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La ministra Montero no es la víctima aunque Vox la ayude a parecerlo
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Josep Martí Blanch

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La ministra Montero no es la víctima aunque Vox la ayude a parecerlo

Vox le ha regalado a Irene Montero la posibilidad de victimizarse y desviar la atención de lo sustancial, que debiera seguir siendo su estropicio legislativo con la ley del sí es sí

Foto: La ministra de Igualdad, Irene Montero. (EFE/Chema Moya)
La ministra de Igualdad, Irene Montero. (EFE/Chema Moya)
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La degradación del debate político es un signo de los tiempos. Twitter ha conquistado los Parlamentos. Los atriles sirven para encapsular cortes de vídeo para mayor solaz de los convencidos de cada secta. La mesura como valor se ha evaporado. La asfixia de lo políticamente correcto les sirve de coartada para convertirse en energúmenos de la palabra. De tal forma que deja de existir diferencia entre los fanáticos de la cultura woke —cancelar a todo discrepante— y la extrema derecha que se rebela contra ellos. Al final, todos buscan lo mismo desde los extremos: destruir al disidente.

Lo de Vox con Irene Montero en el Congreso no es de recibo. Igual que tampoco lo fue en su día que Pablo Iglesias se refiriera con desprecio a la que fue alcaldesa de Madrid, Ana Botella, atribuyéndole como único mérito político ser la señora de José María Aznar. Los búmeran acostumbran a volver. Y el juicio debiera ser el mismo sea cual sea la mano de la que sale. Pero, lamentablemente, lo más común es ver pajas en el ojo ajeno y olvidarse de las vigas en el propio.

No hay que ser optimistas. Lamentablemente, una parte sustancial de la agenda política bascula sobre el interés de dividir a la sociedad, y así va a seguir siendo por el momento. Podemos ha sido clave para galvanizar en España la cultura política del enemigo que no merece ni agua. Vox es la némesis desde otros valores y otra cultura política. Pero en esencia la estrategia no es muy diferente. Solo que la percepción es diferente en función de dónde milite ideológicamente cada uno, más a la derecha o más a la izquierda. El ciudadano de derechas tiende a encontrar razones que justifican el insulto de Vox, y el de izquierdas hace lo propio con Podemos. En el fondo, ambos partidos se retroalimentan en sus excesos verbales y arrastran al resto que, aunque más moderados, no pueden sustraerse a la competencia nacida en su mismo flanco. El resultado, aquí y en buena parte de los hemiciclos europeos, es un ambiente cada vez más espeso y guerracivilista. Las palabras construyen realidades. Debiera ser esta una lección aprendida por cualquier parlamentario. Lo más triste es que son conscientes de ello y, aun así, insisten en embrutecer a la sociedad, convirtiendo en un lodazal el debate público. Cuanto peor en la calle y en los bares, mejor. A eso es a lo que se juega.

Foto: El diputado de Vox Víctor Manuel Sánchez del Real. (EFE/Chema Moya)

Hay también otros efectos prácticos de esta manera de proceder. Vox le ha regalado a Irene Montero la posibilidad de victimizarse y desviar la atención de lo sustancial, que debiera seguir siendo su estropicio legislativo con la ley del sí es sí. La ministra de Igualdad, lejos de aceptar su error, pedir disculpas y afanarse en enmendarlo, tiene ahora una coartada perfecta para que la discusión pública derive hacia la injusticia de su linchamiento público. Y donde mejor trabaja la ministra es en el campo de su propia victimización. Son yardas regaladas a Podemos por parte de Vox, quien, a su vez, intuye que, actuando de este modo, puede robarle alguna al PP. El resultado es que lo anecdótico suplanta lo sustancial y ya no hablamos sobre el daño irreparable a las víctimas de abusos y agresiones sexuales que ven como algunos de los delincuentes que les hicieron daño, al que tuvieron que sumar el dolor de un juicio donde tuvieron que invertir el valor de la prueba, consiguen rebajas de condena o excarcelaciones gracias al agujero jurídico de la ley del solo sí es sí.

No hay contradicción alguna en denunciar los excesos de la oratoria del insulto y la humillación que padeció Irene Montero en el Congreso por parte de Vox y, al mismo tiempo, denunciar que ella misma, y la formación política en la que milita, también juega a sacar rédito político en multitud de ocasiones utilizando las mismas formas. Y, por supuesto, tampoco en señalar que un escarnio en el Congreso, por injusto y duro que pueda ser, solo sirve para solidarizarse con ella por ese hecho concreto; pero no para perdonarle la responsabilidad política de haber parido una ley que ya ha provocado a estas alturas un daño irreparable a demasiadas mujeres que tuvieron la desgracia de vivir en sus propias carnes agresiones y abusos nada teóricos. Cierro con un mensaje de un amigo cuya hija fue agredida hace tres años, el abusador de la cual sacará beneficio de la nueva ley a juicio del abogado que ha defendido los intereses de la familia: “Mi hija, mi mujer y yo nos sentimos abandonados y traicionados. Cambian las reglas del juego y el que sale beneficiado es el agresor de mi hija. Lloramos en su día de dolor y ahora lo hacemos de rabia”. Ministra, abandone el rincón de la víctima, donde no tiene derecho a estar, y pida perdón a estas mujeres supervivientes, sean pocas o muchas, a las que ha humillado con su impericia.

La degradación del debate político es un signo de los tiempos. Twitter ha conquistado los Parlamentos. Los atriles sirven para encapsular cortes de vídeo para mayor solaz de los convencidos de cada secta. La mesura como valor se ha evaporado. La asfixia de lo políticamente correcto les sirve de coartada para convertirse en energúmenos de la palabra. De tal forma que deja de existir diferencia entre los fanáticos de la cultura woke —cancelar a todo discrepante— y la extrema derecha que se rebela contra ellos. Al final, todos buscan lo mismo desde los extremos: destruir al disidente.

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