homosexual ante la Santa Sede como se movilizaría para malograr en Italia el matrimonio entre personas del mismo género. Había sucedido en Irlanda unos meses antes. Y había trascendido que el Papa lo consideraba una “derrota para la Humanidad”, predisponiendo por idénticas razones un asedio a la maduración de la normativa italiana. Que se ha aprobado, es verdad, pero desprovista de la igualdad semántica -queda prohibido el uso del término matrimonio- y de los derechos de adopción. El Papa no es nadie para juzgar a un homosexual, pero sucede que la posición de la Iglesia al respecto de la homosexualidad consolida la acepción más refractaria y fundamentalista. Incluso clínica, patológica. La homosexualidad es un pecado que ha de vivirse en la abstinencia. Bendecir una pareja del mismo sexo sería cuestionar las leyes de Dios.
Y no han cambiado las normas fosilizadas ni graníticas, tampoco cuando la coral de los medios progres llegaron a publicar que el Papa bendecía las parejas de hecho, las uniones gais y otras fórmulas irregulares.
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Irregulares. Así las llama el texto pontificio. El mismo texto que consolidaba la doctrina de la Iglesia sin equívocos ni ambigüedades. El matrimonio es un sacramento reservado exclusiva y específicamente a parejas heterosexuales. Y solo puede administrarse una sola vez. La revolución por tanto consistía en que un sacerdote puede bendecir una pareja anómala como un capellán castrense bendice la botadura de un barco o el padre Ángel bendice a los gatos el día de San Antón. Se les reconoce a los homosexuales y a los divorciados que son criaturas de Dios. Pero no lo llamemos matrimonio. El viejo eslogan reaccionario que admitía las parejas irregulares, irregulares, al precio de no admitirlas. Y de segregarlas en una suerte de burbuja subversiva.
De hecho, el informe vaticano que codificaba la “revolución” precisaba incluso que esta suerte de bendiciones no habían de consumarse con fórmulas litúrgicas ni rituales solemnes. Y que no se hagan coincidir con prácticas civiles de matrimonio. Por si hubiera confusiones. Así son las revoluciones de Francisco. Evanescencia. Incienso. Por eso es el Papa de los ateos y la pesadilla de los feligreses.
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No parecen haberle afectado a la reputación del pontífice estas ambigüedades. Su grado de infalibilidad y de devoción consolidan un aura providencial al que se han adherido los populismos de izquierdas —Podemos, Bernie Sanders, Maduro...— y los movimientos ecologistas, advirtiendo en este papa un azote contra el capitalismo y un aliado en la custodia del planeta, como se desprende de su rechazo a las energías fósiles y de sus homilías justicieras sobre la redistribución de la riqueza.El cónclave que proclamó a Francisco hace doce años se observó como una inflexión histórica. El primer papa jesuita. El primer papa americano. El papa franciscano. No se pueden reprochar a Bergoglio las construcciones ajenas ni el mesianismo prêt-à-porter, pero el análisis de esta década en loor de multitudes obliga a diferenciar el incienso de las palabras.
De otro modo, el National Catholic Reporter, una exigente publicación estadounidense que recela de la euforia populista, no hubiera encadenado una serie de editoriales severos en los que reprocha al pontífice la tibieza de las comisiones de finanzas y de los abusos sexuales. La opinión pública considera resueltos el hermetismo contable y el fin de la omertà de los abusos porque Francisco los ha condenado con extraordinaria dureza, pero llama la atención que la beligerancia hacia unos y otros delincuentes apenas haya tenido correlación en procesos judiciales, condenas y escarmientos ejemplares. Francisco celebra su reputación con la certeza haber resistido a la presión de las expectativas. Tiene mérito porque las expectativas no las creó el Papa. Ni tampoco la feligresía. Las creó la opinión pública, obviando incluso que el santo padre no presentó un programa electoral ni fue elegido por sufragio universal. Lo hizo el Espíritu Santo.
No existen fenómenos menos revolucionarios que las revoluciones. Porque se malogran en su combustión retórica. Porque la realidad las destempla. Y porque las pretensiones de su alcance acostumbran a restringirse luego al formalismo o a la superficie. Había decidido Bergoglio hacerse humano y vulnerable, empatizar con la sociedad, como dicen los cursis, despojarse del boato y de las connotaciones sobrenaturales. El Papa se acercaba a la tierra tanto como nos aleja del cielo, desdibujaba la sugestión metafísica que osaron los artistas barrocos en la Contrarreforma. Y decidía trivializarse con la demagogia que implica acudir a una tienda de barrio para comprarse unas gafas económicas. No impresiona semejante mundanidad, como no conmueve un alcalde que acude al trabajo en bicicleta. Más impacto hubiera tenido abrir el debate del celibato.
No quiere decirse que los sacerdotes deban casarse obligatoriamente. Ni se trata de cuestionar la vocación absoluta de algunos curas en su dedicación unilateral. Se trata de desdramatizar el debate, con más razón cuando el Papa se había propuesto demostrar que el porvenir de la Iglesia requería, paradójicamente, asimilar la tolerancia inculcada entre los primeros cristianos. Que estaban casados. Con Dios y con sus mujeres.
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No hay atisbo de revolución al respecto. Ni es imaginable que aparezca con los años y con los siglos un cónclave con algunas mujeres y una aspirante a papisa. Francisco sabe cuáles son las líneas infranqueables. Y no decimos que la Iglesia tenga que rectificar sus dogmas estructurales, pero cuesta trabajo comprender de dónde proviene el entusiasmo del Gobierno español, de Sor Yolanda Díaz y de la progresía hacia un papa y hacia una teocracia que discrepan integralmente de su modelo de sociedad, incluidos el matrimonio homosexual, la eutanasia, el aborto y no digamos el recorrido de la ley trans.
La explicación del misterio acaso consiste en que Francisco ha escenificado una política de gestos y de concesiones demagógicas más propios de un cura arrabalero que de un pontífice máximo, naturalmente a cuenta de la degradación de la liturgia y del estupor estético. A este papa le gustaba decir que las mujeres cuchichean demasiado, que las suegras son incorregibles y que los hombres deben llevar los pantalones en casa. Puede que sus antecesores fueran igual de triviales que él, pero no cometieron el error de pretender acercar la Iglesia a costa de desfigurarla. Gusta mucho el cantante, pero no se repara en la letra de la canción. Por eso desconcierta el alcance de sus grandes méritos. Uno es haberse convertido en el Papa de los ateos, aun sin llegar a convertirlos. Y el otro, haber logrado que se le atribuyen las proezas y revoluciones que nunca ha emprendido, demostrándose hasta qué extremos Jorge Mario Bergoglio ha convertido la fumata blanca en una espesa cortina de humo.
Han transcurrido 12 años desde la elección. La recuerdo entre relámpagos y oraciones telúricas. También recuerdo la emoción que nos trasladaron sus palabras el día de la audiencia a los periodistas. Nos dijo Francisco que nos bendecía. Pero que nos bendecía en silencio, para respetar al agnóstico. Y al protestante y al musulmán. Y al laico y al nihilista, aun "consciente de que todos somos hijos de Dios". Así es que Francisco rezó cabizbajo y hacia dentro, quizá sin intuir todavía entonces que iba a convertirse en el papa que desconcertó a creyentes y conmovió a los ateos.
Merece la muerte de un papa el respeto de un difunto cualificado, el pudor de un duelo respecto a un papado más bien impudoroso, aunque tiene sentido cuestionar la conmoción con que ha reaccionado la progresía española -y la bolivariana- redundando en el malentendido de un pontífice con fama de revolucionario, pero sin noticia de haber revolucionado nada.