Es noticia
El debate migratorio y las engañosas diferencias
  1. Mundo
  2. Tribuna Internacional
Juan González-Barba Pera

Tribuna Internacional

Por

El debate migratorio y las engañosas diferencias

Es inviable jurídicamente reducir a cero las llegadas de personas no autorizadas a territorio de los países de la UE porque todos han suscrito las convenciones internacionales fundamentales en materia de asilo y refugio

Foto: Varios migrantes llegan al puerto de La Restinga el pasado 4 de febrero. (EP)
Varios migrantes llegan al puerto de La Restinga el pasado 4 de febrero. (EP)

La migración se ha convertido en una de las principales cuestiones de debate político, desde luego en la UE, pero también en otros países receptores —no solo occidentales— y en los países de origen y tránsito. Si nos centramos en el ámbito europeo y nacional, llama la atención cómo se aborda desde una falsa dicotomía: las fuerzas políticas de izquierda serían más bien proinmigración mientras que las de derecha serían antiinmigración. Partiendo de esta errónea percepción, sorprende, cuando no debería, la adopción por gobiernos de izquierdas de enfoques muy restrictivos con la llegada ilegal de inmigrantes y lo mismo ocurre cuando gobiernos de derechas no logran disminuir el porcentaje de inmigrantes en sus respectivas sociedades durante sus mandatos.

Sí es cierto que la retórica y los mensajes varían según el color político de quien los pronuncian, pero, más allá de las apariencias, hay coincidencias unánimes —reducir la inmigración ilegal hasta el máximo posible y garantizar mano de obra suficiente para las necesidades económicas y sociales del país— y también discrepancias de fondo: qué se entiende por "máximo posible", y cómo garantizar la suficiencia de mano de obra. Las discrepancias esconden dos cuestiones medulares, a saber, los compromisos internacionales en materia de asilo, y el hecho de que, sin excepción, todos los países europeos cuentan con tasas de natalidad inferiores o muy inferiores a la llamada tasa de reposición (2,1 hijos por mujer en la actualidad para mantener el tamaño de la población). Pero en estas cuestiones medulares no es evidente que las posiciones estén tan alejadas.

Foto: Foto: Reuters. Opinión
TE PUEDE INTERESAR
El futuro de España en Europa
Juan González-Barba

Es inviable jurídicamente reducir a cero las llegadas de personas no autorizadas a territorio de los países de la UE porque todos han suscrito las convenciones internacionales fundamentales en materia de asilo y refugio, de manera que su cumplimiento forma parte del acervo UE y, más concretamente, de los valores europeos. Las llegadas no autorizadas incluyen siempre un porcentaje variable de personas con derecho a la protección internacional tras su determinación por los procedimientos adecuados. Por tanto, el "máximo posible" al que se aspira reducir la inmigración ilegal no podrá ser igual a cero. Será más bien el resultado que arroje la aceleración de la tramitación de las solicitudes de asilo para descartar cuanto antes a aquellos sin derecho a la protección internacional, así como la rapidez de su repatriación a los países de origen (o tránsito) que se consideren seguros. La lucha contra la inmigración ilegal exige, para que sea lo más efectiva posible, la cooperación con los países de origen y tránsito, pues solo así se puede documentar, primero, a los migrantes irregulares, y luego obtener la autorización para su repatriación. Y, por supuesto, de manera preventiva, la cooperación es imprescindible para favorecer el celo de sus autoridades a fin de impedir las salidas irregulares desde su territorio.

No hay atajos frente a esta necesaria cooperación. Las autoridades migratorias de los distintos países de la UE pueden tratar de ampliar la lista de los países que se consideran seguros a efectos de repatriación, pero difícilmente se hallará un consenso para aplicar una medida como la que ha intentado establecer el gobierno británico —en última instancia anulada por sus tribunales por ser contraria a las obligaciones internacionales contraídas por el Reino Unido— de acordar con un país tercero la criba de personas con derecho a protección internacional del resto de inmigrantes en su territorio, de manera que todos los llegados de forma irregular puedan ser enviados de modo inmediato a ese país tercero (en este caso, Ruanda). Como solo un reducido porcentaje vería reconocido el estatuto de protección internacional, se supone que se desincentivaría de esta manera el intento de los migrantes económicos de entrar ilegalmente en el Reino Unido. O, por utilizar la fórmula empleada en estos casos por políticos y autoridades migratorias, se reduciría el "efecto llamada". Una medida extrema para, en teoría, acabar con esta labor imprescindible de cribado y, por tanto, poder aspirar a una política de cero llegadas irregulares, sería denunciar la Convención de Ginebra de 1951 y el Protocolo de 1967, lo que ningún partido europeo del mainstream, a derecha o a izquierda del espectro ideológico, se ha planteado.

Foto: Una mujer con un carrito de bebé en Ilulissat, Groenlandia. (Getty/Sean Gallup)

Para entablar una cooperación fructífera con los países de origen y tránsito es necesario conocer su punto de vista. En la cooperación con cualquiera siempre es preferible el incentivo antes que la amenaza, y este caso no es una excepción. Pronunciamientos en que se amenaza con eliminar la ayuda al desarrollo o incluso imponer sanciones a los países no cooperativos en la lucha contra la inmigración ilegal podrán surtir efecto en las opiniones públicas nacionales, pero difícilmente asegurarán una cooperación más efectiva. Hecha, por supuesto, la salvedad de aquellos casos, como Belarús recientemente, en que un país vecino utiliza la migración como arma política para conseguir otros objetivos, lo que justifica la adopción de sanciones. Los países de origen y tránsito tienen un interés compartido con los de destino en combatir a las mafias que trafican con inmigrantes, y afrontar todos los efectos perversos para sus sociedades e instituciones que entraña el dinero obtenido de los tráficos ilícitos y más aún, como suele ser el caso, si estos mismos países deben hacer frente a flujos de inmigrantes en tránsito hacia la UE. El suministro de medios financieros y materiales, adiestramiento e información compartida es la modalidad de cooperación más evidente y, a pesar de su coste financiero, más aceptable para ambas partes.

El otro gran acicate para conseguir una cooperación con los países de origen y tránsito en la lucha contra la inmigración ilegal consiste en establecer cauces que permitan la migración legal de un número de sus ciudadanos en función de la demanda laboral no cubierta con la población residente. Resulta evidente para ambas partes que si existe la migración económica es porque, en buena medida, existe una demanda en el país de destino por falta de mano de obra. Este quid pro quo, perfectamente lógico desde el punto de vista económico y académico, no lo es desde el punto de vista social. O, para ser más exacto, varía de sociedad en sociedad. La llamada capacidad de absorción solo en parte es económica. Incluso si hay demanda de mano de obra, ésta podrá ser atendida de manera más expedita o no en función de varios factores. Por ejemplo, si la sociedad en cuestión es receptora o no de grandes flujos de turistas, pues sus ciudadanos se acostumbran a recibir al extranjero —palabra con la misma raíz que extraño—, con otras costumbres y religiones, aunque en circunstancias muy distintas. O si un porcentaje considerable o no de los inmigrantes se dedica a la economía de los cuidados (ancianos, enfermos, discapacitados o niños), ya que en el primer caso el trato personal intenso es el mejor antídoto contra estereotipos que deshumanizan al inmigrante y que provocan rechazo. Pero hay un factor en que apenas se repara, que está en función de la geografía y de la historia europeas —más concretamente, de los respectivos procesos de construcción nacional y mitos fundadores—, y que facilita o dificulta, según sea el caso, la integración de los inmigrantes en la sociedad.

Foto: Un grupo de niños en la entrada de un colegio. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

Históricamente, los movimientos de población en el continente europeo han sido de Este a Oeste y de Norte a Sur. Casi todas las invasiones (o, por utilizar un término más neutro, especialmente si tuvieron como resultado el establecimiento, los desplazamientos de población) fueron en este sentido. Las invasiones de todos los pueblos provenientes del Asia Central y de la orilla superior del Mar Negro, así como de los pueblos celtas, germánicos y eslavos fueron de Este a Oeste y, generalmente, con tendencia a descender de latitud. Las incursiones e invasiones vikingas fueron de Norte a Sur. Hubo también excepciones, como las invasiones árabes, o la Ostsiedlung alemana iniciada en el siglo XII, el movimiento de las Cruzadas o el desplazamiento a Anatolia de los celtas gálatas. Esta pauta cambiaría, aunque en términos relativos, con la globalización colonizadora de la Edad Moderna. Es significativo que sus protagonistas fueran, principalmente, los Estados de la Europa Occidental, que prosiguieron así su expansión hacia el Oeste y el Sur. La principal excepción a esta tendencia fue el expansionismo ruso, en dirección hacia el Este (y también hacia el Sur).

Así pues, los actuales países de Europa occidental han sostenido un aporte constante de invasores y recién llegados muy distintos, y desarrollaron a lo largo de la historia un papel de crisol. Europa central y oriental también ha conocido un importante trasiego de poblaciones, con la diferencia de que, con excepciones, los países resultantes fueron en buena medida el resultado del asentamiento del respectivo pueblo desplazado, del que llevan su nombre: así sucede con la mayoría de los pueblos germánicos y eslavos. Como, además, en esta parte del continente europeo se establecieron durante siglos imperios multinacionales (Sacro imperio romano, luego austrohúngaro y alemán, otomano, ruso), tras su desmembración y el surgimiento de los Estados nacionales sucesores no fue posible una coincidencia perfecta entre el pueblo originario y el Estado al que dio nombre. Apareció entonces el concepto de minorías, inexistente en Europa Occidental. El diferente no se integra plenamente, sino que mantiene su identidad a lo largo del tiempo, incluso siglos, y goza de una protección especial de su diversidad cultural y lingüística.

En estos países se diferencia entre ciudadanía, de la que gozan todos sus ciudadanos, y nacionalidad, para designar a los distintos pueblos que integran el país, el mayoritario y muchos otros con rango de minoría. En los países de Europa central y oriental, el inmigrante no europeo no tiene fácil encaje conceptual, no es propiamente parte de ninguna de las minorías reconocidas, ni se espera ni fomenta su integración en el grupo étnico mayoritario o en los minoritarios. El esquema expuesto sirve en teoría, porque en la práctica se observa que la integración se termina produciendo, pero a muy largo plazo (por ejemplo, parte del pueblo húngaro no proviene del hogar ancestral en Asia Central, sino que trae su origen de la paulatina magiarización de otros habitantes de la Panonia y demás territorios de asentamiento tras su llegada a finales del s. IX). Hay otros casos, como el de Alemania a partir de mediados del siglo pasado, en que, por contraste con la exaltación aria durante el Tercer Reich, se ha convertido en uno de los crisoles que con más éxito y más rápidamente ha integrado a inmigrantes de otros países, europeos o no.

En otras palabras, se tendrán que seguir gestionando los flujos migratorios de la mejor manera posible

Se rebatirá que este esquema no explica la situación en Francia, por ejemplo, en que la inmigración se ha convertido en una cuestión tan controvertida como lo pueda ser en los países del grupo de Visegrado. Sin embargo, Francia ha sido, a lo largo de los siglos XIX y XX, el país europeo que con más efectividad ha convertido en ciudadanos franceses a los inmigrados llegados de cualquier parte de Europa. Es la inmigración de origen musulmán la que ha provocado el actual debate, porque la integración ha dejado de operar tan rápidamente como en el pasado. Esto tiene posiblemente mucho más que ver con el laicismo francés, cuyas exigencias no casan a veces bien con una religión, el islam, cuyos aspectos públicos y comunales son mucho más marcados que la religión cristiana en un Occidente secularizado. En cualquier caso, por su historia y geografía, ningún país de Europa oriental podría haber logrado el grado y el porcentaje de integración de Francia de migrantes de origen musulmán a través de sus conceptos históricos de mayorías y minorías étnicas.

Estos breves apuntes sirven para poner de relieve que no es la ideología, sino estructuras sociales profundas que derivan de la historia y la geografía de cada país, las que explican la mayor o menor facilidad que tiene cada uno para integrar a inmigrantes, especialmente de regiones no europeas. Si esto es así, se comprenden las limitaciones de una política migratoria integral de la UE. El reciente Pacto de Asilo y Migración aborda un aspecto de la cuestión, el más ligado a la lucha contra la inmigración ilegal, precisando la competencia en el cribado de migrantes económicos y potenciales refugiados, las compensaciones entre los EEMM en función del peso que cada uno soporte de las llegadas de irregulares y de los procedimientos de repatriación. Pero la comunitarización de la inmigración legal está excluida, y lo estará por mucho tiempo, a la vista de las grandes diferencias en la formación histórica de cada Estado miembro.

Finalmente, se objetará que sí hay un ámbito en que la ideología marca una diferencia sustancial en el debate migratorio. Algunas fuerzas políticas de derechas han hecho suyo el ideal de inmigración cero y cifran su empeño en el aumento de la natalidad hasta alcanzar la tasa de reposición, de manera que desaparezca toda demanda de mano de obra externa y, con ella, el efecto llamada. Pero esto es retórica, en el sentido de que es un objetivo alcanzable solo en el muy largo plazo, y que en el ínterin —que puede durar décadas— será necesario adoptar medidas que garanticen que los sectores productivos de tal o cual país puedan seguir funcionando. En otras palabras, se tendrán que seguir gestionando los flujos migratorios de la mejor manera posible.

Lo que sí será de extrema utilidad serán las mejores prácticas de aquel o aquellos que consigan resultados tangibles

Es más, existe unanimidad en el espectro ideológico de que el aumento de la tasa de natalidad es algo conveniente, no solo desde el punto de vista económico, sino también social y personal. Las encuestas muestran que existe un deseo entre las mujeres y parejas en edad fértil de tener más hijos, lo que impide una serie de condicionantes. La cuestión es que los poderes públicos no saben cómo actuar para fomentar la natalidad, porque tampoco lo saben los expertos. En una interesante entrevista que publicó el Financial Times el pasado 28 de enero con la demógrafa finlandesa Anna Rotkirch, esta confesaba la aporía sobre las causas del desplome demográfico en el mundo occidental, registrado también en países que, como Finlandia, parecía que habían logrado encontrar la piedra filosofal.

La Comisión Europea publicó meses atrás una comunicación en que, por primera vez, se ponía el foco en el reto demográfico. Difícilmente se podrá comunitarizar este ámbito: si sui géneris es la experiencia histórica de cada Estado miembro con la llegada de extranjeros, tanto más lo es lo que tenga relación con el tamaño de su población nativa. Lo que sí será de extrema utilidad serán las mejores prácticas de aquel o aquellos que consigan resultados tangibles, susceptibles de emulación por el resto. Quizá nos encontremos, ante el carácter existencial que toma el reto demográfico para los europeos, en el umbral de una nueva era. Si reconocemos que la compensación parcial de los gastos y tiempo que entraña la gestación, nacimiento y cría de niños no ha revertido la tendencia descendente de la natalidad, o lo ha hecho solo de manera insuficiente, quizá haya llegado el momento de plantearse si es factible —y con qué medidas— ir hacia una compensación total de dichos costes. Algo así supondría un cambio de paradigma absoluto y, en cualquier caso, no es algo que forme parte del debate político actual. Estas cuestiones llevan un tiempo largo de maduración en el ámbito académico hasta que saltan a la palestra política. Pero no deja de ser significativo que empiecen a aparecer publicaciones de expertos que intentan establecer cuál sería el coste real de gestación, nacimiento y crianza de niños, que hasta ahora han asumido en su mayor parte los padres —especialmente las madres—, con una ayuda parcial del Estado.

En definitiva, el debate sobre la migración, estando tan estrechamente ligado al demográfico, es de tal calado que interesa buscar grandes consensos para actuar de manera eficaz. Contra lo que pudiera parecer a primera vista, las diferentes opciones ideológicas pueden estar muy alejadas en la retórica, pero la distancia se acorta mucho en lo que realistamente se puede hacer, y cómo.

*Juan González-Barba. Diplomático y exsecretario de Estado para la UE (2020-21).

La migración se ha convertido en una de las principales cuestiones de debate político, desde luego en la UE, pero también en otros países receptores —no solo occidentales— y en los países de origen y tránsito. Si nos centramos en el ámbito europeo y nacional, llama la atención cómo se aborda desde una falsa dicotomía: las fuerzas políticas de izquierda serían más bien proinmigración mientras que las de derecha serían antiinmigración. Partiendo de esta errónea percepción, sorprende, cuando no debería, la adopción por gobiernos de izquierdas de enfoques muy restrictivos con la llegada ilegal de inmigrantes y lo mismo ocurre cuando gobiernos de derechas no logran disminuir el porcentaje de inmigrantes en sus respectivas sociedades durante sus mandatos.

Inmigración Unión Europea
El redactor recomienda