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La fragmentación del independentismo lo hace aún más impredecible
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Ramón González Férriz

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La fragmentación del independentismo lo hace aún más impredecible

Los partidos siguen liderando el 'procés'. Pero una parte de aquellos que hasta ahora participaban en él con una entrega religiosa manifiestan abiertamente su recelo

Foto: Manifestación independentista convocada por la ANC. (EFE/Enric Fontcuberta)
Manifestación independentista convocada por la ANC. (EFE/Enric Fontcuberta)
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El procés tiene más de una década de vida. Durante ese tiempo, los independentistas han mostrado una enorme disciplina. Se han manifestado cada vez que la élite nacionalista se lo ha pedido. Han celebrado la proclamación de independencia y han aceptado también su suspensión. Una pequeña minoría incluso ha llevado a cabo desórdenes callejeros cuando la vanguardia organizativa lo ha creído oportuno, y no ha vuelto a hacerlo desde que esta consideró que eran un error estratégico. Los independentistas han seguido a sus líderes cuando parecía que la autodeterminación era viable y les han votado igualmente cuando ha dejado de parecerlo.

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Esto es una muestra del carácter jerárquico del nacionalismo catalán y de su capacidad para movilizar ordenadamente a sus seguidores. El procés fue consecuencia, en gran medida, de la competencia entre Convergència y ERC por liderar el independentismo y conseguir la hegemonía política y cultural en Cataluña. Gracias a su talento para la organización social, sin embargo, las élites independentistas encauzaron esa competición en contra de las instituciones españolas y le dieron una apariencia de unanimidad y consenso, de expresión popular y grito de libertad.

'Kitsch' y sentimentalismo

Viendo la manifestación de ayer, uno podría pensar que eso sigue en pie. El nacionalismo catalán mezcló una vez más la estética kitsch con el sentimentalismo autoritario. La marcha empezó a las 17:14 (en referencia al año 1714, en el que, según la mitología nacionalista, Cataluña quedó sometida a España) y se organizó en cuatro columnas con nombres sonoros que el nacionalismo considera los pilares de la independencia: libertad, lengua, país y soberanía. El lema de la manifestación era “Via fora!”, una expresión que, en la Edad Media, conminaba a los habitantes de una población a salir a las calles para defenderse del enemigo. La Assemblea Nacional de Catalunya (ANC), la organizadora de la marcha, recomendó vestir una camiseta con los colores de la UE, a cuya intermediación supuestamente apelaba la jornada. (La ANC vendía distintos modelos de la camiseta: ayer por la mañana ya estaba agotada la versión para niños, pero aún podía comprarse la de adultos, con o sin mangas, y la bolsa de tela a juego).

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Pero muchas cosas han cambiado. La manifestación de la Diada de ayer fue la más pequeña desde 2012. Y su cometido principal consistió en reprochar a Junts y ERC que se hayan sentado a negociar la investidura de Pedro Sánchez. El manifiesto de convocatoria de la ANC afirmaba que todas las negociaciones del independentismo con el Estado español habían fracasado y que la única opción que queda es impedir la gobernabilidad de España hasta que esta conceda a Cataluña la independencia. Según esta facción del independentismo, frustrada por los reiterados fracasos de sus líderes, la amnistía no frenará la represión y, además, no es necesario pactar ningún referéndum, puesto que el resultado del 1 de octubre tiene plena vigencia. Hasta ahora, Junts y ERC se habían repartido los papeles. El partido de Puigdemont encarnaba la insurgencia y el rechazo a toda negociación con el Estado; el de Junqueras representaba el independentismo institucional y gradualista. Pero ahora los dos partidos están dispuestos a negociar con uno de los artífices del 155 y eso ha trastocado la tradicional organización del procés. Es como si, de repente, los partidos hubieran perdido el control de un movimiento político que hasta ahora habían manejado con enorme libertad de movimientos.

Más fragmentado, más imprevisible

Por supuesto, los partidos siguen liderando el procés. Pero una parte de aquellos que hasta ahora participaban en él con una entrega religiosa manifiestan abiertamente su recelo, como hicieron ayer los que se dirigieron a los manifestantes al final de la marcha. Por supuesto, a quienes nos oponemos a la amnistía, el referéndum o la autodeterminación, estas exigencias nos parecen inasumibles. Pero para un sector del independentismo, no son más que un regreso a la lógica del nacionalismo tradicional que operaba en el marco mental del autonomismo. Son contrapartidas mayores que gestionar una parte del IRPF, la retirada de la Guardia Civil de las carreteras catalanas o una intrusiva política lingüística, la clase de contrapartidas que exigía Jordi Pujol por su apoyo a un Gobierno nacional. Pero a muchos independentistas les parece un regreso a la dinámica —los partidos madrileños dan migajas de poder a cambio de gobernabilidad— que creían haber superado con el rupturismo del procés.

Los defensores de los indultos, la mesa de conversaciones y los cambios en el Código Penal que ha impulsado Pedro Sánchez consideran que estas medidas, así como la negociación de la investidura, han servido para sembrar el desconcierto entre los independentistas y generar nuevos motivos de conflicto interno entre ellos. Eso, dicen, les ha restado capacidad de movilización e impide que se dé la unión de voluntades necesaria para poner en marcha un nuevo procés. En parte, es cierto. Pero sería un error observar la fragmentación del independentismo con satisfacción. La nueva etapa del procés ha vuelto aún más compleja la dinámica original de competencia entre los dos partidos; han aparecido nuevos participantes, si cabe, más radicales, como la propia ANC o las sucesivas encarnaciones de Òmnium. Y en los procesos de vocación insurgente, las luchas entre puros y pragmáticos no suelen ganarlas los segundos.

El procés ha sido nefasto para la política española. Pero, a partir de cierto momento, se volvió previsible: era relativamente fácil saber cómo actuarían los partidos y, tras ellos, sus fieles seguidores. Hoy eso ha cambiado. El procés tiene menos fuerza. Pero se ha vuelto más imprevisible.

El procés tiene más de una década de vida. Durante ese tiempo, los independentistas han mostrado una enorme disciplina. Se han manifestado cada vez que la élite nacionalista se lo ha pedido. Han celebrado la proclamación de independencia y han aceptado también su suspensión. Una pequeña minoría incluso ha llevado a cabo desórdenes callejeros cuando la vanguardia organizativa lo ha creído oportuno, y no ha vuelto a hacerlo desde que esta consideró que eran un error estratégico. Los independentistas han seguido a sus líderes cuando parecía que la autodeterminación era viable y les han votado igualmente cuando ha dejado de parecerlo.

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