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El independentismo ha descubierto lo obvio: que no es mayoritario
Empieza un proceso de transición en el que esa mitad de Cataluña —que da por hecha que la suya es la verdadera identidad catalana— deberá asumir que la otra mitad puede ser ocasionalmente mayoritaria en la política catalana
Desde las elecciones de 1984, ha habido una mayoría nacionalista en el Parlament de Cataluña. Durante los cuatro años en que Josep Piqué fue el líder del PP catalán, entre 2003 y 2007, se podría haber afirmado incluso que todas las formaciones representadas eran catalanistas. El consenso era tal que se llamó a Cataluña un “oasis”.
Esa aparente conformidad ocultaba que el nacionalismo catalán, y singularmente Convergència i Unió, se sostenía con prácticas clientelares y una interpretación muy poco liberal de la democracia. Pero en 2012 los nacionalistas estimaron que ese predominio era demasiado poco. Querían más, se volvieron independentistas e iniciaron el procés. Exigieron un referéndum que les permitiera decir que existía una mayoría que les apoyaba para ir más allá. Porque ese supuesto consenso generó entre los nacionalistas el espejismo de que en Cataluña había una amplia mayoría social de su lado. Pero no era así: sucedía solo que la mitad de la población no nacionalista vivía en un estado de desánimo o de desmovilización.
Uno de los lemas en favor del referéndum fue “Comptem-nos!” (“contémonos”). Pero el 8 de octubre de 2017 los independentistas más honestos empezaron a ver el potencial error de su estrategia. Ese día, por primera vez en la historia de la democracia, hubo en Cataluña una manifestación constitucionalista transversal y robusta. No fue muy grande, pero no solo acudió la mezcla habitual de intelectuales antinacionalistas y militantes del PP y Ciudadanos, sino también miembros de esa parte de la sociedad que, como muchos votantes del PSC, nunca había querido significarse contra el nacionalismo o que, hasta entonces, había podido vivir bajo él sin una excesiva irritación. Y entonces, como digo, algunos independentistas empezaron a dudar de su capacidad para conseguir aglutinar la gran mayoría que prácticamente daban por sentada. ¿Y si habían despertado a un adversario que durante muchos años apenas les había molestado?
En los ocho años transcurridos desde entonces, esa sensación se ha ido ampliando entre los independentistas. Porque, por supuesto, la manifestación fue lo de menos. Ese año, 2017, la suma de Junts, ERC y CUP alcanzó los 2,1 millones de votos. Anteayer, esos tres partidos sumaron poco más de 1,2 millones. Y, por primera vez en treinta años, se escogió un Parlament sin mayoría nacionalista.
Una constatación difícil de digerir
La élite independentista ya es plenamente consciente de que el procés despertó a los no nacionalistas hasta tal punto de que estos son, desde anteayer, políticamente mayoritarios. Pero la gestión de este hecho va a ser muy dura para ella. Carles Puigdemont puede intentar ignorarlo; ayer ya reiteró, de manera ridícula, que tiene una mayoría de su lado, y algunos de sus partidarios han dicho que eso podría manifestarse en unas nuevas elecciones, cuando pueda hacer campaña en Cataluña y, una vez eliminado el amateur de Pere Aragonès, enfrentarse a Oriol Junqueras. Es poco probable. Los votantes más realistas de ERC creen que deben buscar nuevas vías para alcanzar un apoyo a la independencia que vaya mucho más allá del 42% actual (según el CEO).
Pero sea cual sea el gobierno que salga de estas elecciones, y de su probable repetición, la transición para el independentismo será enormemente complicada. Buena parte de las biografías personales de sus líderes y de sus partidarios, su forma de entender la política y hasta el compromiso vital, su visión de la cultura y de la empresa, han estado íntimamente vinculadas al procés, a la idea de que la independencia era posible y de que, como decía otro de los manoseados lemas de estos últimos años, “els carrers sempre seran nostres” (“las calles siempre serán nuestras”). Pero hoy deben convivir con una idea que es novedosa para ellos: que quienes se abstienen, se sienten desganados o incluso engañados, son ahora muchos independentistas. Si esos abstencionistas hubieran ido a votar, dicen, el resultado habría sido otro. Exactamente lo que se dijeron durante décadas los no independentistas.
No creo que esto sea el fin del 'procés'. O no exactamente. Ni Puigdemont ni Junqueras parecen dispuestos a bajarse del escenario
No creo que esto sea el fin del procés. O no exactamente. Ni Puigdemont ni Junqueras parecen dispuestos a bajarse del escenario. Aunque resulte improbable, el primero hasta podría volver a ser presidente. Pero sí creo que empieza un proceso de transición en el que esa mitad de Cataluña —más rica, que habla catalán, que da por hecha que la suya es la verdadera identidad catalana— deberá asumir que la otra mitad puede ser ocasionalmente, o incluso de manera estructural, mayoritaria en la política catalana. Deberá digerir la idea de que no es que no haya una mayoría suficiente para ganar un referéndum de independencia, sino que ahora mismo no la hay ni siquiera para que el Parlament lo convoque. Por eso mismo, como conté en mi última columna, pienso que en este periodo de transición los partidos del procés, aunque no dejen de hablar de la independencia para intentar mantener ilusionados a sus alicaídos votantes, asumirán que su tarea ya es otra: defender una identidad que sienten que está amenazada por Madrid, el resto de España, el PP y Vox y, ahora también, por la articulación política de la mayoría catalana no nacionalista. Darán un giro identitario si cabe más radical.
El nacionalismo rompió voluntariamente un ecosistema político que le era extremadamente favorable. Los doce años transcurridos desde entonces han sido una gran pérdida de tiempo. Pero aunque no termine el procés, es evidente que para los nacionalistas empieza un tiempo mucho más incómodo. Eso debería traducirse en un tiempo mucho más cómodo para el resto de los españoles. Pero no estoy seguro de que vaya a ser así.
Desde las elecciones de 1984, ha habido una mayoría nacionalista en el Parlament de Cataluña. Durante los cuatro años en que Josep Piqué fue el líder del PP catalán, entre 2003 y 2007, se podría haber afirmado incluso que todas las formaciones representadas eran catalanistas. El consenso era tal que se llamó a Cataluña un “oasis”.
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