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Vuelta a las andadas con el coste del despido
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José Luis Malo de Molina

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Vuelta a las andadas con el coste del despido

Durante más de 35 años la indemnización por despido improcedente de los contratos fijos se mantuvo en 45 días por años trabajados, aunque la supuesta protección del empleo que a ello se le suponía no impidió tres grandes crisis

Foto: Una persona pasa al lado de una oficina del paro del Paseo de Acacias, a 3 de noviembre de 2023. (Europa Press/Gustavo Valiente)
Una persona pasa al lado de una oficina del paro del Paseo de Acacias, a 3 de noviembre de 2023. (Europa Press/Gustavo Valiente)

Desde el inicio de la democracia, la economía española viene lidiando con los altos costes del despido del empleo fijo que heredó de la dictadura, supuestamente como compensación de la negación y persecución de las libertades sindicales básicas, de las irrisorias prestaciones por desempleo y de las válvulas de escape que suponían las ilimitadas posibilidades de despidos disciplinarios y la emigración masiva al extranjero.

Durante más de 35 años la indemnización por despido improcedente de los contratos fijos se mantuvo en 45 días por años trabajados, aunque la supuesta protección del empleo que a ello se le suponía no impidió tres grandes crisis de desempleo masivo, con cifras cercanas o superiores al 25%, cotas muy superiores a las de países avanzados para los que hubieran resultado inaceptables. Y que dio lugar a una masiva proliferación de los contratos temporales que aliviaban la magnitud de las dificultades para la creación de empleo, al elevado coste de una segmentación dual del mercado de trabajo que condenaba a la precariedad a millones de trabajadores, sobre todo jóvenes, mujeres, y empleados en empresas pequeñas, y que agravaba los problemas endémicos de la baja productividad.

La dura resistencia a modificar lo que para algunos actores sociales relevantes representaba una conquista histórica de los trabajadores, y no una gran falsedad heredada del paternalismo con el que la dictadura trataba de ocultar su modelo laboral de bajos salarios y desamparadas condiciones laborales, mantuvo intacto durante décadas uno de los rasgos más determinantes del ineficiente funcionamiento del mercado de trabajo español. Los convincentes diagnósticos de los expertos y los consejos de los organismos encargados de velar por salud de la economía sobre la necesidad de revisar los costes del despido del empleo fijo cayeron una y otra vez en saco roto para su gran frustración.

La catástrofe laboral que acompañó a la crisis financiera, con masivas caídas del empleo y aumentos desorbitados del desempleo, y que contribuyó a agravarla al multiplicar y hacer más duraderos los efectos recesivos, fue la señal de alarma que por fin precipitó la imperiosa necesidad de un cambio. A esta exigencia respondieron, en lo fundamental, las reformas laborales de 2012 y 2021. La primera vino a modificar, por primera vez, la brecha de incentivos entre los costes de la contratación fija y la temporal mediante una reducción de los costes del despido de los contratos fijos de los 45 días por año trabajado a 33 días. La segunda mantuvo en lo fundamental los cambios de la primera, en contra de la derogación prometida, y abordó más directamente las restricciones a la temporalidad mediante, sobre todo, un fuerte impulso a los contratos fijos discontinuos como potenciales sustitutivos, en mejores condiciones laborales, de los contratos temporales.

El empleo ha resistido mejor que en el pasado estos embates y ha mostrado una capacidad de recuperación más rápida y vigorosa

Ambas reformas han contribuido a la resiliencia que ha mostrado el mercado laboral de trabajo español frente a las perturbaciones recientes de la pandemia y la guerra de Ucrania. El empleo ha resistido mejor que en el pasado estos embates y ha mostrado una capacidad de recuperación más rápida y vigorosa. Ha habido otros factores que han facilitado este mejor comportamiento, como los cambios en la composición demográfica hacia una estructura más proclive a la actividad y la empleabilidad, la adopción de algunas medidas de emergencia y la moderación salarial.

Entre las medidas de emergencia adoptadas destaca el acertado y ágil recurso a los ERTE, que, aunque fuese a un coste presupuestario elevado, evitó una gran contracción del empleo y una eclosión del paro que habrían tenido efectos duraderos, con el consecuente daño sobre la marcha de la economía.

Las políticas públicas salariales y la concertación social tienen una gran responsabilidad en ello

La moderación salarial, resultado de un costosísimo proceso de devaluación interna —como único recuso disponible dentro de una unión monetaria para corregir los desajustes de competitividad que se habían acumulado—, ha facilitado un abaratamiento del coste del trabajo, con sacrificio del poder adquisitivo de los trabajadores empleados, que ha estimulado la creación de empleo, más allá de lo normalmente explicable por el comportamiento de la actividad.

Este panorama de mejoría en el funcionamiento del mercado de trabajo, que todavía arrastra muchas ineficiencias, como demuestran las elevadas tasas de paro, de temporalidad y de parcialidad (y su concentración en jóvenes y mujeres), puede verse amenazado si la relativa bonanza de la ocupación se aprovecha para poner en marcha modificaciones que, lejos de seguir profundizando en las reformas pendientes, conducen a desandar el camino andado.

Pasada la parte más aguda del brote inflacionista de la guerra de Ucrania y el encarecimiento de la energía, se abre una oportunidad a la recuperación del poder adquisitivo de los salarios, pero si ello no se hace de manera compatible con una convergencia hacia tasas de aumento de precios y salarios más reducidas se corre el riesgo de volver a encarecer el coste del trabajo, con el inevitable desincentivo para el empleo. Las políticas públicas salariales y la concertación social tienen una gran responsabilidad en ello.

Foto: Un trabajador de la hostelería, en Córdoba. (EFE/Salas)

Tendría más gravedad aún, por sus repercusiones estructurales, que, lejos de seguir en la senda de alinear mejor los incentivos a la contratación fija con el resto de las modalidades de contratos, se volviera a encarecer el coste del despido de los empleos fijos. Se podría deshacer en pocos meses, lo que costó más de 35 años enderezar. Volveríamos a dificultar la creación de empleo y a obstaculizar el acceso al empleo estable. Se favorecería al segmento más protegido del mercado laboral al coste de poner las cosas más difíciles a los sectores más necesitados de oportunidades y protección. No merece la pena volver a las andadas.

Un paso atrás en esa dirección vendría a reavivar la imagen de una economía sin capacidad reformista para resolver sus problemas estructurales en parcelas tan sensibles para su eficiencia y productividad como el mercado de trabajo. Estaríamos atrapados en un tejer y destejer inmovilista, muy alejados del impulso reformador de las últimas décadas del siglo pasado que tan buenos frutos rindió en la modernización de la economía y acercamiento a los países más avanzados.

Desde el inicio de la democracia, la economía española viene lidiando con los altos costes del despido del empleo fijo que heredó de la dictadura, supuestamente como compensación de la negación y persecución de las libertades sindicales básicas, de las irrisorias prestaciones por desempleo y de las válvulas de escape que suponían las ilimitadas posibilidades de despidos disciplinarios y la emigración masiva al extranjero.

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