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La verdad del 23-J, sin contemplaciones (hacia el fin de la Constitución del 78)
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José Antonio Zarzalejos

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La verdad del 23-J, sin contemplaciones (hacia el fin de la Constitución del 78)

Teniendo en cuenta que ni con más de 40 años de periodismo sobre las espaldas se atina en auscultar las palpitaciones de la sociedad española, es el momento de irse al rincón de pensar, que es al que conduce decirse a uno mismo la verdad

Foto: Fachada del Congreso de los Diputados. (Europa Press/Óscar J. Barros)
Fachada del Congreso de los Diputados. (Europa Press/Óscar J. Barros)
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"El lenguaje de la verdad debe ser, sin duda alguna, simple y sin artificios". Este consejo lo formuló Aristóteles más de 200 años antes de Cristo. Para seguir la sugerencia del filósofo, hay que desprenderse de toda clase de obnubilaciones ideológicas, apartar las coartadas emocionales y desatender las pulsiones de la soberbia o el orgullo mal entendido. Y, en consecuencia, ha de reconocerse sin anestesia que el 23-J lo ha ganado el perdedor de las elecciones generales, es decir, Pedro Sánchez. Si de lo que se trataba —y de eso se trataba— era de infligirle un fracaso de tal envergadura que le obligase a retirarse de la política provocando una crisis catártica en el PSOE, es obvio que los resultados de las urnas no solo no le han sentenciado, sino que le han consolidado en el liderazgo de su partido y le han proporcionado la posibilidad, por remota que sea, de volver a ser investido presidente del Gobierno.

Puede que haya bloqueo porque el precio de los independentismos vasco y catalán sea tan oneroso que ni el propio Sánchez pueda aceptarlo. Puede que la legislatura prospere porque Sánchez acepte las contrapartidas que le reclamen los que han sido sus socios en 2019 y 2023. En ambas hipótesis, el voto popular ha diseñado un escenario diabólico en el que ERC, Bildu y Junts son los árbitros de la suerte política e institucional de España. Y como es improbable (seguramente inverosímil) que el PP y el PSOE lleguen a un acuerdo para conjurar el protagonismo de Carles Puigdemont, del que dependería la investidura del socialista, no se puede descartar, sino todo lo contrario, que una conjunción de la izquierda populista (que ya ha aceptado la convocatoria de un referéndum en Cataluña por más que se plantee como consultivo) con el apoyo del resto de la izquierda española reinstale en la Moncloa al secretario general socialista.

Los gritos "no pasarán" y "que te vote Txapote" son heraldos de un estado de ánimo incompatible con la convivencia democrática

Estamos, creo, ante un riesgo cierto de ruptura constitucional. Porque los gritos en Ferraz ("no pasarán") y en Génova ("que te vote Txapote") son heraldos de un estado de ánimo incompatible con las virtudes de la convivencia democrática. Teniendo en cuenta que el Tribunal Constitucional está en manos de una mayoría de magistrados que militan en el constructivismo jurídico —más conocido como uso alternativo del derecho—, el sistema constitucional se antoja desprotegido. La responsabilidad de lo que ocurra —que nadie se engañe— no es solo de Sánchez, del PSOE y de los independentismos. Lo es también de una derecha democrática temerariamente mediocre y de una derecha radical patética.

Pero si los españoles han tomado su decisión libremente —y lo han hecho así—, habrá que estar a su voluntad. Quizá con el tiempo se reparará en que entregar el arbitraje de la nación y del Estado a los que quieren destruir ambas realidades, una histórica, cultural y económica y otra jurídica, ha sido una equivocación. Porque la democracia es falible. El devenir europeo ofrece episodios de catástrofes que han germinado en una decisión de los ciudadanos cuando los depositarios de su confianza no se atienen a las reglas constitucionales porque su asunción, tanto de su letra como de su espíritu, se relativiza a conveniencia. Nadie debe llamarse a engaño: eso puede suceder. Y si sucede y los contrapesos de la democracia no funcionan correctamente, nos iremos adentrando en el tramo final de la vigencia de la Constitución de 1978.

Podría ser que los ciudadanos lo que deseen sea precisamente que se produzca un cambio de régimen, que sobrevenga un fin de época, que ocurra, mutadis mutandi, una reverberación de la Restauración. Y si eso es así, teniendo en cuenta que ni con más de 40 años de periodismo sobre las espaldas se atina en auscultar las palpitaciones de la sociedad española, es el momento de irse al rincón de pensar, que es al que conduce decirse a uno mismo la verdad sin contemplaciones. En lo que a mí se refiere, lo voy a hacer. España es como un cuadro impresionista: hay que alejarse para visualizar el conjunto pictórico con todas sus sugerencias artísticas.

Hay que dar un paso atrás para disponer de una perspectiva más auténtica. Es lo que me propongo

O sea, hay que dar un paso atrás para disponer de una perspectiva más auténtica. Es lo que me propongo. Acudir a la cita con los lectores con diferente frecuencia y con el propósito de practicar las enseñanzas de la intelectual más fascinante, Hannah Arendt, que afirmó rotunda que el fracaso "no afecta a la causa [que se persigue] en sí misma" (La última entrevista y otras conversaciones. Página 65. Editorial Página Indómita). Lo que quería decir la filósofa judía era que las convicciones propias, no causando mal ajeno, no se someten al dictamen externo. Las mías son la lealtad a la España constitucional y al Rey como titular de la monarquía parlamentaria. Y en ellas me emplearé a otro ritmo y con una narración sin los apremios del día a día.

Escribió Arendt que "el compromiso con la verdad de hecho es considerado como una actitud antipolítica" y constataba que "colocarse fuera del terreno político… es con seguridad uno de los diversos modos de estar solo. Entre los modos existenciales de la veracidad sobresalen la soledad del filósofo, el aislamiento del científico y el artista, la imparcialidad del historiador y del juez, y la independencia del investigador, el testigo y el periodista" (Verdad y mentira en la política. Página 73. Editorial Página Indómita). Me dispongo a colocarme fuera de la lógica que nos ha llevado hasta aquí. Ojalá, sin embargo, todo sea diferente a como parece que será después de este 23-J.

"El lenguaje de la verdad debe ser, sin duda alguna, simple y sin artificios". Este consejo lo formuló Aristóteles más de 200 años antes de Cristo. Para seguir la sugerencia del filósofo, hay que desprenderse de toda clase de obnubilaciones ideológicas, apartar las coartadas emocionales y desatender las pulsiones de la soberbia o el orgullo mal entendido. Y, en consecuencia, ha de reconocerse sin anestesia que el 23-J lo ha ganado el perdedor de las elecciones generales, es decir, Pedro Sánchez. Si de lo que se trataba —y de eso se trataba— era de infligirle un fracaso de tal envergadura que le obligase a retirarse de la política provocando una crisis catártica en el PSOE, es obvio que los resultados de las urnas no solo no le han sentenciado, sino que le han consolidado en el liderazgo de su partido y le han proporcionado la posibilidad, por remota que sea, de volver a ser investido presidente del Gobierno.

Puede que haya bloqueo porque el precio de los independentismos vasco y catalán sea tan oneroso que ni el propio Sánchez pueda aceptarlo. Puede que la legislatura prospere porque Sánchez acepte las contrapartidas que le reclamen los que han sido sus socios en 2019 y 2023. En ambas hipótesis, el voto popular ha diseñado un escenario diabólico en el que ERC, Bildu y Junts son los árbitros de la suerte política e institucional de España. Y como es improbable (seguramente inverosímil) que el PP y el PSOE lleguen a un acuerdo para conjurar el protagonismo de Carles Puigdemont, del que dependería la investidura del socialista, no se puede descartar, sino todo lo contrario, que una conjunción de la izquierda populista (que ya ha aceptado la convocatoria de un referéndum en Cataluña por más que se plantee como consultivo) con el apoyo del resto de la izquierda española reinstale en la Moncloa al secretario general socialista.

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