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Si la meritocracia funcionara, no estaríamos gobernados por mediocres
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Marta García Aller

Segundo Párrafo

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Si la meritocracia funcionara, no estaríamos gobernados por mediocres

La meritocracia hace sentirse bien a quienes gozan de más privilegios que talento. Pero que falte igualdad de oportunidades no quiere decir que lo que sobre sea la cultura del esfuerzo

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El mundo siempre ha estado lleno de mitos que cumplen una labor de legitimación, una forma de pensar y explicar cómo el mundo ha llegado a ser como es. Algunos son difíciles de entender, aparentemente irracionales. Decía Marvin Harris en ‘Vacas, cerdos, guerras y brujas’ que los estilos de vida a lo largo de la historia se han arropado en mitos y leyendas que prestan atención a condiciones sobrenaturales o poco prácticas que dan sentido a una realidad social. Los hindúes rehúsan comer carne de vaca aun cuando están muriéndose de hambre; los jefes amerindios queman sus bienes para demostrar los ricos que son, y gran parte de la sociedad occidental todavía atribuye en gran medida el éxito al esfuerzo individual pese a vivir en una sociedad profundamente desigual, en la que las oportunidades están lejos de ser las mismas para todos.

La meritocracia es uno de esos mitos, una ilusión persistente que defiende que vivimos en un sistema en que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos, el talento y el esfuerzo personal. Si pensamos en la meritocracia como el sistema que recompensa a los mejores y más brillantes, cualquiera que haya sufrido jefes mediocres, o sienta que los políticos que prosperan están muy lejos de ser los mejores de su generación, tendría motivos para dudar de que el sistema meritocrático realmente funcione. Otra cuestión es si debemos aspirar a que lo haga.

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La prueba de que la meritocracia no funciona no es solo que los ricos tengan más oportunidades que los pobres, sino que demasiado a menudo son los mediocres los que llegan al poder. Esa es la mejor prueba de que tenemos normalizados demasiados factores exógenos al mérito, tan cotidianos que a menudo se nos vuelven invisibles. Algunos son privilegios económicos, otros culturales, hay privilegios de género y de clase y, por supuesto, factores de éxito fruto de la simple chiripa. También lo que como sociedad llamamos éxito necesitaría que le demos una vuelta.

Si la meritocracia funcionara, no estaríamos tan a menudo gobernados por mediocres, ni en la política ni en las empresas. Si la meritocracia fuera realidad, los ascensos y contratos nunca se decidirían en función de vínculos familiares, amistades o afinidades personales. Y esto afecta al Ibex, pero también a las pymes.

El filósofo canadiense Alain Denault analizaba en ‘Mediocracia’ cómo en las sociedades contemporáneas es más común que sean los mediocres los que ocupan los puestos de mando. Los mediocres no son los peores, son del montón, los que no destacan ni por arriba ni por abajo, se esfuerzan lo justo. Los mediocres no desafían el 'statu quo', no desentonan en los partidos ni en las empresas. Están entre los más favorecidos de que tengamos socialmente estropeada la percepción del mérito y el peso del esfuerzo.

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La ‘mediocracia’ es incompatible con la meritocracia y con la idea de igualdad de oportunidades. La mediocridad no es tan atractiva para explicar el éxito porque está por todas partes, salvo al mirarse al espejo. Por eso la meritocracia funciona mejor como mito, porque es tentador atribuirse lo logrado en la vida al mérito propio más que a factores externos. La meritocracia puede legitimar tanto la desigualdad como la mediocridad cuando sirve de coartada para sentirse bien a quienes gozan de más privilegios que talento, convenciéndoles de que si han llegado lejos en la vida es solo gracias a su esfuerzo. Pero eso no quiere decir que haya que tirar a la basura la cultura del esfuerzo.

Atribuirse a uno mismo el mérito del éxito es mucho más satisfactorio que socializarlo, justo lo contrario que con el fracaso. Obviamente, las clases más privilegiadas tienen más fácil llegar lejos o mantenerse en puestos de poder. Y cuanto peor funciona el estado de bienestar, más falla el ascensor social que promete primar el talento y el esfuerzo. Quienes tienen apellidos de los que abren puertas arriesgan menos siendo mediocres en una sociedad en la que el ascensor social falla hacia arriba, pero también hacia abajo.

¿Un mito para ricos o para pobres?

Sin embargo, plantear la meritocracia como un problema exclusivamente de clases, de los de abajo contra los de arriba, subestima la fuerza de este mito. Si la meritocracia es una idea tan exitosa es porque la idea del esfuerzo individual como factor de éxito no solo convence a los ricos. Es precisamente la gente humilde la que más necesita creer que la meritocracia existe y que si se lo curra, si trabaja más duro, puede aspirar a una vida mejor. A diferencia de quien cuenta con apoyo familiar y una buena red de contactos, cuando el estado de bienestar falla, es a las clases desfavorecidas a quienes no les queda mucho más en qué confiar que en su propio esfuerzo. De ahí que resulte tan arriesgado derribar el mito de la meritocracia, tratándolo solo como un invento de los ricos.

Claro que no es lo mismo nacer en una casa llena de libros que en otra que no tenga ninguno. Ni en un barrio con rentas altas que en otro con alto riesgo de pobreza. Es verdad también que estudiar ya no es garantía de éxito en la vida, que en un país con un 30% de paro juvenil hay mucha gente con talento que se ha esforzado y se está quedando sin la oportunidad de desarrollar un proyecto de vida acorde con sus expectativas. Pero los que más riesgo tienen de quedar expulsados del sistema son precisamente los que no han estudiado nada y proceden de familias con menos recursos. De ahí que desterrar el rol esfuerzo sea peligroso.

La gente humilde es la que más necesita creer que la meritocracia existe y que si se lo curra, si trabaja duro, puede aspirar a una vida mejor

La idea de que lo más determinante es dónde has nacido y que, tal y como está el país, esforzarse no sirve de nada puede ser especialmente desolador para las familias que más necesitan convencer a sus hijos de que esforzarse puede cambiarles la vida. Estudiar no soluciona el futuro, pero no estudiar equivale a cerrarse todas las puertas. España tiene la tasa de abandono escolar entre los 18 y los 24 años más alta de la UE y los jóvenes sin cualificación son los más vulnerables de todos. Arreglarlo necesita mejores políticas, pero también un discurso que no desmotive a los más vulnerables.

¿El problema de la meritocracia es que no funciona o que es injusta como ideal en sí misma? En ‘La tiranía de la meritocracia’, el profesor de Harvard Michael Sandel carga contra el lado oscuro de la meritocracia y critica la retórica del ascenso de los partidos. Acusa al centro izquierda de haber respondido a las desigualdades no buscando las políticas públicas que las reduzcan directamente, sino ofreciendo la promesa de que era posible ascender socialmente, esforzándose lo suficiente. ¿El problema entonces es que esa movilidad social se ha estancado o la existencia de diferentes clases sociales?

Foto: El vicepresidente de la Junta de Castilla y León, Juan García-Gallardo. (EFE/Nacho Gallego) Opinión

Puede ser un debate interesante en lo filosófico, pero mientras discutimos sobre si la meritocracia es un mito al que aspirar o que abolir, el problema sigue ahí. Ni siquiera tenemos garantizado el acceso gratuito a la educación de cero a tres años. Las familias que no pueden pagar una plaza en la guardería no necesitan leer a Sandel para tener claro que la igualdad de oportunidades está muy lejos de ser una realidad desde la cuna.

Los mitos no necesitan existir para cumplir una función social. La meritocracia podría funcionar como un relato si sirviera para mejorar el acceso a la educación, impulsar el talento y dignificar el empleo, combatiendo la tolerancia a la mediocridad de las elites. Pero si solo sirve para legitimar desigualdades, y no para mejorar la igualdad de oportunidades, se deslegitima a sí misma. El verdadero problema de la meritocracia no es, por tanto, que no exista, sino que ni siquiera se pongan los medios para aspirar realmente a ella.

El mundo siempre ha estado lleno de mitos que cumplen una labor de legitimación, una forma de pensar y explicar cómo el mundo ha llegado a ser como es. Algunos son difíciles de entender, aparentemente irracionales. Decía Marvin Harris en ‘Vacas, cerdos, guerras y brujas’ que los estilos de vida a lo largo de la historia se han arropado en mitos y leyendas que prestan atención a condiciones sobrenaturales o poco prácticas que dan sentido a una realidad social. Los hindúes rehúsan comer carne de vaca aun cuando están muriéndose de hambre; los jefes amerindios queman sus bienes para demostrar los ricos que son, y gran parte de la sociedad occidental todavía atribuye en gran medida el éxito al esfuerzo individual pese a vivir en una sociedad profundamente desigual, en la que las oportunidades están lejos de ser las mismas para todos.

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