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Un Rey neutral para conjurar los detalles del diablo
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Eloy García

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Un Rey neutral para conjurar los detalles del diablo

El consenso puede asumir la forma de pacto de legislatura o quedar reducido a mera coincidencia en el presidente, pero ¡cuidado!, no es al monarca a quien corresponde construir el consenso ni marcar sus términos

Foto: Imagen de archivo del Congreso de los Diputados. (EFE/Javier Lizón)
Imagen de archivo del Congreso de los Diputados. (EFE/Javier Lizón)
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El diablo está en los detalles (the devil is in the details), dicen los ingleses y no les falta razón. A los tratadistas de derecho constitucional a menudo se nos reprocha que tendemos a explicar los problemas de la política desde un plano de abstracción y especulación que en la mayoría de las ocasiones poca o ninguna relación guarda con lo que acontece en la realidad, y que más tarde viene desmentido por los acontecimientos. Por eso, conviene aprovechar las situaciones en que la teoría se bate cuerpo a cuerpo al lado de la realidad efectiva de las cosas de manera evidente para desmentir semejante descalificación, y constatar —sin ir más lejos— la utilidad de un rey neutral para conjurar el diablo de detalles que inevitablemente derivan de un resultado electoral tan enrevesado como el del 23 de julio. Y para ello, nada mejor que un somero repaso al art. 99 CE que regula los pormenores que informan la investidura del presidente del Gobierno.

Para empezar, conviene recordar que el Congreso inviste al presidente, que puede serlo por mayoría absoluta (176 escaños) o simple (más votos a favor que en contra), y no al Gobierno que es nombrado luego en un momento ulterior a propuesta del ya elegido presidente (art 100 CE). Ahora bien, para entender cómo funciona la investidura además de la literalidad del art. 99 CE, es imprescindible transcender el precepto y encajarlo en un todo más complejo. Hay quienes sostienen que la Constitución es una suerte de puzle en el que las piezas no se entienden si no son puestas en conjunto. No sé si tendrán razón o no pero lo cierto es que los elementos internamente conectados en la Constitución no se comprenden adecuadamente hasta que no se enmarcan en el principio al que responden. En este caso, en el régimen parlamentario, la forma de Gobierno que estipula la Constitución (art 1.3 CE conectado con el 66 1 y 2 CE).

Foto: Teresa Jordà, Francesc-Marc Álvaro y Pilar Vallugera, de ERC, en los pasillos del Congreso. (EFE/J. J. Guillén)

La sustanciosa polémica de hace la friolera de un siglo, Kelsen/Carl Schmitt, dejo perfectamente definido el significado del régimen parlamentario forjado en la representación proporcional como régimen del consenso y no como el gobierno de la decisión. Frente a la ley de la mayoría aritmética que convierte la suma y la victoria por un voto en derecho a gobernar, el parlamentarismo hace de la integración y del consenso las claves para alcanzar un acuerdo de gobernabilidad que en sus líneas básicas deberá ser compartido por un amplio número y que es la finalidad del parlamento, la misión que le encomiendan los electores; y conviene no olvidarlo. El consenso puede asumir la forma de pacto de legislatura o quedar reducido a mera coincidencia en el presidente, pero ¡cuidado!, no es al Rey a quien corresponde construir el consenso ni marcar sus términos. Su papel es facilitarlo y hasta propiciarlo o, para ser más exactos, conjurar los recelos que eventualmente pudieran contribuir a emponzoñarlo, sin que en ningún caso su cometido comprenda fraguarlo personalmente. El consenso es exclusiva responsabilidad de los elegidos —casi cabría decir obligación— porque, si no lo construyen, rechinarán las costuras de la Constitución que lo exigen. Sin consenso no se puede elegir determinadas magistraturas… aprobar leyes orgánicas… reformar la Constitución.

La investidura es, pues, el acto central de la legislatura, el que marca su rumbo o la derrota. La sesión que expresa el momento de libertad de Parlamento que inmediatamente después y por ese mismo acto —y en tanto no medie moción de censura— queda férreamente embridado. Y, en este momento de libertad, la tarea del monarca se proyecta en tres planos si no perfectamente mefistofélicos sí al menos encriptados en un diablo de detalles que a menudo los transmuta en auténticos detalles del diablo y que es posible desglosar de la siguiente forma.

Foto: Felipe VI, en una imagen de archivo. (EFE/Mariscal) Opinión
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En primer lugar, en lo que atañe al papel del Rey en la investidura, se suscitan tres situaciones que dan lugar a controversia.

A. La necesidad de preservar la neutralidad institucional asegurando un mínimo de limpieza que permita que la investidura discurra sin trampas que terminen desacreditando la democracia y al propio Estado. Era Weber quien recordaba la despiadada atmósfera de lucha que rodea al acto de encaramarse en el poder. Y en esa atmósfera resulta sumamente difícil generar confianza. Frente a la trapacería, la doblez y el embrollo sucio que de sólito acompañan a la conquista del poder y que a menudo genera un aire irrespirable, el Rey de la Constitución del 78 que —no aspira ni ha sido históricamente parte de la aspiración al poder (y ese dato es crucial para diferenciarlo por ejemplo del presidente de la República italiano)—, con su conducta puede conferir limpieza al proceso y a fuerza de fair play evitar que la investidura se desborde en una contienda de fieras rugientes capaces de olvidar cualquier regla y de pisotear todo principio.

Es por eso por lo que la facultad que el Rey tiene y efectivamente utiliza a través de las notas de su casa, de informar públicamente y por escrito de las conversaciones que mantiene con los representantes designados con los grupos políticos con representación parlamentaria, es un acto de comunicación dirigido no solo a la opinión sino también muy especialmente a la cocina interna de los partidos para dejar claro en todo instante dónde se está y en qué momento procesal-constitucional se encuentra la propuesta de investidura. En este sentido, el monarca opera a estos efectos como una especie de árbitro que no puede pitar falta y al que en ocasiones llegan a recurrir incluso quienes lo niegan (y estoy recordando en este instante a Pablo Iglesias).

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B. La acción del Rey se encamina sustancialmente a encauzar la propuesta que le expresen formalmente los partidos. Una propuesta que necesariamente es compleja porque debe ser consensuada y los consensos —como las coaliciones a que dan lugar— nacen de un haz de posibilidades que muchas veces resultan increíbles hasta que no se ensayan o incluso se presentan fácticamente. En todo caso, el Rey es el cauce instrumental que da forma a una propuesta que no es suya, que le viene de fuera, que procede de la configuración del parlamento y que el monarca verifica sopesando los apoyos que la soportan pero teniendo en cuenta que deberá ser revalidada por el Congreso, lo que le impide presentar candidatos descabellados. Esta es la idea que debe presidir la interpretación del 99 CE y que permite dar respuesta a la cuestión disputada: ¿la iniciativa del rey es libre o no? Esto es, ¿el Rey debe o no proponer al candidato más votado y en consecuencia tomar como referencia la ley de número de las urnas o por el contrario debe tener en cuenta solo las posibilidades efectivas del candidato a recibir la investidura del Congreso, es decir, atender a la chance que surge del juego de coaliciones? El Rey debe —tiene que— hablar con todos y proponer a quien le propongan, y de entre ellos llamar a quien vea con mayores posibilidades efectivas de resultar investido. La afirmación del más votado es pueril, como recordaba hace poco Javier Tajadura. Solo la segunda es constitucionalmente válida porque está en línea de obtener un resultado plausible. Y es que la investidura no es más que una pieza instrumental en el gobierno parlamentario, que el Rey debe saber interpretar acudiendo a su experiencia y a su condición vitalicia. A saber, teniendo presente que no se juega su existencia institucional en un periodo de cuatro años, como el candidato a presidente.

El Rey puede proponer pues a cualquier persona, con tal de que la investidura tenga visos de prosperar o de despejar el camino para que prosperen otras. Ni siquiera precisa hacerlo en favor de un parlamentario, ni del líder de un grupo parlamentario.

C. Una tercera cuestión más procelosa se refiere a la posición del Rey ante una hipotética propuesta de candidato que se mueva fuera del arco constitucional, entendiendo por ello los partidos que se autoexcluyen de la lealtad a la Constitución y a sus formas. La respuesta es sumamente compleja y por el momento no urge porque no está sobre la mesa la pregunta que la desencadenaría: ¿un anticonstitucionalista candidato a la presidencia del Gobierno? Pero por si un día lo estuviere, conviene tener presente que el parlamentarismo es un régimen fundamentalmente empírico en que los matices son trascendentales y el proceso de reforma de la Constitución se encuentra repleto de algunos tan importantes como que la legitimidad democrática no puede ser usada para destruirse a sí misma. Y por otro, importa recordar que en derecho se condenan los hechos no las intenciones.

Ergo el Rey depara una confianza intransferible que difícilmente podría ser trasladada, por ejemplo, a un 'médiateur' como el belga

En segundo lugar y fuera ya de los cometidos que incumben al monarca la pregunta es ¿convendría que fuese otra persona la que desempeñara el papel de cauce instrumental para la investidura? ¿El presidente del Congreso tal vez? Los hechos en su insobornable tozudez dicen que no.

  1. Ante todo porque parece imposible en las circunstancias de la política española y teniendo en cuenta la desconfianza que reina entre partidos y el aborrecimiento que mutuamente se profesan, exista persona alguna capaz de asumir tal cometido. Ergo el Rey depara una confianza intransferible que difícilmente podría ser trasladada por ejemplo a un médiateur como el belga, el negociador encargado en aquel modelo parlamentario de lijar las diferencias que obstaculizan la formación de gobierno, previamente a que el encargo se produzca de manera formal.
  2. El parlamentarismo español hace del presidente del Congreso —tercera autoridad del Estado— una figura de partido más o menos admitida por el resto de los partidos, pero que siempre es objeto de desconfianza. La experiencia negativa de la legislatura en que Gregorio Peces Barba se autodeclaró diputado que no votaba, agotó la posibilidad e hizo irrepetible su fallido intento. Guste o no a efectos de la investidura, el presidente del Congreso es en este puntual aspecto una instancia constitucionalmente neutralizada que cumple solo una función protocolaria. En cambio el rey es un poder neutral que por su condición de tal, puede y debe hacer política constitucional, coadyuvando con su impecable posición neutral a que la investidura se consume. Un cambio en el papel del Rey que pasara de desempeñar un rol neutral a asumir otro de poder neutralizado como los monarcas belgas, implicaría una autentica mutación constitucional (reforma no formal de la Constitución) que por el momento no se otea en el horizonte.

Aunque no se diga explícitamente, el monarca se juega en cada investidura la supervivencia a medio plazo

En todo caso, lo cierto es que el Rey propone y en el éxito de su propuesta radica en buena medida la responsabilidad de su función, porque aunque no se diga explícitamente el monarca se juega en cada investidura la supervivencia a medio plazo. Sería largo de argumentar, pero el rey en España no es tanto un legado de la Historia como una institución de presente que existe porque es necesaria, porque desempeña una función práctica de una manera insustituible y que en el buen ejercicio de esa función encuentra precisamente su justificación, que a diferencia de otras monarquías es funcional y no tradicional. Porque el Rey no es una figura irresponsable, lo es y mucho —y ahí está para probarlo la abdicación— solo que a medio plazo.

Finalmente, pero no por ello menos importante, el apartado 5 del art. 99 CE establece una cláusula de tiempo en virtud de la cual si en el plazo de dos meses a contar desde la primera investidura fallida no hay presidente, las dos Cámaras se disuelven y quedan convocadas automáticamente nuevas elecciones. Es fundamental recordar que con este precepto se establece un plazo inexorable a partir del cual los diputados elegidos en el Congreso pasan a ser responsables ante el propio cuerpo electoral que los examina de nuevo. Se trata de una clave de máxima importancia que si, por un lado, impone un límite temporal insuperable para que el Congreso cumpla su cometido; por otro, pende como una navaja sobre todas las actuaciones de los actores políticos que tienen lugar a lo largo de ese plazo y que se encuentran permanentemente sometidos al vigilante escrutinio de los electores. Dicho de otra forma, el periodo de investidura es también un escenario electoral potencial, o si se prefiere una campaña enmascarada en la que sus protagonistas tienen siempre un ojo puesto en las urnas. Y si no, que se lo pregunten a Rivera que ganó relativamente unas elecciones y perdió la campaña enmascarada que le siguió. En fin, es muy posible que de toda esta suma de lábiles detalles no se deduzca la necesaria existencia del diablo en el modelo de investidura español, pero al menos habría que admitir que, en los detalles de su proceso, diablo hay… como también medios para conjurarlo.

El diablo está en los detalles (the devil is in the details), dicen los ingleses y no les falta razón. A los tratadistas de derecho constitucional a menudo se nos reprocha que tendemos a explicar los problemas de la política desde un plano de abstracción y especulación que en la mayoría de las ocasiones poca o ninguna relación guarda con lo que acontece en la realidad, y que más tarde viene desmentido por los acontecimientos. Por eso, conviene aprovechar las situaciones en que la teoría se bate cuerpo a cuerpo al lado de la realidad efectiva de las cosas de manera evidente para desmentir semejante descalificación, y constatar —sin ir más lejos— la utilidad de un rey neutral para conjurar el diablo de detalles que inevitablemente derivan de un resultado electoral tan enrevesado como el del 23 de julio. Y para ello, nada mejor que un somero repaso al art. 99 CE que regula los pormenores que informan la investidura del presidente del Gobierno.

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