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Cómo cambiar la Constitución sin tener una mayoría para hacerlo
La Constitución española tiene muchas virtudes, pero una de las más sorprendentes es que, al parecer, todas las iniciativas políticas encajan en ella. También las de quienes quieren acabar con la Carta Magna
Para el lendakari Íñigo Urkullu, el derecho a decidir de las nacionalidades históricas y su relación bilateral con el Estado central caben perfectamente en la Constitución de 1978. Para Joan Ridao, ex secretario general de Esquerra Republicana de Catalunya y asesor jurídico de la Generalitat, la amnistía es constitucionalmente viable. Para Jaume Asens, el negociador de Sumar con Junts para la investidura, también. Según Pere Aragonès, el presidente de la Generalitat, existen en la Constitución "caminos legales" para que se celebre un referéndum de autodeterminación en Cataluña.
La Constitución española tiene muchas virtudes, pero una de las más sorprendentes es que, al parecer, todas las iniciativas políticas encajan en ella. También las de quienes quieren acabar con ella.
Existe una explicación. Incluso quienes creen que la vía iniciada en 1978 está agotada, o requiere una revisión profunda, saben que no hay una mayoría de españoles dispuesta a apoyar una nueva Constitución. Y que no la habrá a medio plazo. Por eso, han emprendido la tarea de reinterpretarla de una manera tan laxa que, en caso de que sigan adelante sus propuestas, estarían reformándola de manera encubierta. El proceso consistiría, básicamente, en dar martillazos a todos los aspectos de la Constitución que entorpecen sus proyectos políticos hasta que ambos encajen. Se trata de un procedimiento que es hoy más plausible que en cualquier otro momento por dos razones coincidentes. Por un lado, Pedro Sánchez necesita muchos apoyos para ser investido y, en caso de lograrlo, legislar y gobernar. Por el otro, el Tribunal Constitucional no solo es hoy mayoritariamente progresista, sino que parece tener un programa de actuación muy coordinado con el del Gobierno.
El precedente de Estados Unidos
Esta clase de procesos no es frecuente. Y, por eso, para entender hacia dónde es posible que nos estemos dirigiendo, es útil buscar precedentes. Uno de ellos tuvo lugar en un contexto muy diferente del nuestro: los Estados Unidos de la década de 1960, cuando se intentaron cerrar algunos de los problemas territoriales que llevaban más de un siglo abiertos en el país.
Christopher Caldwell es uno de los intelectuales conservadores estadounidenses más interesantes de la actualidad. Aunque decir que es conservador quizá sea quedarse corto: es un hombre muy, muy de derechas, pero que al mismo tiempo suscita respeto entre los progresistas que lo critican. En su último libro, The Age of Entitlement (La era de los derechos adquiridos), sostiene que, durante la presidencia de Lyndon B. Johnson en los años sesenta, que coincidió con una mayoría progresista en el Congreso y en el Tribunal Supremo, se produjo un proceso de reforma constitucional subrepticia. Las urgencias en ese momento eran mucho mayores que las nuestras; en primer lugar, había que aprobar leyes que acabaran con la segregación de los negros en los estados del Sur. Caldwell considera que terminar con el apartheid institucional era necesario. Pero señala que, al mismo tiempo, era inconstitucional: la Carta Magna, dice, no permitía que el Gobierno federal se entrometiera en lo que hicieran los estados en cuanto a derechos de voto, la regulación del espacio público u otros aspectos claves de las leyes racistas locales. Y los intentos de introducir enmiendas en la Constitución fracasaron porque muchos ciudadanos se mostraron indiferentes o algunos Estados no quisieron ratificar el proceso. De modo que Johnson, respaldado por el Congreso y el Supremo, empezó a reformar la arquitectura legal estadounidense de una manera que, según la interpretación muy conservadora de Caldwell, rompía con la tradición política del país y se situaba al margen de la Constitución. Como digo, Caldwell no lamenta que se reforzaran los derechos civiles, sino que Johnson lo hiciera de manera encubierta, aprobando leyes de rango constitucional como si se tratara de leyes comunes. Sabedores de que podían cambiar la Constitución desde dentro sin recurrir a los procedimientos previstos, porque estos no eran viables, dice, los progresistas ya no pararon de hacerlo cada vez que tenían la presidencia y mayorías en el Congreso y el Supremo, empotrando cuestiones ideológicas en un marco que en teoría debía ser compartido. La consecuencia de ello, según Caldwell, es que ahora Estados Unidos vive con dos sistemas constitucionales paralelos: el auténtico y legítimo de la Constitución de 1788, y el construido por los progresistas desde los años sesenta. La polarización y los conflictos que hoy dominan la política del país, afirma, se deben a que la mitad republicana del país se siente fiel a la primera Constitución y la mitad demócrata a este otro proyecto constitucional tácito.
Caldwell es un conservador radical. Rara es la página en la que un moderado no se incomodará con sus argumentos. Y el caso estadounidense de hace sesenta años era totalmente distinto del español actual, no solo en términos políticos —para empezar, se trató de un proceso de recentralización de las competencias, no de descentralización—, sino también morales. Pero su disección de un proceso de cambio constitucional que se produce sin que se cambie una sola palabra de la Constitución es muy ilustrativo.
Así no
La semana pasada sostuve en una columna que los cambios políticos que está experimentando España, debido a la fragmentación del Congreso, pero también a la transformación de la mentalidad que rige el funcionamiento del Estado de las autonomías, son estructurales. Ello podría hacer pensar que es necesaria una reforma de la Constitución. Pero, aunque eso fuera deseable, se trata de un pensamiento ilusorio. No hay mayorías suficientes para ello y lo sabemos todos.
Sin embargo, sostener que la Constitución actual permite casi cualquier cosa, como hacen ahora buena parte de los aliados del PSOE, y hará este si le resulta necesario para gobernar, es una temeridad. Para los partidarios de esta vía, se trata del único recurso posible para desatascar la crisis de la gobernabilidad del país, para reformar la estructura del Estado sin la molesta intervención de la derecha y para asegurar la perdurabilidad en el poder de la coalición entre las izquierdas y los nacionalismos periféricos. Pero, en realidad, es una amenaza para el funcionamiento eficaz de un Estado de derecho. Y, por si eso no fuera suficientemente grave, abre la puerta a que la gobernabilidad de España se vuelva aún más difícil y la polarización se agrave todavía más, y de una manera también estructural. Por un lado, quedarían los que ven la Constitución como un marco razonable e ineludible. Por el otro, los que asumen que lo que haga la mayoría en la que se apoya el Gobierno "es" la Constitución. Ese podría ser nuestro destino. Y, además, este no se materializará por razones moralmente admirables como las que esgrimieron Lyndon B. Johnson y los demócratas en la década de 1960, sino por intereses como los que han expresado claramente Urkullu, Ridao, Asens y Aragonès.
Para el lendakari Íñigo Urkullu, el derecho a decidir de las nacionalidades históricas y su relación bilateral con el Estado central caben perfectamente en la Constitución de 1978. Para Joan Ridao, ex secretario general de Esquerra Republicana de Catalunya y asesor jurídico de la Generalitat, la amnistía es constitucionalmente viable. Para Jaume Asens, el negociador de Sumar con Junts para la investidura, también. Según Pere Aragonès, el presidente de la Generalitat, existen en la Constitución "caminos legales" para que se celebre un referéndum de autodeterminación en Cataluña.