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China y sus amigos sacan brillo a Putin
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Josep Martí Blanch

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China y sus amigos sacan brillo a Putin

Putin no perderá la guerra. Pero siempre podremos explicar que hicimos lo posible para que le costara ganarla

Foto: Vladímir Putin y Xi Jinping. (Reuters/Pool/Sputnik/Sergei Guneev)
Vladímir Putin y Xi Jinping. (Reuters/Pool/Sputnik/Sergei Guneev)
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El déficit de atención es una bendición, particularmente en el ámbito colectivo. Apenas empezamos a tomarle el pulso a un asunto de actualidad y de inmediato aparecen otras cuestiones para distraernos y volver a empezar de cero.

Con la guerra de Ucrania no iba a ser diferente. Dieciocho meses después de su inicio, aquello ya forma parte del paisaje natural con el que convivimos sin exabruptos. Como no pasa nada disruptivo, y a los muertos, a la inflación y a los costes energéticos elevados ya nos acostumbramos hace un tiempo, el interés ha caído en picado.

No hay focos para iluminar tanto matadero y el último en abrir siempre tiene prioridad

La última esperanza para poder seguir novelando el conflicto era la gran contraofensiva del Ejército de Zelenski, que finalmente ha quedado en poca cosa. Ni siquiera que los americanos hayan mandado en secreto misiles de largo alcance a los ucranianos ha servido para que el foco vuelva a ese campo de batalla. Ahora, con Oriente Medio en llamas, peor todavía. No hay focos para iluminar tanto matadero y el último en abrir siempre tiene prioridad.

Foto: Lanzamiento de un misil ATACMS desde un sistema M270. (US Army)

EEUU y, por extensión, la OTAN y Europa lo han dado todo. O al menos aquello que podíamos sin jugarnos el tipo más de la cuenta. Hemos formado, asesorado y proveído al Ejército ucraniano, transferido dinero a ese país para aliviarlo de las consecuencias del esfuerzo bélico y aprobado un paquete de sanciones tras otro —vamos por el undécimo— para que Rusia se enterase, por la fuerza de la sangría económica, de lo que valía un peine. Más pronto que tarde, decíamos, Putin llegaría a la conclusión de que lo sensato era regresar a sus fronteras para evitar un derrumbe económico y una rebelión interna por el malestar asociado a la pérdida de calidad de vida de sus ciudadanos. Pero lo máximo que alcanzamos a ver fue el conato de rebelión de Yevgeny Prigozhin, el jefe del Grupo Wagner, al que se le había subido el vodka a la cabeza y acabó sus días víctima de un accidente al estilo Putin. Digamos que la ayuda, de todo orden, ha servido básicamente para que los ucranianos puedan seguir guerreando y las sanciones a Rusia para hacerle pupa a Putin, pero ni de lejos la suficiente. El mundo de hoy es demasiado grande para que Europa y EEUU puedan por sí solos aislar de un modo efectivo la economía rusa.

La propaganda —no es un término en absoluto peyorativo, en escenarios de guerra es el armamento más necesario— nos hizo creer que Putin se había convertido en un paria de la tierra. Un hombre apestado al que nadie en el mundo prestaría jamás atención. El mandatario ruso, caso de salir de las fronteras de su país, lo haría para sentar sus posaderas en el banquillo del Tribunal Penal Internacional.

Foto: Von der Leyen y Netanyahu. (EFE/Gobierno israelí)
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Y siendo cierto que no puede venirse a Barcelona a tomar unos vinos y tampoco a París para merendarse unas crêpes, esta semana el bofetón que ha recibido esta narrativa del paria Putin ha sido de aúpa. El presidente ruso ha sido el invitado estrella de Xi Jinping, en la reunión para celebrar el décimo aniversario de la nueva ruta de la seda, el proyecto de diplomacia económica más importante desde el Plan Marshall.

Junto a Putin, han acudido a China representantes oficiales de 140 países, lobistas de todo el planeta —incluido José Luis Rodríguez Zapatero—, el secretario general de la ONU, António Guterres, y demás gerifaltes que como las abejas siempre están prestas a acudir a un panel de rica miel.

Foto: Zelenski durante su visita al cuartel general de la OTAN. (Europa Press)

No es el lugar que imaginamos para un paria. Más allá de nuestros deseos, está la realidad. Putin se ha reunido también con Orbán, el presidente húngaro, para abofetear a la UE en su propia cara, y ha tenido otros encuentros que no se corresponden a los de un indigente de las relaciones internacionales. Y lo más sustancial, el foro de Pekín representa la continuidad natural de la frase que Xi Jinping pronunció en Moscú en marzo de este mismo año: “Amistad sin límites”. Discurso coincidente de ambos respecto a la crisis en Oriente Medio y apoyo al mundo musulmán, a pesar de que ambos dentro de sus fronteras se hayan ensañado con poblaciones civiles vinculadas a esa religión, como apuntaba Lucas Proto ayer mismo en este periódico. En China, Putin se ha mostrado como lo que es para buena parte del mundo, descontado Occidente: un líder político que maneja a su gusto un Estado de tradición imperial. Ni por asomo un cadáver ni alguien que está a punto de perder una guerra.

Con dos fogonazos —marzo en Moscú y ahora en Pekín—, ha quedado claro que Rusia acepta con gusto ser el segundo de la clase del nuevo orden internacional que ha propugnado Pekín, adornado de multilateralismo y respeto por los asuntos internos y el modo de hacer de cada país fronteras adentro. Sin más moralidad que la no moralidad. Eso no le convierte en vencedor de la guerra contra Ucrania. Pero sí evita su derrota, que tanto tiempo nos quisieron hacer creer segura con bonitas palabras. Chinos y rusos de fiesta en Pekín, mientras los europeos apenas pueden fijar posición sobre la cuestión palestino-israelí, y los pobres resultados diplomáticos de Joe Biden ejemplifican la progresiva pérdida de peso específico de la única superpotencia con la que cerramos el siglo XX, hace tan solo dos décadas. No, Putin no perderá la guerra. Pero siempre podremos explicar que hicimos lo posible para que le costara ganarla.

El déficit de atención es una bendición, particularmente en el ámbito colectivo. Apenas empezamos a tomarle el pulso a un asunto de actualidad y de inmediato aparecen otras cuestiones para distraernos y volver a empezar de cero.

Vladimir Putin
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