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España disoluta, España manifiesta

Entre la resiliencia de un personaje infausto y la realidad de una nación indisoluble que fundamenta su ley de leyes, la Constitución, veremos cuál se quiebra primero. Quizá sea momento de que la ciudadanía constitucionalista sea militante

Foto: Pedro Sánchez en el Congreso. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
Pedro Sánchez en el Congreso. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
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Arrancó ya la política posmoderna de corte patrio para la investidura, esa que ignora consensos básicos y vinculantes con el desfalco subrepticio del Estado y la nación a favor de nacionalismos destituyentes. Este conato recurrente de suicidio político que rima con los peores pasajes de nuestra historia reciente y con la alienación cultivada a espaldas de Europa. Lo que con la Constitución en la mano no se puede dar en precio: amnistía a los sedicentes, referéndum de autodeterminación, condonación de deuda, etc., son ya moneda de cambio en el discurso público para la reedición de Frankenstein. Extorsionan el lenguaje, la lógica, el rigor jurídico y el espíritu de concordia que presidió el éxito de la Transición. Lo posmoderno, se sabe, tiene aversión congénita al orden y a la jerarquía, propias del Derecho.

El “qué hay de lo mío”, expresión afín al tributo al particularismo en España invertebrada, instituido como modus de la gobernabilidad, se zafa definitivamente de la concertación y la “progresía” posmoderna, sometida a nacionalismos identitarios, se revela diáfana como lo que en realidad es: un atentado al Estado de derecho. Sin rigor de ley no hay Estado de derecho, y sin Estado de derecho no hay democracia real. Ya puede votar una mayoría por la multiplicación de los panes y los peces. De mayorías por encima de la ley conoció el s. XX profusa y trágicamente. Serán los instrumentos del Estado de derecho los que desarmen el fraude de una forma u otra. Solo queda ver el cómo y el cuándo.

Foto: Acto de JxCAT en Vic el pasado mes de julio. (EFE/Siu Wu) Opinión
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Recordaba Felipe González en un programa de alta audiencia antes del 23-J que la Constitución no era “militante”, esto es, permitía partidos políticos que se le oponen directamente —el legislador pensando que se respetaría el rigor de mayorías cualificadas para su reforma—. Quizá sea el momento de que lo sea la ciudadanía. Desde la España constitucionalista que encarna la mayoría social, descontadas las prebendas de nuestro sistema electoral a favor de la representación parlamentaria de partidos sedicentes.

Nuestras mejores razas, nuestros mejores ciudadanos, los primeros en la cola para lo suyo —cabría decir—, apenas alcanzan un 20% de la población, imponiéndose al 80% restante, por la venia del progresismo y el sistema electoral. Cómo de conscientes son los votantes socialistas de Extremadura, Andalucía o cualquier CA fuera del cupo privilegiado, al ultraje al que se someten. Cómo van a despertar de la ensoñación los del PSC en Cataluña ante un nacionalismo en esencia insaciable. Cómo de traicionados, humillados, están la mayoría de catalanes no independentistas. Buenas preguntas todas para los valedores de la política posmoderna. Para la homilía intelectual socialista, una de principios: el fraude al designio de “igualdad” y la “solidaridad interterritorial”, postrándose ante lo identitario.

Entre todas las prescripciones constitucionales que nos asisten, p.e., las obligaciones constitucionales de la Monarquía (art. 56) o del Ejército y las FFAA para garantizar la unidad territorial y el ordenamiento constitucional (art. 8), está el derecho de manifestación coordinada en todo el territorio nacional (art. 21 CE). Convocar a la ciudadanía a un episodio de significación nacional para repudiar el intento de reforma del régimen constitucional por la puerta de atrás sin las mayorías cualificadas prescritas, no es una idea descabellada. Aportaría una trascendencia a la altura, por ejemplo, de lo que fueron las manifestaciones por el asesinato de Miguel Ángel Blanco por parte de ETA a finales de los 90.

Háganle una foto definitiva al 'no es no' con una propuesta y cuando se retrate, como hará, convoquen un acto multitudinario de protesta

El acontecimiento entonces fue seminal y aunó un sentimiento de indignación de una mayoría social. Cierto, la indignación suele ser marca de la izquierda. Cierto, la relación de la derecha con las manifestaciones en la calle no es muy estrecha que digamos.

Pero de lo que se trata es de dar expresión transversal al constitucionalismo, a la necesidad de límites al desfalco, tomarle el pulso real a esa España que se identifica con el artículo 1.2: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. O el 2: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española”. Artículos de la parte programática de la CE, la que establece los cimientos y pilares del Estado de derecho: un pueblo, una nación, un Estado. La ocasión es providencial para manifestarse, toda vez que el paripé del independentismo no busca más que hacer de su vaciado una forma de política, y de vida.

Sin duda, el partido más votado ha estado muy despistado con el criterio definitorio para haber barrido el 23-J, posicionándose frente al histrionismo político, en el corazón de las guerras culturales: el rechazo a la subordinación a lo identitario, que comentamos aquí. No debiera faltarle reflejos para lidiar con la trayectoria de equilibrismos, sofismos y vacuidades, que vuelve a abrir Sánchez. Háganle una foto definitiva al “no es no” con una propuesta y cuando se retrate, como sin duda hará, convoquen un acto multitudinario de protesta.

Foto: Pedro Sánchez en la cumbre de líderes UE-Celac en Bruselas. (Pool Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa) Opinión

Con ese fragor popular bien expreso, democráticamente avalado, la caída del funambulismo institucional está garantizada, antes o después. La precipitación sobrevendría en varios formatos posibles: puñaladas entre socios, sanciones del marco jurisdiccional interno, o también desde el tutelaje de Europa. Ni le alcanza a Sánchez entender el defecto genético, retrógrado, involucionista, de su deriva, la perplejidad que suscita. Cuanto más necesaria y urgente es la concertación en Europa, desde la sintonía y rigor de Estados de derecho, más fragmentación vacua, más delirios culturales narcisistas, más dispersión posmoderna, aportan sus maquinaciones.

Que hablar de proyectos políticos de calado en un país que ha omitido durante años reformas de Estado, resulte una quimera, es sintomático de lo enferma que se encuentra la nación en la actual tesitura. La dinámica parlamentaria de sometimiento a los nacionalismos periféricos, consolidada como modelo de gobernabilidad, la que pone su destino en manos de un prófugo de la justicia a beneficio de parte presidencial, la volatiliza. En fraude de ley a la parte programática de la Constitución. Y aquí no cabe equidistancia alguna. Entre la resiliencia de un personaje infausto y la realidad de una nación indisoluble que fundamenta su ley de leyes, la Constitución, veremos cuál se quiebra primero. Quizá sea momento de que la ciudadanía constitucionalista sea militante.

Arrancó ya la política posmoderna de corte patrio para la investidura, esa que ignora consensos básicos y vinculantes con el desfalco subrepticio del Estado y la nación a favor de nacionalismos destituyentes. Este conato recurrente de suicidio político que rima con los peores pasajes de nuestra historia reciente y con la alienación cultivada a espaldas de Europa. Lo que con la Constitución en la mano no se puede dar en precio: amnistía a los sedicentes, referéndum de autodeterminación, condonación de deuda, etc., son ya moneda de cambio en el discurso público para la reedición de Frankenstein. Extorsionan el lenguaje, la lógica, el rigor jurídico y el espíritu de concordia que presidió el éxito de la Transición. Lo posmoderno, se sabe, tiene aversión congénita al orden y a la jerarquía, propias del Derecho.

Pedro Sánchez Constitución
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