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La cacería judicial y el caso del magistrado Pablo Lucas
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José Antonio Zarzalejos

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La cacería judicial y el caso del magistrado Pablo Lucas

El magistrado que asume desde 2009 el control judicial del CNI se ha negado dos veces a comparecer ante el Parlamento catalán con razones incuestionables. Ha empezado la balacera del separatismo contra las togas

Foto: Imagen de archivo del magistrado Pablo Lucas Murillo. (EFE)
Imagen de archivo del magistrado Pablo Lucas Murillo. (EFE)
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Cuando se quiere quebrar un Estado de Derecho, como el español, hay que abatir dos piezas: la monarquía parlamentaria, por su manifiesta indefensión coactiva e incapacidad de respuesta, y la independencia de los jueces y magistrados. Acusarles de instruir procesos por razones políticas (en eso consiste el denominado lawfare), o aceptar impugnaciones contenciosas por iguales motivaciones espurias, es un presupuesto argumental para justificar su acoso cinegético, en particular, a las personalidades que asumen las más altas responsabilidades jurisdiccionales. La cacería de los jueces la protagonizan los separatistas catalanes con el beneplácito del Gobierno y del PSOE, como quedó reflejado en el acuerdo de investidura de Pedro Sánchez firmado por Santos Cerdán y Jordi Turull el pasado 9 de noviembre en Bruselas. Declaraciones expresas del presidente del Gobierno asumiendo la existencia de prácticas judiciales prevaricadoras —incluidas menciones descalificadoras para el Tribunal Constitucional en el libro Tierra firme que presenta mañana— confieren a esta batida una especial gravedad política e institucional.

El fuego graneado no ha cesado sobre el magistrado Manuel Marchena, intachable presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo y ponente de la sentencia de octubre de 2019 sobre el caso del proceso soberanista catalán. Su competencia profesional, su independencia de criterio y su entereza moral, sin embargo, son escudos infranqueables. Y en caso parecido se encuentra el actual presidente en funciones de la Sala Tercera de lo Contencioso Administrativo del alto tribunal, Pablo Lucas Murillo de la Cueva, que, además, es el magistrado responsable del control judicial del Centro Nacional de Inteligencia desde 2009 por designación reiterada en 2014 del Consejo General del Poder Judicial. La Sala Tercera bajo su presidencia no se arredra y sigue aplicando la ley: ha anulado, por desviación de poder, el nombramiento como fiscal de Sala de Dolores Delgado, anterior fiscal general del Estado, y ha hecho lo mismo con el notoriamente irregular nombramiento de la presidenta del Consejo de Estado, Magdalena Valerio, que de forma muy evidente no podía considerarse "jurista de reconocido prestigio", al margen de otros innegables méritos concurrentes en su trayectoria política y funcionarial.

Requerimientos intimidantes

Fue Pablo Lucas el que, siguiendo estrictamente los mandatos legales, autorizó determinadas escuchas del CNI a dirigentes independentistas. El servicio de inteligencia cumplía con su función y el magistrado con la suya. En una de las decisiones más irresponsables que se han tomado en el tiempo democrático español, el Gobierno de coalición y la presidenta del Congreso (que alteró las mayorías parlamentarias para respaldar semejante medida) autorizaron en abril del pasado año a los grupos secesionistas en la Cámara baja el acceso sin precedentes al conocimiento de los documentos internos del CNI, incluidas las acreditativas de las autorizaciones judiciales para la ejecución de determinadas investigaciones. No solo: la ministra de Defensa, Margarita Robles, entregó la cabeza de la directora del CNI, Paz Esteban, en mayo de 2022 para pacificar a sus socios independentistas. De aquellos polvos, estos lodos: el Parlamento de Cataluña ha requerido intimidatoriamente en dos ocasiones (con amenaza de exigir responsabilidad penal si no acude al llamamiento) al magistrado Pablo Lucas para que comparezca ante la comisión que en el legislativo autonómico averigua sobre el llamado caso Pegasus en alusión a la herramienta intrusiva supuestamente utilizada por el CNI para las escuchas telefónicas. El procedimiento penal que instó el Gobierno por el jaqueo a los móviles de Sánchez y Robles ha sido archivado por la Audiencia Nacional.

Pablo Lucas se ha negado con una repuesta técnicamente sobria a someterse al interrogatorio de los parlamentarios que forman esa comisión. Sus razones son incuestionables. Acceder a esa comparecencia sería tanto como subordinar ilegalmente la actividad jurisdiccional a la revisión de una instancia política que carece de cualquier habilitación constitucional y/o legal para arrogarse tal facultad. Pero este intento, de momento frustrado, es el inicio de la balacera de los políticos contra los jueces, porque el cumplimiento del pacto entre Junts y el PSOE prevé que, a resultas del desenvolvimiento de comisiones parlamentarias de investigación, se termine por llamar a los togados por su actividad jurisdiccional que habría incurrido en lawfare, es decir, habrían convertido los procesos en una guerra judicial persecutora de las ideas políticas.

Los jueces y la opinión pública

Quienes conozcan a Pablo Lucas deberían estar al tanto de su perfil. Y tendrían que leer con atención su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, pronunciado el 23 de mayo de 2017, titulado La independencia y el gobierno de los jueces. Un debate constitucional en el que, premonitoriamente, decía lo siguiente:

"En ese ámbito [de la opinión pública], en el que juega un papel esencial la capacidad dialéctica, la facilidad de comunicación, la agilidad en la respuesta, la simplificación de los mensajes, el juez no está en condiciones de ofrecer las réplicas necesarias. Ni para satisfacer las demandas de información, ni para contrarrestar posibles imágenes inexactas, deformadas o, simplemente, inciertas que de él o de su actuación se hayan difundido. El juez que, como ciudadano, es titular de todos los derechos fundamentales que reconoce y protege la Constitución, no puede entablar un debate público sobre los asuntos de los que está conociendo. No se halla en igualdad de armas con quienes se desenvuelven en el mundo de la opinión, pues ni puede hacer público lo que conoce por el ejercicio de su cargo, ni puede discutir con plena libertad, so pena de perder la imparcialidad que en todo momento ha de mantener. En definitiva, no es ni puede ser un actor del mercado de las ideas en que se ha dicho que consiste ese mundo de la opinión pública"

Es cuestión de que los jueces resistan con consistencia argumental y amparo institucional a una intrusión típicamente totalitaria

El magistrado ya anticipaba en 2017 el deber ser y estar de un juez. Ahora ha tenido que practicar lo que entonces teorizaba. Pero Pablo Lucas es un referente, como lo es Manuel Marchena, y también un epítome de lo que le está ocurriendo a la judicatura y de lo que puede sucederle de manera inmediata. Ejemplifica una situación concreta, extremadamente delicada, pero anticipa el festival cinegético que va a protagonizar el separatismo catalán con el silencio aquiescente —y la imprescindible colaboración— de los grupos parlamentarios de la izquierda. El pacto de Bruselas les obliga. Y lo hace, al parecer, mucho más que la Constitución y las leyes orgánicas y ordinarias en esta materia. Es cuestión, en consecuencia, de que jueces y magistrados resistan con consistencia argumental y amparo institucional a una intrusión típicamente totalitaria.

PD. El martes pasado recibí un email de uno de los profesores de Pablo Lucas y mío cuando ambos cursábamos en la Universidad de Deusto la carrera de Derecho, en la que nos licenciamos los dos en julio de 1976. Me instaba a que, dado el "carácter de compañeros de promoción de Pablo Lucas" (en referencia también a otros que hoy son ilustres juristas) saliésemos al paso de la "villanía" que se estaba perpetrando contra Lucas porque, continuaba, ese ataque busca "la desmoralización del único colectivo en el que el ciudadano puede encontrar refugio ante las arbitrariedades del poder público". Tiene razón nuestro profesor.

Cuando se quiere quebrar un Estado de Derecho, como el español, hay que abatir dos piezas: la monarquía parlamentaria, por su manifiesta indefensión coactiva e incapacidad de respuesta, y la independencia de los jueces y magistrados. Acusarles de instruir procesos por razones políticas (en eso consiste el denominado lawfare), o aceptar impugnaciones contenciosas por iguales motivaciones espurias, es un presupuesto argumental para justificar su acoso cinegético, en particular, a las personalidades que asumen las más altas responsabilidades jurisdiccionales. La cacería de los jueces la protagonizan los separatistas catalanes con el beneplácito del Gobierno y del PSOE, como quedó reflejado en el acuerdo de investidura de Pedro Sánchez firmado por Santos Cerdán y Jordi Turull el pasado 9 de noviembre en Bruselas. Declaraciones expresas del presidente del Gobierno asumiendo la existencia de prácticas judiciales prevaricadoras —incluidas menciones descalificadoras para el Tribunal Constitucional en el libro Tierra firme que presenta mañana— confieren a esta batida una especial gravedad política e institucional.

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