Con el raca-raca oficialista de derrocar el franquismo con medio siglo de retraso, solo están consiguiendo que muchos españoles jóvenes condenados a la precariedad vital decidan apuntarse a un pasado que desconocen
Sánchez interviene en el acto 'España en libertad' por los 50 años de la muerte del dictador. (EFE)
Mil años tardó en morirse
Pero por fin la palmó;
Los muertos del cementerio
Están de fiesta mayor
Joaquín Sabina. Adivina, Adivinanza. (La Mandrágora, 1981)
Observen la fecha de la canción. Cuando Joaquín Sabina pudo dar a conocer ese retrato —genial, burlesco, macabro— del entierro de Franco, el fiambre del tirano llevaba seis años bajo la losa del Valle de los Caídos. Pero si Sabina y sus compañeros hubieran interpretado esa pieza en La Mandrágora al final de 1975, con el entierro reciente, lo menos que les habría caído sería una tortura en los calabozos de Sol y veinte años de cárcel. Claro que lo habrían hecho a local desierto, porque nadie en sus cabales se metería en semejante emboscada. Seis años después, el disco "La Mandrágora" fue un éxito fabuloso y lanzó a Sabina a la fama.
En su magnífico libro recién publicado sobre la muerte de Franco, Miguel Ángel Aguilar evoca a Víctor Márquez Reviriego, que se refería irónicamente a "los antifranquistas póstumos" que proliferaron como setas cuando serlo ya salía gratis. Tras la primera erupción, el antifranquismo póstumo nos dejó en paz una temporada, pero ahora ha regresado con su peor cara, la del cinismo oportunista. Además de póstumo, es postizo.
En 2025, el Consejo de Ministros, el Parlamento, las redes sociales, los tabloides oficialistas y las tertulias donde campan estómagos agradecidos, se han poblado de antifranquistas póstumos que tienen la suerte de no haber sufrido la dictadura y la desgracia de ignorar la historia de España, entre todo lo que abarca su ignorancia.
Durante décadas, solo celebraba el 20-N un grupo minúsculo de nostálgicos que cabían en dos microbuses y perdían la mañana haciendo el ridículo en Cuelgamuros. Pero, últimamente, el régimen sanchista prodiga incontables homenajes al franquista, especialmente cuando se ve en apuros o, simplemente, ayuno de ideas sobre el presente y el futuro de España (lo que le pasa casi a diario). El antifranquismo como burladero y hundir a la pobre Rosalía es todo lo que se les ha ocurrido últimamente a los gurús monclovitas para torear el morlaco de la Justicia. Están deseando llegar al verano del 26 por si los chicos de De la Fuente les dan un respiro ganando el Mundial.
Durante décadas, solo celebraba el 20-N un grupo minúsculo de nostálgicos que perdían la mañana haciendo el ridículo en Cuelgamuros
Con el raca-raca oficialista de derrocar el franquismo con medio siglo de retraso —incluso de ganar la guerra civil de cien años atrás— solo están consiguiendo que muchos españoles jóvenes condenados a la precariedad vital decidan apuntarse a un pasado que desconocen, más que nada por molestar a sus mayores.
No sé lo que Sabina imaginó que harían los muertos del cementerio en noviembre de 1975, pero sí sé que, entre los vivos, el ambiente de esos días no fue precisamente de fiesta mayor. Los partidarios del régimen, que no eran pocos, andaban mustios por la pérdida de su caudillo. La mayoría silenciosa, constituida en clase media, expectante y preocupada por el peligro de un nuevo estallido de violencia fratricida que se llevara por delante el incipiente ascensor social del desarrollo. Y los antifranquistas activos, mayormente acojonados ante una probable oleada represiva (aquella "operación Lucero" diseñada por el Gobierno de Arias Navarro) que, se decía, llevaría a miles de activistas a la cárcel o a algún sitio peor. Los militantes de la izquierda andábamos más ocupados en buscar lugares seguros donde dormir que en descorchar champán. De hecho, no estaba el ambiente para pedir en la tienda de la esquina un par de botellas de cava, aunque fuera nacional.
El decrépito dictador decidió irse como llegó: fusilando. Dos meses antes del deceso apenas podía sostenerse en pie, pero firmó y ordenó ejecutar cinco penas de muerte que sonaron tanto a despedida como a advertencia. Fue la rúbrica de una existencia sórdida a la que correspondió un final esperpéntico. Presentar aquellas jornadas siniestras como el inicio de la democracia en España es peor que una falsedad histórica: es un insulto a la democracia.
Lo que sobrevino en la sociedad española tras la muerte de Franco fue una sombra gigantesca de incertidumbre que solo comenzó a tornar en esperanza —vacilante, imprecisa, pero esperanza al fin— cuando, meses más tarde, el Rey y Adolfo Suárez comenzaron a despejarla con firmeza suficiente para que las fuerzas democráticas decidieran darles una oportunidad, con reparos al principio y decididamente después.
La Transición fue un éxito histórico nacido de dos fracasos: el fracaso de los antifranquistas en derrocar la dictadura y el fracaso de los franquistas en prolongarla más allá de la vida del dictador. Ambas partes necesitaron algún tiempo para convencerse de que sus respectivas pretensiones eran inviables. Solo entonces comenzó a abrirse paso la única solución posible, una bien extraña: consumar un proceso constituyente sin previo acto destituyente.
Fue la sociedad española quien decidió el camino. Ella fijó el rumbo y estableció los límites que no permitiría que se rebasaran. Su primer y más taxativo mandato fue preservar a toda costa la paz civil. El mérito de los políticos fue entender el mensaje y atenerse a él, sabiendo que quien no lo hiciera recibiría una represalia social fulminante. Frente a la democracia, solo quedaron los militares golpistas y los terroristas, formando una tenaza truculenta hacia el precipicio.
La Transición fue un éxito nacido de dos fracasos: el de los antifranquistas en derrocar la dictadura y el de los franquistas en prolongarla
Lástima que entonces no anduvieran por allí los Sánchez, Iglesias y Yolanda Díaz. Sin duda, ellos tendrían la fórmula para derribar el franquismo en un pispás. Lástima que no estuvieran Junqueras, Puigdemont y Otegi, porque ellos habrían conseguido la independencia de Cataluña y Euskadi en un par de semanas. Y lástima para el otro lado que tampoco estuvieran los Abascal y Alvise Pérez, que habrían metido en cintura al Rey y a los rojos y asegurado la orden de Franco de dejarnos a todos atados y bien atados.
Lo peor de la actual generación de políticos ineptos y autorreferenciales es la soberbia. Puesto a imaginar el pasado, me parece más fundado agradecer que el ganado político de hoy no estuviera entonces al mando de España, porque habríamos padecido una nueva catástrofe nacional del género chapucero.
Para muchos españoles de la época, quizá el recuerdo más impactante de aquellos días fue la tortura sádica a la que la familia y los médicos de Franco sometieron a aquel cuerpo exánime, en un esfuerzo miserable por mantenerlo artificialmente vivo unos días más.
Para muchos, quizá el recuerdo más impactante fue la tortura sádica a la que la familia y los médicos de Franco sometieron a aquel cuerpo
El propósito era poco cristiano: el 26 de noviembre había que renovar la presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino —las dos piezas clave del entramado institucional de la dictadura— y Franco debía llegar vivo a ese día para amarrar un nuevo mandato de Alejandro Rodríguez de Valcárcel, miembro destacado del búnker franquista. Si lo hubieran logrado, el Rey no habría podido nombrar a Torcuato Fernández Miranda ni después a Adolfo Suárez y la historia posterior habría sido muy distinta.
Quienes no vivieron esa época —que son ya la mayoría de los españoles y pronto serán todos— fueron afortunados. El franquismo no fue un régimen solo odioso, también cutre y mugriento. Una dictadura paleta, cateta y pacata. Ni siquiera fascista: clerical-autoritario y basta. En su última etapa, el olor mezclado de cuartel y sotana se hizo aún más insoportable al mezclarse con el tufo a colonia de quienes se llamaban "tecnócratas" porque sabían sumar.
En cuanto al personaje, reunió los rasgos comunes de casi todos los dictadores del siglo XX: individuos personal e intelectualmente mediocres, carentes de todo atractivo, analfabetos funcionales incapaces de producir una idea, auténticos sacos de complejos que destilaban brutalidad para parecer grandes.
Franco, ese hombre: un legionario africanista de aspecto ridículo y voz aflautada cuyos rasgos más notables fueron la astucia aldeana y una crueldad obtusa, zafia y vengativa. Con ese bagaje logró ser llamado caudillo durante 40 años.
Deseo de corazón que quienes aún tienen más vida por delante que por detrás no se dejen timar: vivir en la España de Franco era una mierda. Si deciden cargarse este sistema constitucional, háganlo, pero deseo por su bien que no sea para regresar al estercolero. Y si no les gusta que los estafen, desconfíen de los antifranquistas póstumos y postizos que van al cine en Falcon y venden rojerío de tintorería.
Mil años tardó en morirse
Pero por fin la palmó;
Los muertos del cementerio
Están de fiesta mayor