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Lo legal, lo moral y la sinvergüencería
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Josep Martí Blanch

Pesca de arrastre

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Lo legal, lo moral y la sinvergüencería

Cuando España exigía del poder público agilidad y rapidez en la provisión de mascarillas, guantes y tests, era imprescindible rebajar los controles en la contratación y resultaba inevitable que buitres y hienas acudieran al festín

Foto: Luis Medina. (Gtres)
Luis Medina. (Gtres)
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Sinvergüenzas. Eso son Luis Medina y Alberto Luceño. Personajes amorales. Chusma de buen comer y mejor vestir, pero chusma al fin y al cabo. Carroñeros de la desgracia de los demás. Los tribunales dirimirán la legalidad de lo que han hecho. Pero esto no va solo del Código Penal, que también. Va particularmente de decir las cosas por su nombre y endosarles la palabra justa. Canallas, por ejemplo. Primera —gente baja, ruin— y tercera —personas despreciables y de malos procederes— de las acepciones que el diccionario de la RAE atribuye al término. Eso son. Y la Justicia ya añadirá de su parte lo que deba.

En todo Madrid nadie debiera servirles una copa u ofrecerles una mesa. Y, si se la sirven o los sientan a almorzar, que sean los demás parroquianos los que se levanten y le expliquen al encargado que se marchan porque no quieren compartir comedor o barra con semejantes truhanes. Morir civilmente. Que incluso el pijerío más vacuo y la riqueza más frívola se sintieran avergonzados de semejante compañía. Que notaran el repudio más sentido a cada paso que dieran por las calles. Que sepan que no son de los nuestros, que los menospreciamos y que empatizamos con la familia que ha de cargar la vergüenza de compartir el afecto obligado con ellos.

Foto: El empresario en el velero, en Sotogrande. (Gtres)

Tiene una dimensión política el asunto, cierto. Y también deberá dirimirse. En Madrid y en todas partes y en todas las administraciones. Pero, cuando España entera exigía del poder público agilidad y rapidez en la provisión de mascarillas, guantes y test, era imprescindible rebajar los controles en la contratación y resultaba también inevitable que buitres y hienas acudieran al festín. Pero ahora que las aguas han vuelto a su cauce hay que saber dos cosas. Qué apellidos y nombres tienen esos carroñeros y si se los alimentó voluntariamente. En cualquier de los dos escenarios, el carroñero merece ser tildado y tenido por tal. Levantarse seis millones de euros en comisiones sobre un total de 14 contratados, mientras en tu país y en tu ciudad no se da abasto embolsando cadáveres y quemando difuntos en los crematorios es, cuando menos, para escupirles en el semáforo cuando sea que te los cruces. Así de claro. Perdone el lector por la vehemencia y la mala educación, no se puede escribir enfadado. Les aproveche el dinero y la vergüenza los acompañe de por vida a ellos y, aunque quede antiguo, también a sus apellidos.

Nada tiene que ver esto con impartir justicia en la plaza del pueblo con tribunales ciudadanos. Ni con quemar herejes en la hoguera para expiar los propios pecados viendo cómo se abrasan los chivos expiatorios. Tampoco de envolver el bocadillo de la mañana con la presunción de inocencia. Quizás el tribunal acaba determinando que no hay delito formal alguno. Con su pan se lo coman si así resulta. Pero con lo que ya sabemos es suficiente para determinar que el suyo es un dinero ganado de indecente manera. ¿Un juicio moral en pleno siglo XXI? Así es, un juicio moral. De los que un día tuvieron importancia y que debieran tenerla todavía, al menos para casos tan pornográficos como el que nos ocupa.

Foto: El empresario Luis Medina, acusado junto a Alberto Luceño de estafa por irregularidades al vender mascarillas (Gtres)

Como la apología de la violencia es un delito cada vez más fácil de atribuir al vehemente, hay que ir con cuidado con lo que se escribe. Limitémonos a añadir en las líneas que quedan que, si alguien abriera una vía de agua en ese velero comprado con dinero sucio u otros vandalizaran esos vehículos también de lujo pagados igualmente con los billetes de la desvergüenza, a servidor le costaría mucho escribir una línea para condenar tales actuaciones. Incluso puede que, tras pensarlo no mucho, me pareciera un razonable acto de dignidad de todos aquellos que, además de sufrir el virus, ahora van descubriendo que también fueron pasto del bandolerismo moral más ruin. Pero, como esto estaría muy muy muy mal y hemos nacido para ser muy muy muy buenos, nos baste con despreciarlos y hacérselo notar. Cada uno de nosotros cuando tenga la oportunidad. A los que ya conocemos y a tantos como nos quedan por conocer.

Sinvergüenzas. Eso son Luis Medina y Alberto Luceño. Personajes amorales. Chusma de buen comer y mejor vestir, pero chusma al fin y al cabo. Carroñeros de la desgracia de los demás. Los tribunales dirimirán la legalidad de lo que han hecho. Pero esto no va solo del Código Penal, que también. Va particularmente de decir las cosas por su nombre y endosarles la palabra justa. Canallas, por ejemplo. Primera —gente baja, ruin— y tercera —personas despreciables y de malos procederes— de las acepciones que el diccionario de la RAE atribuye al término. Eso son. Y la Justicia ya añadirá de su parte lo que deba.

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