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¿Se está resquebrajando el mito de la eficiencia alemana?
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Ramón González Férriz

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¿Se está resquebrajando el mito de la eficiencia alemana?

Escándalos empresariales, fraudes contables y una campaña de vacunación llena de errores ponen en duda la idea de que Alemania es un país gobernado de manera ejemplar

Foto: Merkel comparece ante los medios tras una reunión con los líderes regionales. (Reuters)
Merkel comparece ante los medios tras una reunión con los líderes regionales. (Reuters)

En las últimas décadas, Alemania ha merecido la fama de ser un país excepcionalmente bien gestionado. No ha estado exento de los grandes traumas políticos sucedidos desde la crisis financiera —una enorme polarización alrededor de la inmigración, el auge de la derecha autoritaria, la lenta decadencia de la socialdemocracia—, pero Angela Merkel ha parecido encarnar las virtudes de un país que discute apasionada pero civilizadamente, cuyos líderes tienden a dirigirse a los ciudadanos con un cierto respeto intelectual y luego se aplican las medidas políticas de una manera tan poco brillante como eficiente.

Pero en los últimos años algo parece haber cambiado. Primero fue el escándalo de las emisiones de Volkswagen, uno de los emblemas de la solidez industrial alemana. En 2015, se supo que la empresa había programado los motores diésel de sus coches para que activaran los controles de emisiones de óxido de nitrógeno cuando se los sometiera a las pruebas para su aprobación, pero lo emitieran muy por encima de lo permitido cuando circularan normalmente. Volkswagen vendió 11 millones de coches trucados y, después de meses negando la evidencia, acabó declarándose culpable de fraude ante varios tribunales estadounidenses. Hasta el momento, se ha gastado más de 30.000 millones de euros en multas y reparaciones. En una investigación parlamentaria posterior, Merkel aseguró que se había enterado de todo por la prensa. Cuando en su comparecencia le preguntaron cómo podía ser que el escándalo se hubiera descubierto en Estados Unidos y no en Alemania, Merkel respondió: “No tengo una explicación para eso”.

Foto: Imagen: Pablo López Learte.
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Más reciente y menos conocido es el caso de Wirecard. Esta era una empresa alemana dedicada a los pagos electrónicos, una 'startup' que había sido mimada por la política alemana, que vio en ella un modelo de éxito tecnológico poco habitual en el país. Pero desde hace más de una década esta desviaba dinero a empresas situadas sobre todo en Asia y, mediante trucos contables, aumentaba falsamente sus ingresos para engañar a los inversores. Cuando el 'Financial Times' expuso el año pasado que las cuentas no cuadraban y que por lo menos 1.900 millones de euros contabilizados en realidad no existían, todo el 'establishment' alemán se puso del lado de la empresa. En un hecho inédito, el regulador financiero del país abrió una investigación… a los periodistas. Pero pese a la resistencia de los reguladores, los bancos y los políticos, el fraude resultó ser cierto, Wirecard se declaró insolvente y empezó una cascada de ceses en lo más alto de la jerarquía económica del país: el Gobierno despidió al presidente y la vicepresidenta de la autoridad de regulación financiera, se despidió al jefe de la entidad que supervisa a los auditores, dimitió el jefe de los certificadores de las cuentas de las entidades financieras. El mes que viene, testificarán ante una comisión parlamentaria Merkel y su ministro de Finanzas.

Foto: La canciller alemana Angela Merkel. (EFE)

La última muestra de ineptitud, y la más grave, ha sido la gestión del proceso de administración de la vacuna contra el covid-19. Las cifras de vacunación alemanas no son malas comparadas con el resto de la Europa continental, pero sí lo son si se ponen al lado de las de Israel, Estados Unidos o Reino Unido. Con todo, más allá de las cifras, está una inédita sensación de caos. El Gobierno parece no saber lo que hace: las reglas y las prohibiciones, y el ritmo con que estas cambian, son tan complejas que resultan prácticamente incomprensibles para los ciudadanos comunes; hace solo unos días, Merkel anunció duras restricciones para la Semana Santa, pero a la mañana siguiente dijo que no entrarían en vigor. Y su Gobierno se muestra incapaz de coordinarse con los gobiernos regionales. Merkel amenazó la semana pasada con centralizar la gestión de la crisis porque considera que los 'lander' están siendo demasiado permisivos en un momento en que aumentan los contagios. Incluso destacó la mala gestión de Armin Laschet, el político que está al frente del estado de Renania del Norte-Westfalia y que resulta ser el sucesor de Merkel al frente de su partido, la CDU.

La canciller siempre ha sido halagada por su capacidad para gestionar crisis de una manera ponderada y efectiva, y de hecho en los primeros meses de pandemia su gestión fue considerada modélica y la intención de voto para su partido para las próximas elecciones nacionales de septiembre llegó a superar el 40%. Ahora, sin embargo, ha caído a cerca del 26% y se da el hecho sin precedentes de que los Verdes están a punto de superar ese porcentaje. La posibilidad de un canciller verde sigue siendo improbable, pero ya no es disparatada.

Foto: Winfried Kretschmann, el presidente de Baden-Wuertemberg. Opinión

Es posible que estos tres ejemplos solo sean casos de mala suerte o azar, y una muestra de que incluso en los lugares mejor gestionados se cometen errores. A fin de cuentas, la mayoría de países han cometido graves equivocaciones en el último año de pandemia. Pero también es posible que Alemania esté entrando en una fase de agotamiento que coincide con el fin de la era Merkel, que empezó hace 16 años, en 2005, y acabará este septiembre. El analista alemán Wolfgang Münchau afirmó hace ya más de un año que Merkel no había sido una reformista, sino que había recogido los beneficios de las reformas económicas hechas por su predecesor y no había dedicado los años de bonanza a impulsar una modernización general del país, empezando por una complaciente industria del automóvil o un sector de nuevas tecnologías demasiado pequeño. Su gestión de su sucesión política ha sido desastrosa.

Alemania es y seguirá siendo un país formidable. Está casi condenado a liderar Europa económica y políticamente. Pero si el mito de su eficiencia sigue resquebrajándose, tendremos un problema más con el que no habríamos contado hace muy poco.

En las últimas décadas, Alemania ha merecido la fama de ser un país excepcionalmente bien gestionado. No ha estado exento de los grandes traumas políticos sucedidos desde la crisis financiera —una enorme polarización alrededor de la inmigración, el auge de la derecha autoritaria, la lenta decadencia de la socialdemocracia—, pero Angela Merkel ha parecido encarnar las virtudes de un país que discute apasionada pero civilizadamente, cuyos líderes tienden a dirigirse a los ciudadanos con un cierto respeto intelectual y luego se aplican las medidas políticas de una manera tan poco brillante como eficiente.

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