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Dos soluciones sencillas para acabar con la hipocresía del Mundial de Qatar
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Ramón González Férriz

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Dos soluciones sencillas para acabar con la hipocresía del Mundial de Qatar

No es una novedad que regímenes aborrecibles organicen grandes eventos sin que al mundo le importe demasiado

Foto: El presidente de la FIFA, Gianni Infantino. (Reuters/Carl Recine)
El presidente de la FIFA, Gianni Infantino. (Reuters/Carl Recine)
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La mayoría de la opinión pública occidental consideró ridículas las palabras del presidente de la FIFA, Gianni Infantino, al presentar el Mundial de Qatar. En parte, con razón. “Me siento catarí, me siento árabe, me siento africano, gay, discapacitado, trabajador migrante”, dijo, mezclando la cursilería con la autocompasión. Pero hizo otras afirmaciones que reflejan perfectamente las contradicciones en que incurrimos los occidentales cuando miramos el mundo exterior: “Hay muchas cosas que no funcionan [en Qatar], lo sé. Pero estas lecciones morales [acerca de la homosexualidad y la discriminación de las mujeres] son simple hipocresía”, dijo. “Europa debería disculparse durante tres mil años por lo que ha hecho en los últimos tres mil”.

La organización del Mundial de Fútbol en Qatar ha evidenciado que, cuando salimos de nuestra cultura, los occidentales solemos pensar dos cosas contradictorias. La primera es que nos gustaría que otros países como Qatar respetaran los derechos humanos, fueran una democracia y asumieran los valores liberales de tolerancia y pluralismo. La segunda es que detestamos la noción de colonialismo: este no solo cometió atrocidades en el pasado, sino que repetirlo hoy resulta simplemente impensable por razones políticas, éticas y hasta económicas. Como decía hace unos días el periodista británico Janan Ganesh, los mismos que se oponían a la guerra de Irak porque nadie tiene derecho a cambiar la cultura política y las instituciones de un tercer país, hoy quieren que en Qatar tengan los valores democráticos de Noruega.

Foto: Gianni Infantino, presidente de la FIFA, en Qatar. (EFE/Moahamed Messara) Opinión

La globalización emprendida a finales del siglo pasado debía haber solventado este dilema. Según sus impulsores, la existencia de un comercio mundial con estrictas regulaciones y una cultura global dominada por lo anglosajón haría que todos los países fueran convergiendo hacia la democracia. Esto se produciría en parte por interés: las naciones del mundo en desarrollo, decía la tesis globalizadora, verían una oportunidad única para enriquecerse y no les quedaría más remedio que aceptar las normas. Pero además era algo inevitable: cuando esos países fueran generando ciudadanos de clase media, cada vez más educados, exigentes y cosmopolitas, decía la llamada teoría de la modernización, no tendrían más remedio que adoptar reformas democráticas.

Esas ideas resultaron estar equivocadas: en algunos países se produjeron avances parciales, pero no ha sido el caso de China, de Rusia ni, por supuesto, del mundo árabe. Sin embargo, parece que los organizadores de grandes eventos deportivos siguen pensando que esas tesis son ciertas, y que al escoger a esos países como sedes van a contribuir a su modernización. Infantino dijo en la rueda de prensa que Qatar había hecho progresos —como la eliminación de un sistema laboral semiesclavista— gracias a la presión internacional suscitada por la celebración del Mundial. Es posible. E insistió en que, hace apenas unas décadas, Europa no era mucho mejor de lo que ahora es Qatar.

Foto: Ceremonia de inauguración del Mundial de Qatar. (EFE/Rodrigo Jiménez) Opinión
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Esto último, por supuesto, es falso. Pero delata, de nuevo, nuestras contradicciones. Los regímenes políticos de China (que organizó las Olimpiadas de verano en 2008 y las de invierno de este año) y de Rusia (que organizó el Mundial de 2018) son dictaduras en las que la disidencia política está penada con la cárcel, se reprime la homosexualidad o, en el mejor de los casos, se oculta y, aunque en ellos el machismo sea menos brutal que en muchos países árabes, no promueven precisamente la agenda feminista. Aun así, entonces al mundo no le preocupó demasiado que se organizaran ahí grandes eventos promovidos por organizaciones occidentales, ni se pidió ningún boicot relevante. ¿Por qué, entonces, la indignación con Qatar, que está justificada en términos morales y políticos, pero no aguanta el escrutinio con los casos precedentes?

Por supuesto, la solución a estas contradicciones es relativamente fácil. Hay, en esencia, dos opciones: la primera sería que los grandes eventos deportivos solo se celebraran en democracias plenas o casi plenas. Como los partidarios del friendshoring —hacer negocios únicamente con países amigos con los que se comparten valores—, la FIFA, el Comité Olímpico Internacional y demás organizaciones perderían unos ingresos fabulosos, pero se ahorrarían muchos problemas y podrían sostener sin hipocresía su retórica acerca de los valores en el deporte y la competición sana. Todo sería mucho más aburrido y pequeño, y puede que no beneficiara a los habitantes de países más pobres, pero estaría moralmente mejor.

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Pero hay una segunda posibilidad que permitiría seguir con el gran espectáculo y los ingresos millonarios: reconocer que el deporte profesional no tiene absolutamente nada que ver con los valores morales y la tolerancia política. Que se trata de un simple negocio de escala mundial que, como tal, pretende expandirse allí donde aún queden espacios sin explotar, y que no tiene por qué hacer política porque se dedica al entretenimiento. Ese argumento es arriesgado en términos comunicativos, y ningún especialista lo recomendaría, pero estaría respaldado por los hechos: parece bastante evidente que los aficionados al fútbol tienen una tolerancia infinita a las perrerías de quienes lideran las instituciones que organizan este deporte. De modo que estas no tienen demasiados incentivos racionales para ser moralmente mejores.

Es discutible si debió concedérsele a Qatar la organización de este Mundial: muchas de sus reglas morales y políticas son repugnantes para cualquiera con sensibilidad democrática. Pero no es una novedad que regímenes aborrecibles organicen grandes eventos sin que al mundo le importe demasiado. Puede que siga habiendo cierta verdad en la creencia de que si estos países se abren al exterior, eso puede beneficiar, aunque sea un poco, a sus ciudadanos. Y, sin duda, es emocionante y puede que incluso ser eficaz ver a los jugadores iraníes protestar contra su propia dictadura ante cámaras de todo el mundo y a los de otros países genuinamente preocupados por los derechos humanos y la tolerancia.

Sin embargo, es necesario hacerse la pregunta definitiva: ¿debemos tener trato con países cuyas reglas nos horrorizan? La respuesta sensata es “depende”. Si esto resulta demasiado ambiguo, las opciones que nos quedan son que el Mundial y las Olimpiadas vayan rotando por apenas dos docenas de países democráticos o que los organizadores de estos eventos reconozcan que los derechos humanos son buenos, pero no son asunto suyo. Si bien es cierto que eso no da para ruedas de prensa tan coloridas como la de Infantino.

La mayoría de la opinión pública occidental consideró ridículas las palabras del presidente de la FIFA, Gianni Infantino, al presentar el Mundial de Qatar. En parte, con razón. “Me siento catarí, me siento árabe, me siento africano, gay, discapacitado, trabajador migrante”, dijo, mezclando la cursilería con la autocompasión. Pero hizo otras afirmaciones que reflejan perfectamente las contradicciones en que incurrimos los occidentales cuando miramos el mundo exterior: “Hay muchas cosas que no funcionan [en Qatar], lo sé. Pero estas lecciones morales [acerca de la homosexualidad y la discriminación de las mujeres] son simple hipocresía”, dijo. “Europa debería disculparse durante tres mil años por lo que ha hecho en los últimos tres mil”.

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