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La arenga perdedora del presidente
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José Antonio Zarzalejos

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La arenga perdedora del presidente

Si lo que Sánchez intentó con su arenga fue marcar el ritmo de la campaña del 23-J, no solo perjudicó las posibilidades de su partido y lo llevó a la izquierda radical, sino que también lesionó la reputación de España

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Reuters/Juan Medina)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Reuters/Juan Medina)
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La psicología ha consagrado cinco fases del duelo por una pérdida: la negación, la ira, la negociación, la decepción y la aceptación. Pedro Sánchez está instalado en la segunda —la de la ira— consecuencia de la anterior —la negación— como efecto inmediato de la derrota socialista en las elecciones del pasado domingo. Nada tiene de particular que el secretario general del PSOE experimente esas sensaciones. Son, en cierto modo, inevitables. Sin embargo, a un dirigente político con tan altas responsabilidades le es exigible un autocontrol que contrarreste esas pulsiones que acreditarían, al manifestarlas con tanta hipérbole dialéctica, que opta por la visceralidad airada en vez de por la racionalidad inteligente.

Calificar de trumpista al PP y encasillarlo arbitrariamente en la "derecha extrema", evocar el asalto al Capitolio norteamericano en Washington el 6 de enero de 2021 como si aquí pudiera suceder algo similar, deslizar que "querrán detenerme" en una suerte de victimización inverosímil y manejar un flashback ininteligible sobre la fundación de la ya inexistente Alianza Popular, compusieron una arenga fallida y, sobre todo, perdedora, ayuna de argumentos sólidos y carente de una prospectiva que pudiera animar de verdad a los diputados y senadores socialistas.

Pedro Sánchez, además de en la ira, sigue instalado en la negación

Cometió, sin duda, un grave error. Si fuese puntual, podría atribuirse a la convulsión personal de un político que no vio venir —sin que nadie le ayudase a preverlo— el tsunami del 28-M y, en consecuencia, a una ofuscación que remitirá. Pero si lo que el presidente del Gobierno intentó con su intervención fue marcar el ritmo argumental de la campaña del 23-J, y ese parece su propósito, no solo perjudicó seriamente las posibilidades de su partido, al que empujó al territorio de la izquierda radical, sino que también lesionó la reputación de España al levantar sospechas infundadas sobre su solidez democrática.

Pedro Sánchez, además de en la ira, sigue instalado en la negación. Resultó hasta patético que sus palabras sonasen a un alegato disciplinario contra los votantes que, errados, habrían prescindido el domingo pasado de alcaldes y presidentes autonómicos del PSOE a los que calificó de "magníficos". Así, incurrió, precisamente, en lo que pretendía impugnar —el populismo— estableciendo un paradigma sectario sobre la corrección del voto: bueno si es al "progresismo" y pésimo si lo es a la "ola reaccionaria" de la "derecha extrema", mensaje que, luego, como robots programados, repitieron otros dirigentes socialistas debidamente aleccionados por el peor secretario de Estado de comunicación que ha habitado la Moncloa: Francesc Vallés.

Desde luego, Sánchez gastó toda la munición argumental propia de una campaña nacional en la autonómica y municipal que culminó el domingo y, al parecer, su Gabinete, dirigido por López (Óscar), ayudado por otro López (Patxi) en la captación del voto el 28-M, no ha tenido tiempo para manejar un buen elenco de ideas fuerzas diferentes a la mera repetición de la tómbola de los "martes sociales" en la Moncloa. Quizás porque las hayan consumido todas a destiempo. Así que Sánchez tuvo que derivar por la emotividad más negativa de todas las posibles que, mucho más que perfilar a sus adversarios, le retrató a él y a las insuficiencias de discurso en las que ahora se está asfixiando políticamente.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/EPA/Dumitru Doru)

Una intervención como la del presidente el pasado miércoles en el Congreso y ante sus dos grupos parlamentarios, ofrece al Partido Popular la posibilidad de hacerse con otro alternativo, sereno y constructivo como el que ensayó con éxito Núñez Feijóo ese mismo día en el Círculo de Economía de Barcelona. De forma sosegada y convincente —sin entrar a determinados trapos— el presidente del PP, en contraste con el secretario general del PSOE, pareció un gentleman de la política y un sensato dirigente. Ese sería el mejor camino de la derecha liberal-conservadora, en tanto que el peor para el socialismo sería engancharse al desgarro sentimental de su líder que, con evidencia cegadora, pretende aglutinar a los suyos a golpe de consignas bolivarianas —¿cuántos?— y ocupar el espacio de Podemos apropiándose de su lenguaje y de sus maneras.

Estamos ante un problema de responsabilidad política. Los dirigentes de los partidos, en particular de aquellos más importantes, en vez de dejar en libertad sus instintos y visceralidades, tendrían que colaborar a racionalizar la convivencia. Porque, la mayor verdad que se ha escuchado en el ámbito de la política estos últimos días es que los ciudadanos no son bobos. Efectivamente, no lo son. Suponer que los electores —más allá de los enfervorizados— podrían considerar como razones válidas las pulsiones expresadas por Pedro Sánchez revelaría cuán perdida está la causa electoral para él y para su partido, si, como parece, el PP no cae en la trampa de jugar en el barrizal al que le tienta el socialista.

Quizás el más grave problema de Pedro Sánchez y de su entorno inmediato consista en la instalación de la Moncloa en una realidad paralela. De ahí se deducen errores de bulto: la presencia abrumadora del líder en los mítines de la campaña del 28-M en detrimento de alcaldes y barones y baronesas autonómicos, la articulación de una oferta desligada de las cuestiones de carácter local y comunitario, la conversión de las reuniones del Consejo de Ministros en una pedrea de supuestas políticas sociales y refrito de logros anunciados previamente hasta la saciedad y el desliz de cerrar en Barcelona con un candidato perdedor al mismo tiempo que se derrumbaba el PSOE en Madrid, Sevilla, Valencia, Zaragoza, Valladolid, Oviedo… quedando relegado a unas pocas capitales y ciudades del elenco de las principales de España. Añádase a todo ello la coreografía del acto: aplausos por la derrota y culto coreano al líder.

La psicología ha consagrado cinco fases del duelo por una pérdida: la negación, la ira, la negociación, la decepción y la aceptación. Pedro Sánchez está instalado en la segunda —la de la ira— consecuencia de la anterior —la negación— como efecto inmediato de la derrota socialista en las elecciones del pasado domingo. Nada tiene de particular que el secretario general del PSOE experimente esas sensaciones. Son, en cierto modo, inevitables. Sin embargo, a un dirigente político con tan altas responsabilidades le es exigible un autocontrol que contrarreste esas pulsiones que acreditarían, al manifestarlas con tanta hipérbole dialéctica, que opta por la visceralidad airada en vez de por la racionalidad inteligente.

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