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Las democracias suelen ganar las guerras, pero no es por lo que crees
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Ramón González Férriz

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Las democracias suelen ganar las guerras, pero no es por lo que crees

¿Por qué Rusia, a la que casi todo el mundo atribuía el segundo o el tercer mejor ejército del mundo, lo ha hecho tan rematadamente mal?

Foto: Foto: Reuters/Gleb Garanich.
Foto: Reuters/Gleb Garanich.
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Los avances del Ejército ucraniano en el este del país y la recuperación de amplios territorios ocupados por Rusia desde el principio de la guerra han desatado la sensación de que la victoria de Ucrania no está lejos, y que podría incluir la recuperación de Crimea y zonas del Donbás que están en manos rusas desde 2014. La alegría es muy comprensible, aunque las especulaciones sobre una victoria total parecen prematuras.

En todo caso, sí es importante empezar a buscar respuestas a la pregunta que nos hemos hecho desde marzo, pero aún con más fuerza tras los acontecimientos de esta semana: ¿por qué demonios Rusia, a la que casi todo el mundo atribuía el segundo o el tercer mejor ejército del mundo, con una renta per cápita casi tres veces superior a la de Ucrania y una cruda experiencia reciente en guerras de control territorial, lo ha hecho tan rematadamente mal?

Habrá muchas respuestas que tengan que ver con la táctica militar. Pero hay una eminentemente política que es importante recordar en estos tiempos de insatisfacción generalizada con la democracia liberal. Y es esta: los regímenes autoritarios no solo son peores por razones morales —no representan a su ciudadanía, no respetan el pluralismo, reprimen o matan a los disidentes—, sino por razones de eficacia. Cuando alguien sienta la tentación de pensar que nuestros problemas solo se podrían arreglar con un sistema político basado en la autoridad reforzada de un líder y la relajación de los contrapesos democráticos —con un “cirujano de hierro”, como se dijo en España—, habrá que recordarle mil veces que las dictaduras, a medio plazo, son muy ineptas. Algo que Rusia está demostrando ahora.

En las últimas décadas, Rusia ha dedicado enormes cantidades de dinero a su Ejército: su presupuesto de defensa es, ajustado por poder adquisitivo, el triple que el de Reino Unido y Francia (equivalente a unos 250.000 millones de dólares), pero ya al principio de la guerra sus soldados estaban desmotivados, recibían raciones de comida caducada y el mantenimiento de las armas y los vehículos era deficiente. En buena medida, eso se debe a décadas de corrupción.

Foto: Soldados ucranianos en Járkov. (EFE/Orlando Barría)

Pero no es solo eso. Como en la mayor parte de las dictaduras, el poder está muy centralizado. No se trata únicamente de que Putin haya querido tomar decisiones tácticas que deberían haber adoptado los militares en el campo de batalla, sino que siempre ha ocultado sus verdaderos planes, incluso a sus aliados más cercanos, hasta el último momento. Ayer se supo, por ejemplo, que poco antes de la guerra un enviado suyo había llegado a un acuerdo con Ucrania para que se mantuviera neutral y no entrara en la OTAN, pero este ignoraba que la guerra era ya un hecho decidido. Y, como sucede en los regímenes autoritarios, esta brutal jerarquía del mando se ha replicado en instancias inferiores: unos pocos militares centralizan por completo las decisiones en el campo de batalla, sin margen para la improvisación, con soldados que no quieren decidir porque temen más ser acusados de indisciplina que renunciar a la oportunidad de avanzar. El Ejército ucraniano, influido en parte por la formación recibida de las fuerzas de la OTAN, es mucho más descentralizado, improvisa, piensa, y sus partes son capaces de actuar por sí mismas.

Con todo, en una dictadura como la rusa no solo el ejército se corrompe y se vuelve ineficaz. La libertad de expresión —que los individuos tengan libertad para decir lo que piensan— no es solo buena, de nuevo, por razones morales, sino por un principio de mejora: los gobiernos que se ven sometidos a críticas rigurosas tienen más incentivos para mejorar. Como los tienen si se la juegan en las próximas elecciones; en Rusia, ni se tolera la verdadera crítica, ni su líder tiene que gobernar bien para asegurarse la victoria electoral. En los regímenes basados en el miedo, este no solo afecta a los ciudadanos comunes, empieza en los niveles más altos del Estado: entre las personas —ministros, asesores o generales— cuyo trabajo consiste en decirle la verdad al líder, pero no se atreven a hacerlo por temor a represalias que van más allá del simple despido. Eso tiene consecuencias catastróficas en la imagen que ese líder se hace de la situación de su país y del mundo. En una dictadura, el líder encarna los intereses del Estado; en una democracia, es solo un gestor pasajero, sin mística.

Foto: El alcalde del distrito de Derhachi, Vyacheslav Zadorenko, rompe en pedazos una bandera rusa en Kozacha Lopan, Ucrania. (Reuters)

En muchas ocasiones, asimilamos la historia en términos morales. De acuerdo con ese relato, en la Primera y la Segunda Guerra Mundial el imperio alemán y luego el nazismo fueron derrotados porque eran moralmente inferiores a las democracias de Francia, Reino Unido y Estados Unidos. Pero en realidad fue porque, pese a las apariencias, estas eran más eficaces: cometían errores, pero tenían mecanismos para rectificar.

Las democracias parecen caóticas, dan la sensación de estar divididas en tribus, de que su agresivo debate público no alienta la unidad de propósito. Es una impresión justificada. Pero de una manera extraña, este sistema es infinitamente más eficaz en la asignación de recursos, el escrutinio de las decisiones, la mejora de los procesos y casi cualquier otro aspecto que los regímenes autoritarios, que son inherentemente corruptos, intelectualmente perezosos y suelen basar su legitimidad en su propia brutalidad.

Foto: Soldados ucranianos, cerca de la localidad de Bakhmut, en la región de Donetsk. (Reuters)

Estos argumentos podrían cuestionarse. Para empezar: ¿acaso Ucrania no era un país muy corrupto y una democracia apenas incipiente? La respuesta es que sí. Pero a la motivación de una población que quería defender su nación y preservar esa democracia incipiente se sumó la imprescindible ayuda de una alianza de democracias que tenían armas, dinero y voluntad gracias, precisamente, a su condición de democracias. Y que, en el plano militar, le han enseñado al Ejército ucraniano tácticas, comportamientos y rutinas propias de los ejércitos más modernos del mundo.

Es posible, aunque cada vez menos probable, que Rusia gane esta guerra o consiga unos cuantos de sus objetivos. Pero con su empeño de invadir Ucrania no solo ha arruinado décadas de propaganda, según la cual era un Estado fuerte, con un líder ganador y un ejército casi imparable. Además, le ha mostrado al mundo las enormes debilidades de los regímenes que no se someten al escrutinio, la crítica y alternancia. La gran pregunta es si podemos aplicar estos principios a China. Es algo que descubriremos en la próxima década.

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Los avances del Ejército ucraniano en el este del país y la recuperación de amplios territorios ocupados por Rusia desde el principio de la guerra han desatado la sensación de que la victoria de Ucrania no está lejos, y que podría incluir la recuperación de Crimea y zonas del Donbás que están en manos rusas desde 2014. La alegría es muy comprensible, aunque las especulaciones sobre una victoria total parecen prematuras.

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