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"Era esclava en mi propia casa": la realidad del trabajo infantil para más de 160M de niños
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"Era esclava en mi propia casa": la realidad del trabajo infantil para más de 160M de niños

Un empleado doméstico de once años tenía hambre, abrió la nevera sin permiso y le mataron. La sociedad reacciona con la pena, que no sirve de nada. La explotación infantil debería provocar una furia generalizada

Foto: Un niño yemení recolecta plástico en Saná. (EFE/Yahya Arhab)
Un niño yemení recolecta plástico en Saná. (EFE/Yahya Arhab)

“Solo recuerda: Tú también fuiste niño una vez”. Mehreen Mujeeb.

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Dos niños tienen hambre.

Dos niños deciden abrir la nevera y coger algo de fruta. Lo hacen sin pedir permiso.

Antes de que puedan dar el primer bocado, son sorprendidos.

Kamran, de diez años, y su hermano Rizwan, de seis, sabían lo que venía a continuación; habían estado sufriendo castigos físicos a diario desde que comenzaron a trabajar como empleados domésticos en una casa de una zona militar de Lahore, en Pakistán.

Kamran fue asesinado. Su hermano pequeño sobrevivió y relató la brutalidad bajo la que habían estado viviendo. Contó cómo aquel segundo día del Eid al Adha —la fiesta del sacrificio para los musulmanes— los miembros de la familia para los que trabajaban les habían atado con cuerdas y sometido a torturas durante horas. El niño añadió que todos los miembros de la familia que vivían en la casa estuvieron presentes y presenciaron, sin inmutarse, el terror de los dos infantes castigados por tener hambre.

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Los hechos ocurrieron el 11 de julio de 2022. La muerte del niño sacudió momentáneamente la tierra. Se habló del tema durante unos días y se olvidó. Pero la historia no ha acabado; la situación de estos niños no se trata de algo anecdótico. En 2021, Unicef advirtió que la pandemia de covid-19 había provocado un aumento en el número de niños víctimas del trabajo infantil, llegando a 160 millones en el mundo.

Hay 160 millones de niños en el mundo sin infancia. Ciento sesenta millones de niños sin derecho a ser niños. Repitámoslo las veces que sean necesarias para que esta realidad no acabe en el sumidero por el que se nos escapan las miles de cifras que recibimos a diario.

Foto: Peregrinaje a La Meca. (EFE/EPA/Stringer)

“Eres mala, lo mereces”

“La peor forma de esclavitud es la que se camufla en los lazos familiares”, asegura Beatriz, víctima de la explotación infantil en Kenia y, en la actualidad, trabajadora social. “De cara a la sociedad, yo era una pobre niña a la que mis tíos habían salvado de la pobreza, pero en realidad era una esclava: me encontraba retenida en contra de mi voluntad, no podía quejarme, descansar o decir que no, nunca me dejaron volver a la aldea a visitar a mis padres. Años más tarde supe que mi padre debía dinero a mi tío, y al no poder pagarle decidieron mandarme a trabajar para ellos. Tenía entonces siete años”. Beatriz dejó de ser niña para convertirse en moneda de cambio.

La mayoría de los niños condenados a trabajar provienen de familias que sufren situaciones financieras críticas y no encuentran alternativas para salir adelante. Las consecuencias son devastadoras: situaciones de esclavitud, explotación sexual, daños físicos y psicológicos, violaciones constantes de sus derechos, un futuro fragmentado y, en ocasiones, la muerte.

“Cuando trabajas en una casa en la que hay niños de tu edad, que además son tus primos, es terrible”, cuenta Beatriz. “Creces junto a ellos; les ves ir cada día al colegio mientras tú haces sus camas, preparas su cena mientras juegan en el jardín, limpias el cuarto de baño después de sus duchas. Todos teníamos entre cinco y siete años, pero ellos tenían derecho a habitar la infancia y yo no. Entonces me preguntaba ‘¿qué he hecho mal?’ y me convencía de que lo que vivía era el castigo por mi comportamiento. Que era mala, que lo merecía”.

Foto: Día Internacional de la Mujer en Hyderabad, Pakistán. (EFE/Nadeem Khawar)

El caso de los niños ‘esclavos’ de sus propios familiares es muy complejo. Los eslabones que conforman sus cadenas son la gratitud, la inferioridad y el sentimiento de estar permanentemente en deuda. "Si no fuera por nosotros estarías en la calle", escuchan a diario. Entonces sienten que deben aguantar cada golpe, cada grito, todo ese miedo acumulado que va formando parte de su identidad.

“Un día vi cómo mi prima se cayó mientras jugaba a la pelota y mi tía corrió a consolarla”, recuerda Beatriz. “Ese mismo día me hice un corte en el dedo mientras cortaba patatas y mi tía me pegó por haber manchado de sangre un trapo de cocina”.

Dos niñas se hacen daño; a una la consuelan y a otra la castigan. Como Beatriz, son millones los niños que no tienen ni siquiera el derecho a ser reconfortados. Que en vez de decir “Mamá, me duele” o de refugiarse en los brazos del padre, aprenden a convivir con la soledad, con que el llanto sea castigado, y hacen del dolor una debilidad que deben esconder.

Amenazas por tratar de rescatar a niños

A pesar de los presuntos esfuerzos de los gobiernos por poner en marcha medidas para luchar contra el trabajo infantil, son muchos los países que carecen de los recursos efectivos para llevarlas a cabo. En Kenia, un país sumido en la corrupción, hay 1,3 millones de niños realizando alguna forma de trabajo infantil, a pesar de que es un delito y de que existan protocolos para combatirlo.

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Se trata de un tema complejo y difícil de abordar. A menudo existen grandes complicaciones a la hora de identificar los casos al ocurrir estos en núcleos familiares. Es común que sean las mismas familias las que camuflan el trabajo infantil en la participación de las tareas del hogar, defendiendo que los niños tan solo ayudan en el trabajo agrícola o en los quehaceres domésticos. Sin embargo, cuando el tiempo que pasan los niños realizando estas tareas limita o coarta el acceso a la educación, hay que hablar de trabajo infantil. Algo que hacen con el objetivo de aliviar la situación económica familiar y que, paradójicamente, les hace vulnerables a la exclusión y a la pobreza en el futuro. A largo plazo no es sostenible.

“Ahora mismo hay más medidas efectivas para proteger la naturaleza que para proteger la infancia”, asegura Tamer, trabajador social y misionero copto-egipcio en Kenia. “Los 160 millones de niños obligados a trabajar hoy, serán 160 millones de adultos en unos años. Adultos incapaces de tomar las riendas de sus vidas, de impactar positivamente en su entorno o de cuidar del planeta. Como sociedad, todos estamos concienciados de que el plástico es malo. ¿Por qué los esfuerzos por concienciar sobre el trabajo infantil caen en saco roto?”.

El futuro de un niño condenado a trabajar es distópico; sus futuras oportunidades laborales dignas son prácticamente inexistentes.

“Debía tener doce años cuando hui”, cuenta Beatriz. “No estoy segura de mi edad, porque no tengo un registro de nacimiento, pero sé que tenía aproximadamente la edad de mi prima”.

Beatriz logró la libertad, una libertad que resultó ser más terrible que la esclavitud. De sirvienta doméstica pasó a ser forzada a prostituirse. Sin embargo, su historia tiene un final feliz: fue rescatada por un sacerdote ortodoxo de una misión egipcia en Kenia. Le dieron trabajo limpiando coches —un trabajo de verdad, a cambio de dinero— y por las tardes comenzó a ir al colegio, a pesar de sacarle unos cuantos años a los niños de su clase. Beatriz es hoy trabajadora social en Kenia, está especializada en casos de trabajo infantil y es pesimista al respecto. “El trabajo infantil no desaparecerá mientras exista la corrupción”, afirma. “No desaparecerá mientras no haya ayudas para las familias que se encuentran en la pobreza más absoluta, mientras no se regularice el trabajo doméstico”.

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Con frecuencia, la imposibilidad de abordar el trabajo infantil responde a su utilidad en el sistema económico de un país. Esa es la aberración. Tratar de abolirlo sin ofrecer alternativas viables supone una amenaza para muchas familias y muchos negocios. “He recibido amenazas de muerte por tratar de rescatar a niños”, confiesa Beatriz. “E incluso nos encontramos con casos de niños que quieren trabajar, que no quieren que les saquemos de esa situación por miedo a la situación en la que se encontrarán sus familias”.

Los niños son, una vez más, depositarios de las deficiencias del sistema. Los niños pagan con su infancia la supervivencia de sus familias y de sus comunidades. En muchos países, la creación de leyes contra los abusos hacia la infancia son una forma más de violencia, porque acalla, porque convence al pueblo de que hay soluciones en marcha. Pero esas soluciones teóricas, sin acción, sirven tan solo como escudo para la clase política.

“Para que el trabajo infantil desaparezca necesitamos un cambio de paradigma social”, asegura Tamer. “Por supuesto que hay muchas organizaciones haciendo cosas maravillosas, pero sin el apoyo de las instituciones y el compromiso de los gobiernos, la lucha contra el trabajo infantil es ineficaz desde el punto de vista global”.

De momento, en la lucha contra el trabajo infantil, la injusticia y la barbarie son las que tienen las últimas palabras. Un empleado doméstico de once años tenía hambre, abrió la nevera sin permiso y le mataron. La sociedad reacciona con la pena, que no sirve de nada. La explotación infantil debería provocar una furia generalizada, un grito global, un zarpazo en la cara de aquellos que siguen permitiendo que los niños sean meras herramientas de un sistema enfermo.

“Solo recuerda: Tú también fuiste niño una vez”. Mehreen Mujeeb.

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