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No, UP y Vox: la función de la política no es regañar a la gente
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Ramón González Férriz

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No, UP y Vox: la función de la política no es regañar a la gente

¿Cuándo aprenderán nuestros partidos radicales que el exceso de paternalismo es catastrófico, incluso para ellos mismos?

Foto: La vicepresidenta de Trabajo, Yolanda Díaz (i), y el ministro de Consumo, Alberto Garzón. (EFE/J.J. Guillén)
La vicepresidenta de Trabajo, Yolanda Díaz (i), y el ministro de Consumo, Alberto Garzón. (EFE/J.J. Guillén)
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Vox quiere, según dice su campaña de cara al 28-M, que, “en un mundo cada vez más global”, ames tu barrio y tu pueblo e impidas que cambien. El Ministerio de Consumo, dirigido por Alberto Garzón, quiere que presumas de “armario sostenible”, es decir, que te conciencies sobre la fast fashion y consumas menos sus productos. Vox cree que La Sexta o el programa de esRadio de Federico Jiménez Losantos deben cambiar su línea editorial. Yolanda Díaz no quiere que se coman fresas fuera de temporada porque con eso “se está explotando a otra parte del mundo”.

Esta es la clase de noticias a la que damos poca importancia. Porque, en realidad, no son trascendentales: ningún partido tiene la capacidad de convertir esos lemas y recomendaciones en una ley constitucional. Sin embargo, sí denotan la visión que tienen de la política nuestra izquierda y nuestra derecha más duras: para ellas, la política consiste, básicamente, en regañar a los ciudadanos por no hacer las cosas bien. No se ven como nuestros representantes, sino como alguien que debe disciplinarnos. El instinto que les mueve es comprensible. Pero es veneno político.

Foto: José Luis Villacañas. (UCM)

Quienes más ha experimentado las contraindicaciones de esa pulsión disciplinante son Los Verdes de Alemania. El partido, fundado en 1980 por un puñado de gente de la contracultura que, al igual que los representantes de nuestra nueva política, sentían auténtico desdén por un establishment dominado por partidos centristas y moderados, fue durante décadas lo que en alemán se llama un Verbotspartei, un partido que prohíbe cosas. La formación obtuvo durante años resultados mediocres, pero lograba representación en el Parlamento alemán, las regiones y los ayuntamientos, y algunos de sus políticos vivían de ejercer su cargo y promovían la agenda verde. Eran, al mismo tiempo, pioneros en una cuestión que con el tiempo hemos visto que era acuciante, el medioambiente, y un poco odiosos. No paraban de regañar a la gente: “Coges demasiados aviones”, “no tengas coche”, “ve en bici”, “no comas carne”. La mayor parte de su programa consistía en prohibir cosas: las nucleares, ciertas granjas, determinadas formas de consumo. Tenían razón en unos cuantos asuntos, pero eso no les hacía conseguir una posición de verdadera influencia a escala nacional.

Cuando, en 2018, una nueva generación ocupó la dirección de Los Verdes, lo primero que hizo fue cambiar esa dinámica, que condenaba al partido a ser una formación pequeña, una simple muleta de los socialdemócratas, a la que estos recurrían cuando era necesario. Robert Habeck, uno de sus líderes, entendió que debían sacarse de encima esa justificada imagen de aguafiestas. “Tenemos que concentrarnos más en lo político y menos en lo privado”, dijo. En las elecciones europeas del año siguiente, Los Verdes obtuvieron el 20,5% de los votos, superando a los socialdemócratas. Hoy, Habeck es vicecanciller y ministro de Economía del Gobierno alemán, y Annalena Baerbock, colíder de Los Verdes, es ministra de Asuntos Exteriores y una de las líderes europeas en asuntos como la transición energética y la guerra de Ucrania. Es difícil saber si el partido puede crecer aún más, pero una cosa está clara: en cuanto abandonaron la idea de que su principal trabajo era regañar a la gente por sus actitudes privadas, se convirtieron en un partido de gobierno que participa en las grandes decisiones de la política alemana y europea.

Foto: EC Diseño.

De hecho, hasta Macron, el representante más centrista de nuestro establishment, se dio cuenta tras el estallido de la crisis de los chalecos amarillos de que regañar constantemente a la gente era un riesgo enorme para los partidos políticos. Decirles a los ciudadanos qué clase de trabajo deben tener, qué tipo de casa comprar, cuántos coches poseer y cómo educar a sus hijos tiene consecuencias funestas. Sobre todo, porque los partidos y los gobiernos tienden a cambiar de opinión. ¿Cuándo aprenderán nuestros partidos radicales que el exceso de paternalismo es catastrófico, incluso para ellos mismos?

Por supuesto, Unidas Podemos y Vox no son los únicos partidos españoles que sienten la pulsión de decirnos lo que tenemos que hacer. Antes de que empezara el invierno, la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, recomendaba no dormir con la calefacción puesta y, en su lugar, utilizar un “edredón más fuerte”. Y parece que algunos miembros del PP siempre están a punto de aconsejarnos que, si no queremos ser considerados malos españoles, tengamos más hijos, salgamos a tomar más cañas españolas o vayamos de vez en cuando a los toros. Por no hablar de los nacionalistas catalán y vasco: su programa político se basa en considerar vergonzosamente desleales a los ciudadanos que no adoptan la forma de vida recomendada por el nacionalismo.

Para ser bien considerados, los agentes políticos deben prometer gestionar y legislar, no convertirse en un odioso castigador

Sin embargo, es particularmente interesante el caso de las nuevas fuerzas de izquierda y de derecha. Se diría que tienen una vocación real de representar a las mayorías y participar en el Gobierno. La izquierda ya lo hace, y es probable que la derecha lo haga pronto. Aun así, no asumen algo que entendería cualquier aprendiz de comunicación política: para ser bien considerados, los agentes políticos deben prometer gestionar y legislar, no convertirse en un odioso castigador.

Hoy, la democracia tiene ante sí numerosos problemas, muchos de los cuales —de la autonomía energética a la protección de ciertas industrias estratégicas, de la despoblación de ciertas regiones a los retos fiscales— requieren soluciones técnicas complejas. Aun así, los nuevos partidos creen que eso no está en el centro de sus prioridades; naturalmente, pueden legislar y gobernar, pero no se ven a sí mismos como un mecanismo de mediación entre las preferencias de los ciudadanos y la elaboración de las políticas públicas, sino como un faro moral. No es algo ajeno a los partidos más tradicionales, pero al menos estos han aprendido a disimular o a comunicar su visión de una forma más matizada. Es posible que debamos repensar la fast fashion y encontrar nuevas soluciones políticas para nuestros barrios y pueblos tradicionalmente marginados, entre muchas otras cosas. Abordar eso, con todo, requeriría un sofisticado trabajo legislativo, no sermones. Mientras tanto, los nuevos partidos radicales seguirán mostrando que tienen una concepción extraña de su propia función.

Vox quiere, según dice su campaña de cara al 28-M, que, “en un mundo cada vez más global”, ames tu barrio y tu pueblo e impidas que cambien. El Ministerio de Consumo, dirigido por Alberto Garzón, quiere que presumas de “armario sostenible”, es decir, que te conciencies sobre la fast fashion y consumas menos sus productos. Vox cree que La Sexta o el programa de esRadio de Federico Jiménez Losantos deben cambiar su línea editorial. Yolanda Díaz no quiere que se coman fresas fuera de temporada porque con eso “se está explotando a otra parte del mundo”.

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