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La nación catalana: un mito

No hay buenos y malos nacionalismos, como muchos piensan en España. Todos los nacionalismos, de derechas o izquierdas, centrales o periféricos, más o menos populistas, son peligrosos e incuban violencias

Foto: Una 'estelada' en medio de pompas de jabón hechas por un artista callejero. (EFE/Quique García)
Una 'estelada' en medio de pompas de jabón hechas por un artista callejero. (EFE/Quique García)

Los nacionalistas catalanes están obsesionados desde siempre por lograr el reconocimiento de Cataluña como nación. El tema ha vuelto a reaparecer en las opacas y vergonzosas negociaciones entre el PSOE de Pedro Sánchez, por un lado, y, de otro, el prófugo y expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, y su corte de los milagros de Junts. Si al final no se integra este tema en el acuerdo de amnistía a cambio de nuevo gobierno, ya que ahora lo urgente es salvar política y económicamente a los que se saltaron la ley, malversaron y protagonizaron un golpe de Estado en 2017, se volverá a plantear en breve plazo. Sigue sorprendiendo que entre todos no hayamos aprendido que el nacionalismo catalán es y seguirá siendo insaciable, perverso y desleal. No hay buenos y malos nacionalismos, como muchos piensan en España. Todos los nacionalismos, de derechas o izquierdas, centrales o periféricos, más o menos populistas, son peligrosos e incuban violencias.

En la conferencia que el inefable Puigdemont pronunció en Bruselas el 5 de septiembre pasado, con la voluntad de identificar algunos de los supuestos elementos del conflicto entre Cataluña y España —seguramente resultaría mucho más útil empezar por ver el conflicto fundamental, esto es, entre catalanes y catalanes—, caracterizaba de la manera siguiente uno de ellos: "Cataluña es una nación, una vieja nación europea, que ha visto atacada su condición nacional por los regímenes políticos españoles desde 1714, por lo que ve en su independencia política la única manera de seguir existiendo como nación". La apelación a la historia resulta nítida, con la sacrosanta fecha de 1714 siempre en el lugar central. El problema de la frase es que todo en ella es falso: ni Cataluña es una nación, ni menos todavía una vieja nación europea, ni tampoco ha tenido nunca ninguna condición nacional.

Todo lo expresado por el poco honorable expresidente forma parte de lo que he llamado en alguna ocasión el relato nacional-nacionalista de la historia de Cataluña. Los nacionalistas catalanes otorgan una gran importancia a la construcción de un relato del pasado, generador de identidad y sustentador de intereses y proyectos políticos. Este relato ha sido en el siglo XX, y continúa siendo en el siglo XXI, hegemónico. Ha sido pergeñado por los historiadores para el nacionalismo catalán o bien simplemente apropiado por este, con o sin permiso: desde el neorromanticismo patriótico conservador de Ferran Soldevila al nacional-comunismo romántico de Josep Fontana y Borja de Riquer, sin olvidar a autores como Antoni Rovira i Virgili o Jaume Sobrequés.

Desde finales del siglo XX, el relato nacional-nacionalista en la historia de Cataluña carece, con escasísimas, aisladas y vilipendiadas excepciones, de alternativa. Todos sus tópicos y mitos son repetidos una vez tras otra en las escuelas y en los libros de texto, en la televisión, en los medios de comunicación públicos o altamente subvencionados, en museos o en las actividades o conmemoraciones organizadas por las instituciones autonómicas. Con el tiempo, el dinero, la repetición y buenas dosis de adoctrinamiento, el relato nacional-nacionalista se ha convertido, como si de un entorno religioso se tratara, en verdad y artículo de fe. Cuestionarlo, en consecuencia, equivale a traición, enemistad o quintacolumnismo. El despropósito es manifiesto. El perverso uso y abuso de la historia ha tenido efectos nefastos en una sociedad catalana hipernacionalizada, generando odio a España y contribuyendo a su propia fractura interna.

Foto: Imagen: EC Diseño.

En dicho relato, Cataluña constituye una viejísima nación, que se dotó pronto, entre la época medieval y la moderna, de un Estado, siempre acechado por Castilla-España y en vías de convertirse, a finales del siglo XVII, en un modelo de democracia. El 11 de septiembre de 1714 supuso el fin de una nación y de un Estado. La nación revivió en el siglo XIX, con la Renaixença en lo cultural y con el catalanismo y el nacionalismo en lo político. El Estado propio se convirtió, en cambio, en los siglos XX y XXI, en una deseada e irrenunciable aspiración, a corto, medio o largo plazo. En estos más de mil años de historia hubo, supuestamente, momentos de desnacionalización —el Compromiso de Caspe (1412), verbigracia— y, por encima de todo, mucha resistencia frente a los ataques permanentes de Castilla-España, que fueron evidentes, según reza el relato, en las derrotas de 1714 o 1939.

Desde un punto de vista estrictamente histórico, sin embargo, ni Cataluña es una antigua nación, ni el primer gran Estado-nación de Europa, ni fue un Estado —Cataluña, que formaba parte de una agrupación política mayor, la Corona de Aragón, ha apuntado John H. Elliott, no puede ser considerada ni un Estado completo ni soberano—, ni un modelo de democracia en el siglo XVII e inicios de la centuria siguiente. Tampoco la Guerra de Sucesión o la Guerra Civil española fueron guerras contra Cataluña. La Guerra de Sucesión, a principios del siglo XVIII, fue, por encima de todo, un conflicto dinástico e internacional. Había catalanes en ambos bandos y poblaciones catalanas fieles a una u otra alternativa. El mitificado 11 de septiembre de 1714 y los demonizados decretos de Nueva Planta no simbolizan el final de Cataluña, sino la emergencia de otra.

Resulta imposible pensar una historia de Cataluña al margen de la española y una historia española sin Cataluña

El siglo XVIII fue, a pesar de lo que diga otro historiador de la causa, nacional-marxista, Joaquim Albareda, un tiempo de notable crecimiento económico y de prosperidad de Cataluña. A esta región, los Borbones le sentaron muy bien. En el Ochocientos, la dirigencia catalana, tanto económica como política, contribuyó decisivamente a la construcción del Estado-nación español. Las cosas cambiaron en la coyuntura finisecular. En cualquier caso, resulta imposible pensar una historia de Cataluña al margen de la española y una historia española sin Cataluña.

En el relato nacional-nacionalista y en la obsesión nacionalista por la existencia de una viejísima nación llamada Cataluña tiene un papel importante la implicación política futura que de este hecho se deriva. El nacionalismo catalán ha definido, desde sus orígenes a finales del siglo XIX, a Cataluña como una nación y a España como un Estado, pero no una nación. Lo natural frente a lo artificial. A cada nación, un Estado, apuntaba Enric Prat de la Riba en La nacionalitat catalana (1906), su obra teórica fundamental y una de las referencias esenciales del catalanismo. Para este político, "del hecho de la nacionalidad catalana nace el derecho a la constitución de un Estado propio, de un Estado Catalán". De ahí la necesidad de reconocer a Cataluña como una nación. La nación abre las puertas del Estado: nos encontramos ante una cuestión política firmemente anclada en la historia.

El nacionalismo es una construcción y la nación una construcción de los nacionalistas. Antes del siglo XX no existía ninguna nación, en el sentido político contemporáneo —la aplicación del término sin más al pasado es un abuso historiográfico y una evidente trampa—, llamada Cataluña. Fueron los nacionalistas los que, a partir de finales de la década de 1890, se lanzaron al proyecto de construir una nación y de nacionalizar a los catalanes. Este proceso se hizo contra la nación española y con formas no muy distintas a las aplicadas por los Estados-nación del siglo XIX. La vieja nación catalana es, en fin de cuentas, un mito. La nueva por ahora no existe.

Foto: El secretario de Organización del PSOE, Santos Cerdán. (Europa Press) Opinión
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Ya en 1938, el periodista Agustí Calvet, más conocido como Gaziel, aseguraba en su exilio parisino que las obras que sustentaban este relato nacional-nacionalista, a pesar de basarse en hechos reales, no contaban la verdadera historia de Cataluña, sino la historia del sueño de Cataluña. Gaziel hacía referencia sobre todo a la Història de Catalunya (1934-1935), del ya citado Soldevila, un libro bello e inflamado de "fe catalanesca". Insistía el autor en que a lo largo de algo más de mil años de historia, Cataluña nunca había existido como entidad política. La imagen de Gaziel era muy gráfica: el arca maravillosa que guardaba los sueños patrióticos de los catalanes nacionalistas de su época no había existido nunca en el pasado. Las historias elaboradas desde 1870 narraban hechos reales, sostenía, pero los atribuían a una entidad política y orgánica que era un auténtico "fantasma", esto es, "Cataluña considerada como un Estado catalán". Gaziel criticaba en estas historias de Cataluña, impregnadas de ideal nacionalista, que hicieran converger todos los acontecimientos del pasado hacia la necesidad apriorística de obtener, en tanto que coronación, la plenitud de la nacionalidad catalana en una forma estatal. Nada tenía que ver, como aseguraba Gaziel, la "nació cathalana" de la que hablaba Ramón Muntaner en el siglo XIV con la "nacionalitat catalana" de Enric Prat de la Riba, ya en el siglo XX. La idea del segundo no era una continuidad de la del primero, sino una radical subversión provocada por la emergencia del nacionalismo. El término nación existía antes de la contemporaneidad, pero con un significado distinto, que no implicaba nada político. Era un concepto de otro mundo. Presentismo y anacronismo son malos consejeros; o, asimismo, simples muletas para el engaño y la falsificación de la historia.

Mientras escribo este artículo, en un hotel de Zaragoza, me llega el proyecto de acuerdo entre PSOE y Junts. En los antecedentes no falta ni una alusión a que la sociedad catalana buscaba en el nuevo Estatuto de 2006 el reconocimiento de Cataluña como nación, ni a los decretos de Nueva Planta, del siglo XVIII. Estos decretos conforman otra de las bestias negras del nacionalismo catalán —y, muy particularmente, de Puigdemont—, que sobreestiman sus efectos, maquiavelismo y repercusiones. No hubo ni genocidio cultural ni lingüístico. La situación diglósica fue construida en el interior de la propia sociedad catalana. Los hombres de la Renaixença seguían escribiendo las cosas importantes —no la poesía— en castellano y sin ninguna imposición y, además, reconocían su pertenencia, en nada incompatible, a la nación española y a la patria regional catalana.

Comoquiera que sea, resulta muy preocupante ver como la izquierda española compra el relato del nacionalismo catalán. Lo siguiente va a ser ya, me imagino, asumir que Cataluña es una nación, con la triple consecuencia deducible de ello: tragarse una colosal mentira, reescribiendo la historia; desmantelar —algo más todavía— las bases de nuestro Estado democrático y común, y, asimismo, abrir las puertas al gran sueño húmedo del nacionalismo catalán, que no es otro, siguiendo a Prat de la Riba, que un reconocimiento de la nación que implique, necesariamente, la de un Estado catalán. Algo que nunca existió y que, visto lo visto, sobre todo en Cataluña en la última década, esperemos que nunca se concrete. Todo paso en este sentido es un mal paso.

* Jordi Cana es historiador y profesor-investigador en la EHESS (París).

Los nacionalistas catalanes están obsesionados desde siempre por lograr el reconocimiento de Cataluña como nación. El tema ha vuelto a reaparecer en las opacas y vergonzosas negociaciones entre el PSOE de Pedro Sánchez, por un lado, y, de otro, el prófugo y expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, y su corte de los milagros de Junts. Si al final no se integra este tema en el acuerdo de amnistía a cambio de nuevo gobierno, ya que ahora lo urgente es salvar política y económicamente a los que se saltaron la ley, malversaron y protagonizaron un golpe de Estado en 2017, se volverá a plantear en breve plazo. Sigue sorprendiendo que entre todos no hayamos aprendido que el nacionalismo catalán es y seguirá siendo insaciable, perverso y desleal. No hay buenos y malos nacionalismos, como muchos piensan en España. Todos los nacionalismos, de derechas o izquierdas, centrales o periféricos, más o menos populistas, son peligrosos e incuban violencias.

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