Tribuna Internacional
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Por qué democracias de todo el mundo se están hartando de la independencia judicial
Cabría pensar que los ejecutivos y los legislativos de medio mundo han llegado a una misma conclusión: la independencia judicial ha ido demasiado lejos. Pero ¿por qué?
Los conflictos en torno a la independencia judicial no son únicos de España. En realidad, constituyen uno de los rasgos más llamativos de las democracias actuales. Cabría pensar que los ejecutivos y los legislativos de medio mundo han llegado a una misma conclusión: la independencia judicial ha ido demasiado lejos. Pero, ¿por qué?
La semana pasada, en Israel, el nuevo Gobierno de Benjamin Netanyahu anunció su primera gran medida legislativa. Se trata de una reforma radical de los equilibrios entre los poderes del Estado, que permitirá que una mayoría simple en el Parlamento invalide la capacidad del Tribunal Supremo de derogar leyes. Además, el Ejecutivo podrá escoger a los jueces. Este Gobierno israelí, considerado el más de derechas en la historia del país, y que incluye a partidos nacionalistas, religiosos y ortodoxos, considera que el poder judicial está demasiado escorado a la izquierda, juega al activismo político y no tiene legitimidad para derogar decisiones parlamentarias: “Vamos a las urnas, votamos, escogemos, y una y otra vez gente que no elegimos decide por nosotros. Esto no es democracia”, dijo Yariv Levin, el ministro de Justicia, al presentar la reforma.
En Estados Unidos, el debate sobre modificar el número de jueces del Tribunal Supremo para que el presidente pueda asegurarse que este no tumbe sus proyectos políticos se remonta a los años treinta del siglo pasado, cuando Franklin D. Roosevelt temió que el alto tribunal considerara inconstitucional su New Deal. En aquel momento, el plan para ampliarlo no salió adelante, pero desde entonces es una propuesta recurrente que ahora, cuando el Tribunal tiene un fuerte sesgo conservador, ha vuelto a aparecer en la agenda progresista. El año pasado, un grupo de demócratas de la Cámara y el Senado presentó una nueva legislación según la cual el número de jueces del Supremo se ampliaría de los nueve actuales a trece. Dado que el presidente tiene la potestad de nombrar a los nuevos jueces —con el respaldo del Congreso— eso daría una mayoría progresista en el Tribunal, que podría revertir algunas decisiones recientes referentes al aborto, las armas o la religión en las escuelas y no interferir en los planes políticos de Joe Biden. Uno de los promotores de la ley —que no saldrá adelante— afirmó que el Tribunal Supremo “está tomando decisiones que usurpan el poder de los poderes legislativo y ejecutivo”.
Un último ejemplo. El Tribunal Supremo británico es muy reciente. Se creó en 2009 y tiene menos competencias que otros tribunales parecidos en otros países: por ejemplo, no puede derogar una ley aprobada por la Cámara de los Comunes. Sin embargo, el Partido Conservador montó en cólera cuando el Tribunal consideró por unanimidad que la suspensión del Parlamento ordenada por Boris Johnson en 2019 para sacar adelante su enésima treta relativa al Brexit había sido ilegal. Los ministros del Gobierno hablaron de un “golpe constitucional”. En las siguientes elecciones, los tories prometieron que llevarían a cabo una reforma constitucional que impidiera que los tribunales “hagan política por otros medios”.
Si para el Gobierno de Israel los jueces son peligrosos izquierdistas, y para los demócratas estadounidenses, fanáticos derechistas, para el Partido Conservador británico son, simplemente, remainers antidemocráticos. Hay más casos: en la Unión Europea los más conocidos son los de Polonia y Hungría. Y luego está, claro, España.
La tensión entre el ejecutivo y el legislativo, por un lado, y el poder judicial, por otro, es inherente a todas las democracias. Se trata, quizá, del punto de más difícil resolución en toda la arquitectura constitucional de los Estados liberales. Todos los ejemplos anteriores reflejan esta complejidad: ¿cuál es el equilibrio perfecto entre la independencia (que los jueces no sean meros representantes de los partidos) y la legitimidad (que la Justicia tenga una cierta representatividad democrática)? Sin embargo, en los últimos años, como atestiguan estos casos, el enfrentamiento se ha agudizado. Sería fácil atribuirlo a la oleada de populismo que estamos viviendo. De hecho, en muchos de los gobiernos y partidos que protagonizan estos conflictos —particularmente en Polonia y Hungría, pero no solo— hay presentes rasgos populistas, autoritarios y plebiscitarios. Pero es probable que esta sea una explicación insuficiente.
La tensión entre el ejecutivo y el legislativo, por un lado, y el poder judicial, por otro, es inherente a todas las democracias
Una complementaria, y más profunda, es que estas disputas son fruto de la creciente polarización de las sociedades occidentales. Tradicionalmente, los partidos y los votantes discrepaban y competían, pero sus ideas no eran radicalmente distintas, y en realidad coincidían en muchos asuntos sobre los que podían ponerse de acuerdo, por ejemplo las llamadas cuestiones de Estado. Hoy en día, los partidos son cada vez más distintos entre sí y los votantes se sienten más enfrentados y diferentes. Eso ha reactivado una versión de la democracia que el politólogo estadounidense Francis Fukuyama ha llamado “vetocracia”. En las democracias liberales, en las que el poder está distribuido entre varias ramas del Estado, y en las que se requieren grandes consensos para sacar adelante proyectos relevantes o institucionales, la polarización ha hecho que el objetivo de algunos de sus múltiples actores con poder consista, simplemente, en la aplicación de vetos: no dejar hacer a los demás. Eso está en la esencia de la democracia liberal, y es una de sus garantías más importantes, pero en el clima actual los vetos se han vuelto más severos y frecuentes. Los gobernantes, que ahora, además, rara vez gozan de mayorías amplias, sienten que no pueden hacer lo que se les encomendó: gobernar. Porque siempre hay alguien con capacidad de veto. Especialmente, el poder judicial, que tiene la agravante de no haber sido escogido electoralmente.
El hecho de que este conflicto se esté dando en buena parte de las democracias occidentales no significa que el caso español sea menos grave: lo es, y mucho, porque la independencia judicial es el rasgo principal para determinar el verdadero liberalismo de un Estado. Con todo, entre el escándalo justificado y las acusaciones partidistas debemos advertir algo que, en cierto sentido, hace que estos enfrentamientos sean mucho más trascendentes: en realidad, son un reflejo de cambios sociales profundos, de la polarización emotiva e ideológica y el antagonismo agónico de los partidos y los medios. Todo ello hace que el antiguo sistema, con sus innumerables mecanismos de veto, ahora reforzados, tenga dificultades para permitir que los Estados sigan siendo funcionales y adaptables. Así lo perciben los políticos que quieren erosionar ese sistema. El problema, por supuesto, es que lo que proponen para sustituirlo es aún peor.
Los conflictos en torno a la independencia judicial no son únicos de España. En realidad, constituyen uno de los rasgos más llamativos de las democracias actuales. Cabría pensar que los ejecutivos y los legislativos de medio mundo han llegado a una misma conclusión: la independencia judicial ha ido demasiado lejos. Pero, ¿por qué?
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