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La ejemplaridad de los cargos públicos: el caso del diputado Alberto Rodríguez
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La ejemplaridad de los cargos públicos: el caso del diputado Alberto Rodríguez

En el momento presente, el TC está sufriendo, como en otros momentos históricos, una excesiva exposición pública, debido —se dice— a su proximidad al Gobierno actual

Foto: El presidente del Tribunal Constitucional, Cándido Conde-Pumpido. (EFE/Chema Moya)
El presidente del Tribunal Constitucional, Cándido Conde-Pumpido. (EFE/Chema Moya)

El Tribunal Constitucional constituye una pieza esencial de nuestro sistema constitucional. Es único en su orden y tiene la función principal de ser el guardián de la Constitución, pero no del resto del ordenamiento jurídico. Es el supremo intérprete de la constitución, pero como ha sido declarado últimamente, la Constituciónno es una hoja en blanco que el legislador pueda reescribir a su capricho”.

Siendo único en su orden, su autoridad se ve hoy limitada, por un lado, por el Tribunal de Justicia de la UE en cuanto guardián de los tratados comunitarios y del derecho derivado, y de otro, por el TEDH, como garante del Convenio Europeo de Derechos Humanos. También en el plano nacional comparte jurisdicción con el TS, siendo este el órgano superior en todos los órdenes jurisdiccionales, salvo en materia de garantías constitucionales (Art. 123 CE).

Esta posición del TC en la cúspide del sistema, en materia de garantías constitucionales, hace que su función sea delicada y de máxima precisión, no debiendo interferir salvo en casos muy granados para corregir al Tribunal Supremo, máxime en materia penal. En caso contrario suele producirse, lo que en la doctrina se denomina guerra de cortes o tribunales, con el lógico desprestigio y desgaste de las instituciones, derivando de dicho enfrentamiento una situación de inseguridad jurídica que los Tribunales deben evitar, pues están para pacificar los conflictos y no para agravarlos.

En el momento presente, el TC está sufriendo como en otros momentos históricos, casos Rumasa (STC 111/1983), bajo la presidencia del profesor García Pelayo, o del Estatuto de Cataluña (STC 31/2010), bajo el mandato del magistrado Pascual Sala, una excesiva exposición pública, debido —se dice— a su proximidad al Gobierno actual.

Foto: Pilar Llop, Isabel Rodríguez y Félix Bolaños en rueda de prensa. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

Los tribunales constitucionales suelen estar en el ojo del huracán, en especial cuando descienden o hacen acto de presencia en la political arena, sin la debida contención. Corresponde, por tanto, a sus miembros y en especial a su presidente, evitar ese riesgo de politización siempre presente en los tribunales constitucionales, como advirtió hace años, desde su autoridad, Otto Bachoff.

La reciente sentencia del TC (Pleno), de 16 de enero de este año, resolviendo el caso del diputado de Podemos Alberto Rodríguez, que fue condenado por el TS (Sala de lo Penal) como autor de un delito de atentado a agentes de la autoridad, por el que fue condenado con la atenuante muy cualificada de dilaciones indebidas (por su duración excesiva, más de siete años), a la pena de un mes y 15 días de prisión, con la accesoria de inhabilitación especial para el sufragio pasivo durante el tiempo de condena, señalándose que “la pena de prisión se sustituye por la pena de multa de 90 días con cuota diaria de seis euros”, constituye un mal ejemplo por exceso, a mi juicio, de ejercicio de la jurisdicción constitucional en amparo.

Foto: El exdiputado de Unidas Podemos Alberto Rodríguez durante una intervención en el Congreso. (EFE)

Y no solo por el peligro que encierra al anular la sentencia de la Sala de lo Penal del TS, y manipular la condena bajo el manto del principio de proporcionalidad de la pena impuesta, como hizo el TC en la STC 136/1999 (caso Mesa Nacional de Herri Batasuna) sustituyendo una mínima condena penal con accesoria de inhabilitación especial, por otra de multa ya cumplida, sin consecuencias prácticas para el recurrente en amparo, pero sí para el debido equilibrio entre jurisdicciones, sino por el mensaje tan poco pedagógico para la ciudadanía de que los cargos públicos no deben ser ejemplares y que vale cualquier consideración de la condición personal del autor —diputado en el Congreso en este caso—, para ver, de una forma u otra, aligerado el reproche penal a su conducta de atentado contra agente de la autoridad, máxime si se hace desde la óptica de la sentencia, de evitar “el reproche inútil de coacción” (concepto nuclear de la sentencia), tras una alambicada construcción derivada de la prohibición de interpretación extensiva o analógica del principio de legalidad penal (art. 25.1 CE)

La sola lectura de los efectos declarativos o platónicos —que diría el antiguo presidente Jiménez de Parga de la estimación del amparo— recuerda que no siempre el aforismo hard cases make bad law responde a la realidad, sino que en otras ocasiones es el activismo judicial del que hace gala en esta y otras sentencias el Tribunal Conde-Pumpido el que se impone, lo que alienta y no evita las críticas en ocasiones exacerbadas que contra el alto tribunal se pronuncian desde instancias políticas o no gubernamentales.

Seguramente el mejor test de lo dicho se encuentra en que si en vez del caso del diputado Rodríguez nos hubiésemos encontrado con un caso de un diputado de los aledaños de la derecha o mejor aún de un simple ciudadano en situación idéntica a la del diputado de Podemos, el asunto se hubiese despachado con una de los miles de providencias de inadmisión, con las que el TC resuelve los recursos de amparo anónimos, no haciendo con ello honor a su nombre de tribunal de garantías constitucionales.

*Manuel Pulido Quecedo es profesor de Derecho Constitucional y abogado.

El Tribunal Constitucional constituye una pieza esencial de nuestro sistema constitucional. Es único en su orden y tiene la función principal de ser el guardián de la Constitución, pero no del resto del ordenamiento jurídico. Es el supremo intérprete de la constitución, pero como ha sido declarado últimamente, la Constituciónno es una hoja en blanco que el legislador pueda reescribir a su capricho”.

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