Una Cierta Mirada
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"Las palabras tienen género, los seres vivos tienen sexo"
Es necesario hallar una fórmula legislativa adecuada para defender eficazmente los derechos de aquellas personas que se sienten radicalmente incompatibles con su sexo biológico de origen
Tomo prestada esta aclaración lexicosemántica del Diccionario Panhispánico de Dudas, una obra consensuada por las 22 academias de la lengua existentes en otros tantos países de habla hispana. Por algún motivo sospechoso, las cuestiones más esquinadas del debate público se oscurecen deliberadamente con la introducción masiva de lenguajes codificados, jerigonzas indescifrables para el común de los mortales, neologismos traicioneros y puñaladas traperas a la sintaxis. Sucede cuando se priva al idioma de su función primigenia de instrumento de comunicación para convertirlo en lo contrario: un parapeto destinado a bloquear la comprensión de aquello que, si se expresara con claridad, resultaría inasumible para la mayoría.
En un mundo acostumbrado durante siglos a la idea de que los seres humanos, como la mayoría de las especies animales, nos dividimos biológicamente en dos sexos, es necesario hallar una fórmula legislativa adecuada para defender eficazmente los derechos de aquellas personas que se sienten radicalmente incompatibles con su sexo biológico de origen, evitando que reciban por ello un trato discriminatorio o injusto.
El problema no tenía solución en el pasado; afortunadamente, en esta como en tantas otras cosas, la ciencia acudió en nuestro auxilio y hoy es posible ofrecer a esas personas la posibilidad de adoptar una identidad sexual acorde con su equilibrio emocional y con una vida digna y feliz. La función de la ley es garantizar, además, que sus derechos de ciudadanía no sufran merma alguna.
Todo eso es pura civilización. A condición de que no se convierta todo en un maremágnum de confusión en el que, además de la gramática, resulten pisoteados también la racionalidad de los conceptos y la dimensión y prioridad de los problemas y de sus soluciones, convirtiendo el problema humano de una minoría —auténtico, real y, afortunadamente, soluble— en una batalla campal sembrada de trampas ideológicas que pretenda trastocar la genética a golpe de BOE.
Soy incapaz de discernir a través de qué enrevesados caminos ha llegado a confundirse el problema de la transexualidad y su tratamiento legal con la causa histórica de la igualdad de oportunidades y derechos entre las mujeres y los hombres. Es evidente que la igualdad civil —que no biológica— entre los seres de uno y otro sexo no puede pasar racionalmente por decretar en un Parlamento la indiferenciación sexual de la especie humana. Tan evidente como que la forma de acabar con la discriminación racial no es abolir las razas en una ley o declarar que el hecho de nacer blanco, negro o amarillo puede anularse mediante un mero acto volitivo. En el mejor de los casos (me refiero a la intención), se trataría de un atajo engañoso y contraproducente que frenaría más que impulsar la verdadera lucha por la igualdad de los seres humanos, sin discriminación por razón de sexo o de raza. En el peor, de un acto de demagogia populista montado sobre la sinrazón y, por ello, tan efectista como estéril y probablemente regresivo. No se acaba con la pobreza decretando su desaparición ni con la guerra proscribiendo reglamentariamente los conflictos.
En todo caso, estamos ante un debate completamente indescifrable para el 90% de la población, y creo que me quedo corto en el porcentaje. A ello contribuye la espesura insufrible del vocabulario y de los argumentos que se usan a ambos lados de la trinchera, donde se comportan más como sectas rivalizando por espacios de poder que como colectivos sinceramente ocupados en hallar soluciones equitativas para mejorar la sociedad.
Aun así, supongamos que tiene sentido plantear legalmente que la única vía para reconocer y proteger a las personas transexuales (que, probablemente, no lleguen al 1% de la población) sea decretar la elección libre e irrestricta de sexo para toda la población. Las connotaciones de todo tipo que connotaría una decisión de ese tipo (morales, culturales, sociológicas, económicas, incluso administrativas) y la necesidad de que la sociedad digiera algo que subvierte desde la raíz creencias atávicas de siglos son incompatibles con los apresuramientos legislativos del partido promotor de la iniciativa (Podemos) y de su acompañante necesario en esta aventura (el partido de Sánchez).
Si esto fuera algo más que un brindis al sol, debería exigirse más bien lo contrario: un estudio reposado de la medida desde todos los ángulos, un amplio debate social (a ser posible, en términos comprensibles), la participación de los expertos en todas la áreas afectadas por la medida —empezando por los científicos y los juristas— y una preparación cuidadosa de su puesta en práctica. Además de intentar un amplio consenso político e institucional para evitar que un simple cambio de mayoría suponga la inmediata derogación de la norma cuando ya haya producido efectos irreversibles en la vida de muchas personas.
No se declara el fin de los sexos exclusivamente para justificar un ministerio, ni se parte por la mitad algo tan serio como el movimiento feminista por una cuestión de hegemonía política en algo que debería ser esencialmente transversal. La razón que, a mi juicio, asiste a Carmen Calvo en su crítica al proyecto de ley (aprobado por un Consejo de Ministros en el que ella participó) la perdió con aquel nefando “no, bonita, no” con el que pretendió firmarse a sí misma y a las de su 'lobby' un título de propiedad exclusiva y excluyente sobre la causa de la igualdad.
Puede defenderse con argumentos consistentes —aunque no se compartan— la indiferenciación sexual en el orden jurídico. Sin duda, es un asunto importante. Lo que no hay forma de sostener, en el momento que vivimos, es que eso tenga que ser tramitado precisamente ahora por la vía de urgencia, cercenando el debate y la posibilidad real de introducir objeciones, enmiendas y matices. Salvo que se trate únicamente de aprovechar que te entregaron un ministerio durante una temporada para crear un hecho consumado que te permita al menos levantar una bandera en la próxima campaña electoral.
No es Podemos quien tiene el problema (ellos saben mejor que nadie que están de paso en el poder), sino Sánchez. Si finalmente se traga esta píldora por tener la fiesta en paz con el socio, someterá a su base electoral, una vez más, a una digestión problemática. Abrirá un foco peligroso de tensión en uno de los escasísimos espacios de su partido que aún no ha logrado convertir en camposanto. Y terminará de confirmar que es ideológicamente omnívoro: come de todo lo que le permita ir tirando, hasta que se rompa la cuerda (la cordura se perdió hace tiempo).
Tomo prestada esta aclaración lexicosemántica del Diccionario Panhispánico de Dudas, una obra consensuada por las 22 academias de la lengua existentes en otros tantos países de habla hispana. Por algún motivo sospechoso, las cuestiones más esquinadas del debate público se oscurecen deliberadamente con la introducción masiva de lenguajes codificados, jerigonzas indescifrables para el común de los mortales, neologismos traicioneros y puñaladas traperas a la sintaxis. Sucede cuando se priva al idioma de su función primigenia de instrumento de comunicación para convertirlo en lo contrario: un parapeto destinado a bloquear la comprensión de aquello que, si se expresara con claridad, resultaría inasumible para la mayoría.
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