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El laicismo francés es el mejor modelo social, pero cada vez parece más ilusorio
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Ramón González Férriz

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El laicismo francés es el mejor modelo social, pero cada vez parece más ilusorio

Francia seguirá siendo un modelo para los partidarios del laicismo. Pero debemos advertir sus riesgos e incoherencias

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Hace tiempo, un mexicano que frecuenta España me dijo: “En México, el Estado es radicalmente laico, pero hasta los ateos sentimos reverencia por la virgen de Guadalupe. En España, los ministros juran el cargo con un crucifijo, pero nadie parece prestarle la menor atención a la religión”.

Era una observación inteligente. Pensé en ella por la discusión que está teniendo lugar en Francia sobre el tema: ¿Puede la 'laicité' del Estado francés convertirse, a su vez, en una forma de religión?

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Emmanuel Macron parece plenamente consciente de ese riesgo. A principios de mes, en la inauguración de un centro de estudios judíos, advirtió contra quienes utilizan ese laicismo para sembrar el “odio y la división”. Pero, al mismo tiempo, estaba proponiendo una agresiva ampliación de la agenda laica y acabar con el “separatismo” del islamismo radical, que pretende crear espacios “paralelos” a la sociedad francesa. Para lograrlo, afirmó que el Gobierno establecería nuevos controles para las asociaciones religiosas, culturales y deportivas, y que prohibiría la educación de los niños en casa. “Hemos posibilitado la creación de concentraciones de pobreza y de problemas”, dijo en referencia a los barrios donde los jóvenes se sienten seducidos por las ideas islamistas radicales. “Hemos creado áreas en las que no se han cumplido las promesas de la república”. La prioridad, dijo, es “asegurar la presencia republicana en cada bloque de pisos, en cada edificio, en lugares en los que estábamos en retirada”.

Estas medidas entroncan con el laicismo tradicional francés, aunque es evidente que también tienen por fin cortejar a los votantes que en las elecciones de 2022 duden entre la agenda liberal de Macron y la autoritaria de Le Pen (aunque la de Macron es hoy un poco más autoritaria que ayer y la de Le Pen un poco más liberal que la de anteayer). Con todo, como han puesto de manifiesto el asesinato de Samuel Paty, un profesor al que el pasado 16 de octubre decapitó un islamista por haber mostrado unas caricaturas de Mahoma en una clase sobre la libertad de expresión, y otros ataques recientes, las medidas anunciadas por Macron responden a un problema muy real.

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El asesino de Paty ni siquiera estudiaba en el colegio donde este daba clase. Se llambaa Abdoullakh Abouyezidvitch y era un ruso de origen checheno, nacido en Moscú en 2002, que, al igual que sus padres, tenía estatus de refugiado: nadie sabía de su radicalización, aunque sí tenía un historial de incidentes violentos. El presidente checheno, Ramzan Kadyrov, publicó un mensaje en Telegram en el que condenaba “toda forma de terrorismo”, pero consideraba que las caricaturas de Mahoma enseñadas en la clase eran “una provocación” y sostenía que “la sociedad francesa habla de democratismo (sic) pero tiene una actitud inadmisible contra los musulmanes”. Es una buena expresión de hasta qué punto el problema está en la realidad social francesa pero al mismo tiempo es global.

Pero es una expresión que también resuena en el discurso del 'establishment' francés, que es consciente de las contradicciones existentes entre el laicismo y la realidad del liberalismo. Esta misma semana, el ministro del Interior, Gérald Darmanin, dijo estar “sorprendido” por el hecho de que en los supermercados “generalistas” existan estantes dedicados a la “cocina comunitaria” (es decir, de minorías como la musulmana o la judía). Insistió en que su opinión no debía convertirse en ley, pero creía que los empresarios tenían que participar en la “lucha contra el separatismo” y que el capitalismo francés debía mostrarse más patriota y dejar de propugnar estos espacios “paralelos”. Es una concepción de la libertad un tanto peculiar. El mundo soñado por el laicismo francés, en el que cada uno practica su religión y cuenta con espacios restringidos donde hacerlo, pero eso no afecta al espacio público general —del Gobierno a las estanterías de los supermercados—, es a estas alturas un sueño tan admirable como seguramente ilusorio.

Hace apenas tres años, el Gobierno estadounidense declaró que la mayor amenaza para su seguridad ya no era el terrorismo islámico, sino otros Estados como el ruso o el chino, que desarrollaban actividades mixtas para socavar su prestigio y estabilidad. Lo mismo ocurre en el caso europeo. Hoy, los ataques terroristas islamistas son una amenaza menor que hace 15 o 20 años. Pero hemos dejado de discutir sobre cuestiones que entonces parecían acuciantes: del multiculturalismo a la capacidad de intromisión de los Estados en las iglesias y las mezquitas, del grado de vigilancia al que se somete a los sospechosos de radicalización ideológica a la medida en que podemos aspirar a inculcar valores laicos en sociedades que son tenazmente religiosas.

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Ese debate, ciertamente, no se ha interrumpido en Francia, y parecía que podíamos mantenerlo aún después de que dos millones de refugiados entraran en Europa procedentes de lugares como Irak, Siria o Libia en 2015 y 2016. Pero, desde entonces, hemos dejado esa cuestión en manos de los extremistas de derechas o de una izquierda que es más eficiente a la hora de escribir eslóganes que de comprender la sociedad en la que vive.

Francia seguirá siendo un modelo para los partidarios del laicismo. Pero debemos advertir sus riesgos e incoherencias. Quizá no sean incoherencias mucho más graves que las que señalaba mi amigo mexicano en su país y el nuestro, pero existen, y el terrorismo islamista radical seguirá explotándolas. Los nihilistas saben muy bien que no pueden derrotar Estados asentados, pero saben explotar sus inconsistencias y empujarlos hacia la tentación autoritaria. El reto es mantener la firmeza sin permitir que eso pase. Francia enseña lo difícil que resulta hacerlo.

Hace tiempo, un mexicano que frecuenta España me dijo: “En México, el Estado es radicalmente laico, pero hasta los ateos sentimos reverencia por la virgen de Guadalupe. En España, los ministros juran el cargo con un crucifijo, pero nadie parece prestarle la menor atención a la religión”.

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