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Los indultos de la discordia y el desarme del Estado
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Los indultos de la discordia y el desarme del Estado

Tiene razón José María Lassalle al señalar que el mayor peligro de estos indultos es que, pregonando la concordia, agudicen la discordia. Además, añado yo, que estimulen más la confrontación que la pacificación del conflicto

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Reuters)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Reuters)
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Según la prédica del Gobierno y de quienes defienden su posición, la utilidad pública de los indultos deriva de la esperanza de que produzcan tres efectos benéficos: fortalecer el Estado democrático, facilitar una solución política al problema de Cataluña dentro del marco constitucional y “restablecer la convivencia y la concordia”.

Solo en el futuro se sabrá con certeza si esos efectos fueron reales o imaginarios y si los indultos resultaron curativos o infecciosos. Todo lo que se diga ahora son meras opiniones. La mía es que no fortalecen el Estado, sino que contribuyen a desarmarlo. Que no nos aproximan a una solución constitucional del conflicto, sino que nos alejan de ella. Que no generarán convivencia y concordia, sino que aumentarán la confrontación y la discordia (de hecho, ya lo están haciendo).

En 2017, el Estado estaba razonablemente bien armado para hacer frente a un golpe institucional. La Constitución ofrecía un instrumento político, el artículo 155, que, bien usado en el momento adecuado (por ejemplo, el 7 de septiembre), habría evitado tener que acudir a la Justicia. El frente político de los defensores de la Constitución estaba activado y unido en lo fundamental, tanto en el Parlamento español como en el catalán. El Código Penal ofrecía cobertura legislativa suficiente para sancionar los delitos que se cometieran. El sistema judicial estaba preparado para entrar en acción si fuera necesario, y no se cuestionaba su legitimidad para hacerlo. La democracia española disponía de respaldo unánime en Europa para defenderse de sus agresores. Y en última instancia, el jefe del Estado estaba en condiciones de ejercer su función desde una autoridad moral indiscutida.

Los dirigentes independentistas sobrevaloraron la evidente debilidad de aquel Gobierno, y ello los animó a precipitar la asonada. El Gobierno zozobró el 1 de octubre, como ellos esperaban. Pero el resto de los mecanismos de autoprotección del Estado entraron en funcionamiento y lograron restablecer el imperio de la ley.

Todo lo que ha hecho el frente secesionista a partir de entonces se ha encaminado a neutralizar uno por uno los dispositivos políticos, institucionales, legales y operativos que lo frenaron hace tres años. Y desde la investidura de Sánchez, todo se ha hecho con la permisividad —cuando no la colaboración activa— del Gobierno de España.

Primero se enervaron los instrumentos políticos. Se demonizó el 155 hasta hacer impensable su utilización. Se rompió el frente constitucional, atizando una polarización iracunda. Se secuestró políticamente al Gobierno, haciendo depender su subsistencia del apoyo de los secesionistas. Se sometió al jefe del Estado a una operación de acoso y derribo que haría imposible hoy una intervención como la del 3 de octubre. Y se introdujeron múltiples grietas y sombras de duda en el respaldo europeo a España. Borrell se fue y Puigdemont está triunfando en su misión evangelizadora, sin resistencia alguna por parte de las fuerzas gubernamentales.

Foto: El 'president' de la Generalitat, Pere Aragonès. (EFE)

A continuación vino la desactivación del entramado legal. La desautorización sistemática de la sentencia del Supremo y del propio tribunal, de la que forman parte los indultos. La falsa dicotomía 'política versus justicia', repetida hasta la náusea. La campaña monclovita para presentar a los jueces como un colectivo vengativo y revanchista, saboteador del diálogo. El descrédito internacional de la Justicia española, primero consentido y después alimentado por el propio Gobierno. El anunciado despojamiento de las facultades del Tribunal Constitucional para asegurar el cumplimiento de sus sentencias. La reforma del Código Penal, que abre un boquete de impunidad. Como ha explicado Tomás de la Quadra-Salcedo, si la rebelión exige violencia física y la sedición se reconvierte en un delito menor de desórdenes públicos, no quedará vivo ningún tipo aplicable a hechos como los del otoño de 2017 en Cataluña. La prevaricación constitucional resultará penalmente gratuita. Todo ello culmina con el insólito espectáculo del Gobierno de Sánchez apostando claramente por la derrota de la Justicia española en el Tribunal de Estrasburgo.

Si se desarma el Estado por la vía política y también por la vía legislativa y judicial, en la práctica la repetición del desafío queda en manos del criterio político de los independentistas y del dudoso resultado de una desigual mesa negociadora a la que el Gobierno acude hipotecado por sus interlocutores. En una hipotética reedición del golpe, todos los instrumentos del Estado estarían más débiles que hace tres años. Cantamos línea y seguimos para bingo.

Los indultos así fabricados no ayudan a una solución política admisible porque, lejos de incentivar el regreso al marco constitucional y estatutario, los espolean en la dirección opuesta, como todas las conquistas que se obtienen sin contrapartida. Lo dijo Jordi Cuixart: para ellos, esta decisión es una prueba de que el Estado español puede ser doblegado (es asombrosa la sordera tenaz de algunos cuando los 'indepes' cuentan lo que piensan, que es casi siempre).

La famosa solución política se aleja porque todo queda reducido a una UTE (unión temporal de empresas) entre dos partidos, el PSOE y ERC. En ella, el punto máximo al que puede llegar el PSOE está muy lejos del punto mínimo que puede aceptar ERC, y lo que queda en medio se llama Constitución española. Pero aunque saltaran ese muro y apañaran algo, ni uno ni el otro tienen fuerza suficiente para imponerlo en sus respectivos campos. Ni la derecha española se prestaría a ello —siendo sus votos imprescindibles— ni las otras fuerzas independentistas se comerían un plato a medio guisar cocinado por Junqueras para asegurarse dos décadas de poder en Cataluña.

Foto: Los nueve condenados por el juicio del 'procés'. (EFE)

Los indultos así decididos son, en fin, una medida profundamente divisiva. En España, solo servirán para envenenar aún más la bronca entre la izquierda y la derecha, agravar el enfrentamiento entre el poder ejecutivo y el judicial y bloquear los espacios de consenso en este tema y en todos los demás. En Cataluña, certifican la condena a las catacumbas de la sociedad no nacionalista y ni siquiera aproximan entre sí a los nacionalistas, más bien exacerban su competición por la hegemonía.

Tiene razón José María Lassalle al señalar que el mayor peligro de estos indultos es que, pregonando la concordia, agudicen la discordia. Además, añado yo, que estimulen más la confrontación que la pacificación del conflicto, al reactivar las expectativas de la parte agresora. Y, sobre todo, que contribuyan al desarme del Estado y al descrédito de nuestra democracia. Todo por 13 monedas de plata.

Muchos demócratas intachables opinan exactamente lo contrario, lo sé. Para saber quién está en lo cierto, basta con dejar hacer a la dupla Sánchez-Junqueras durante dos o tres años y comprobar los resultados.

Según la prédica del Gobierno y de quienes defienden su posición, la utilidad pública de los indultos deriva de la esperanza de que produzcan tres efectos benéficos: fortalecer el Estado democrático, facilitar una solución política al problema de Cataluña dentro del marco constitucional y “restablecer la convivencia y la concordia”.

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