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La corrupción democrática de Meritxell Batet
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José Antonio Zarzalejos

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La corrupción democrática de Meritxell Batet

La presidenta del Congreso se ha convertido en el caso Pegasus en correa de transmisión del Gobierno desviando sus poderes al servicio de la Moncloa

Foto: La presidenta del Congreso, Meritxell Batet. (EFE/J.J. Guillén)
La presidenta del Congreso, Meritxell Batet. (EFE/J.J. Guillén)
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La presidenta del Congreso y de las Cortes Generales, Meritxell Batet, es la tercera autoridad del Estado, precedida por el Rey y el presidente del Gobierno. Representa a uno de los tres poderes del Estado, el legislativo, que debe actuar separadamente, aunque de forma sincronizada, con el ejecutivo y el judicial para el buen funcionamiento del sistema institucional.

La declaración de Meritxell Batet el pasado martes vuela por los aires el esencial principio democrático de la independencia de los poderes estatales, porque la presidenta de las Cortes Generales se ha puesto al servicio de las necesidades aritméticas parlamentarias del Gobierno. Tras asegurar el ministro de la Presidencia que se “desbloquearía” la constitución de la comisión de gastos reservados y secretos oficiales, Batet obedeció la indicación y con una urgencia sobrevenida anunció que cambiaba la mayoría cualificada de 3/5 (210 diputados) para elegir a los miembros de esa comisión. Bastará, a partir del acuerdo que se adopte al respecto y en un pleno urgente, la mayoría absoluta de la Cámara (176 diputados).

En términos inmateriales, la presidenta del Congreso se corrompió el martes en el ejercicio de su función porque sus facultades han servido para que el Gobierno trate de resolver una crisis con sus socios parlamentarios. La “anomalía” a la que se refirió —tres años sin constituirse esa comisión— le inquieta ahora, después de que Félix Bolaños se comprometiera en Barcelona con su homóloga de la Generalitat a ponerla en marcha, pero la inquietud no le ha surgido antes del pasado martes. Qué casualidad.

Tiempo ha tenido la señora Batet para echar en falta que el Congreso no estaba controlando los créditos de los fondos reservados, lo que, por cierto, le resultaba muy cómodo a la Moncloa hasta que ha necesitado para el menester de contentar a sus socios poner en funcionamiento ese mecanismo de control.

Desde luego que es una anomalía que no se constituya esa comisión. Pero lo es no por la exigencia de una mayoría cualificada de 3/5, sino porque tanto el PSOE como Unidas Podemos y otros grupos quieren que en ella se sienten partidos como ERC y EH Bildu, el primero presidido por Oriol Junqueras, condenado por sedición y malversación a propósito de un intento frustrado de golpe constitucional, y el segundo coordinado por un exetarra con causa pendiente, Arnaldo Otegi, en cuya organización —Sortu— funge el exjefe de ETA Daniel Pla como responsable de Estrategia.

Foto: La presidenta del Congreso, Meritxell Batet. (EFE/Fernando Villar)

Las mayorías cualificadas forman parte del sistema representativo parlamentario y no pueden alterarse a conveniencia del Gobierno utilizando a la presidenta del Congreso como correa de transmisión de sus propósitos políticos. Peor aún cuando, para perpetrar esta corrupción de su papel institucional, Meritxell Batet, en vez de aludir con sinceridad a la situación creada por el caso Pegasus, hace una proclamación de su intención como si nada tuviera que ver el capotazo que su decisión supone para la política gubernamental.

No se cambian las reglas del juego a mitad del partido; no se enajena la debida independencia de un cargo institucional por afinidad ideológica o por disciplina de partido. Hacerlo es impresentable. Meritxell Batet —como otros cargos públicos exentos de relación jerárquica con el Gobierno— ha mostrado una cercanía y una subordinación tóxicas con el Ejecutivo. O sea, una proximidad insana para la institución que encarna y para el buen funcionamiento del sistema.

Aquí importan dos cosas: que se controle al CNI en los términos que permite su ley regulatoria y que las actividades de investigación de los servicios de Inteligencia, que deben velar por la integridad de España y del orden constitucional, según establece la ley, no se transmitan a representantes de partidos cuyo objetivo declarado es la secesión territorial y la ruptura de la Constitución.

Foto: El ministro de la Presidencia, Félix Bolaños. (EFE/Toni Albir) Opinión

Una cosa es que los ciudadanos que votan a esas formaciones estén representados legítimamente y otra muy distinta es que la democracia quede indefensa. Porque de lo contrario, ¿por qué no cambiar sobre la marcha otras muchas mayorías cualificadas no exigidas por la Constitución? Si todas son alterables por decisión de la presidenta con el amparo de la Mesa y de la junta cuando conviene al Gobierno, ¿dónde queda la seguridad jurídica parlamentaria y dónde también la separación de poderes?

Las personas —cargos públicos o no— a las que presuntamente se hubieran interceptado las comunicaciones telefónicas pueden acudir a los tribunales de Justicia, como recordó con énfasis el pasado martes en el Senado la ministra de Defensa, Margarita Robles, que ayer sufrió una auténtica cacería en el Congreso. En un proceso judicial puede solicitarse la desclasificación de documentos reservados o secretos. No existe, en consecuencia, desprotección para nadie.

Los que estamos desprotegidos somos los ciudadanos cuando contemplamos, atónitos, comportamientos serviles como el de Batet o propósitos como el de controlar —aún más— la Fiscalía General del Estado mediante una disposición clandestina en una ley concursal. De tal manera que así, unamunianamente, Sánchez vencerá (de momento) sin convencer, haciendo cada día más necesario su relevo democrático en unas futuras elecciones. Y Meritxell Batet merece la reprobación de la Cámara por la desviación de su poder, que es —en el plano cívico y democrático— una forma de corrupción política.

La presidenta del Congreso y de las Cortes Generales, Meritxell Batet, es la tercera autoridad del Estado, precedida por el Rey y el presidente del Gobierno. Representa a uno de los tres poderes del Estado, el legislativo, que debe actuar separadamente, aunque de forma sincronizada, con el ejecutivo y el judicial para el buen funcionamiento del sistema institucional.

Meritxell Batet
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