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Juan González-Barba Pera

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El futuro de España en Europa

No debe sorprender que España sea un proyecto nacional inacabado, si se compara con los otros proyectos nacionales europeos

Foto: Foto: Reuters.
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La distinción entre naciones y nacionalismo es hasta cierto punto artificiosa. El procedimiento de construcción nacional ha sido similar, con la gran diferencia de que las naciones más antiguas llevaban siglos de ventaja a los nacionalismos decimonónicos en la construcción de su proyecto nacional. La anticipación en el tiempo, es cierto, entrañó diferencias: la principal, que en los nacionalismos decimonónicos (y del primer tercio del siglo XX) hubo una imitación más o menos consciente de lo que ya se había hecho en la parte occidental del continente. En la construcción de las identidades nacionales más antiguas y en la de las más modernas hubo el mismo propósito de reinterpretar la historia de la nación con las lentes del presente. Como el presente divergía en varios siglos, divergieron sus artífices y los métodos empleados: en el caso de las primeras, la labor de religiosos al servicio de las cortes y la base bíblica fueron sus rasgos principales (y, en menor medida, mitos e historias de la Antigüedad clásica); en el caso de las rezagadas, aunque siguiera habiendo clérigos, abundaron más bien los historiadores, literatos, filólogos, académicos, al servicio de una nueva clase —burguesía, intelligentsia, pequeños comerciantes— que buscaba su protagonismo histórico. Curiosamente, aunque sus reivindicaciones e investigaciones pretendían basarse en hechos descubiertos por la filología y la historia, sus resultados siguieron conservando una aureola religiosa, casi sagrada: las identidades nacionales, antiguas o modernas, escapaban a la razón, para instalarse en el hondón del alma humana, donde anida aquello que es innegociable.

El caso español es sui generis, como sui generis ha sido su papel en la historia europea. A diferencia de lo ocurrido en otros imperios ultramarinos —el francés, el inglés o el holandés—, la simbiosis que se produjo en Hispanoamérica, comparable a la que ocurrió en la América portuguesa, hizo que la incipiente identidad española no se limitara solo a la parte europea. Cuando en el siglo XIX se aceleró la nacionalización de España, los constituyentes de Cádiz, entre los que se incluían diputados de Ultramar, pensaron en todo el espacio español, europeo y americano. Pero la intención fue efímera: la invasión napoleónica coincidió con el inicio de las guerras de Independencia (española de Francia y americanas de la metrópoli). Siguieron tres guerras civiles (cuatro, si a las carlistas se suma la de Independencia, que también fue un conflicto interno), un proyecto liberal vacilante, y proyectos nacionalistas alternativos en Cataluña y el País Vasco en el último tercio del siglo XIX. Todavía la guerra de África (1859-60) fue vivida en Cataluña como una guerra patriótica, española, lo que ya no ocurrió durante la segunda guerra de África o guerra del Rif. A diferencia de las otras grandes viejas naciones occidentales, España permaneció neutral en las dos Guerras Mundiales. Porque debe recalcarse: además de una ideología y un proyecto, la construcción nacional ha precisado de mucha violencia, y las guerras han sido su mejor forja. En la historia de las naciones europeas, las más antiguas y las más modernas, pocas cosas han solidificado tanto el proyecto como el haber participado en las dos Guerras Mundiales, con independencia de que se hubiera acabado entre los perdedores o ganadores. Y pocas cosas han desunido tanto como las guerras civiles: España tiene el récord en los siglos XIX y XX: a las tres (o cuatro) mencionadas se añade la guerra civil del 36-39, seguida de una dictadura que perpetuó la división en favor de los vencedores.

Foto: Dolores Ibarruri, Pasionaria.

No debe sorprender entonces que España sea un proyecto nacional inacabado, si se compara con los otros proyectos nacionales europeos. Las circunstancias impidieron el monopolio del proyecto nacionalizador, sin dejar resquicio a proyectos alternativos en partes del territorio. La principal consecuencia de un proyecto nacional es la forja de la identidad nacional, un sentimiento que, en su intensidad, se aproxima al religioso. Carece de sentido cualquier propósito de reespañolizar a estas alturas regiones donde han fructificado proyectos nacionales alternativos. Existen en el territorio español un número de españoles, principalmente, pero no solo, en Cataluña y el País Vasco, que rechazan de plano la identidad española, y conciben su identidad catalana o vasca como excluyente, radicalmente incompatible con aquélla.

Las fuerzas nacionalistas y/o independentistas exigen que se reconozca el carácter plurinacional de España y no creo que deba haber ningún inconveniente en que así sea, porque no hace sino describir una realidad, pero ello debería ocurrir a condición de que se acepte afrontar la realidad en su conjunto. Y es que tanto Cataluña y el País Vasco son también realidades plurinacionales. Cuarenta años de vida autonómica, con amplias competencias y recursos en materia educativa, informativa y cultural, por no hablar de otras competencias que, indirectamente, también inciden en la construcción del proyecto nacional, no han logrado avances significativos en materia de identidades nacionales catalana y vasca. Hay altibajos, por razones coyunturales —crisis del euro y sus repercusiones, determinadas decisiones del Gobierno español, de los autonómicos, o de los tribunales, sobre todo del Constitucional—, pero la realidad es que un porcentaje muy alto de catalanes y vascos sigue sintiendo como compatibles sus respectivas identidades con la española y hay incluso un porcentaje significativo de residentes en ambas comunidades autónomas cuya identidad principal y excluyente es la española.

Foto: Imagen de archivo de una bandera española. (EFE/Juan Ignacio Roncoroni) Opinión
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No hay más remedio que concluir que los proyectos nacionales vasco y catalán son, como el español, proyectos inacabados. Sin embargo, y a diferencia de lo que en términos generales ocurre en el caso del proyecto español, los líderes políticos y sociales del nacionalismo y/o independentismo vasco y catalán no han renunciado a concluir con éxito sus respectivos proyectos nacionales. Las leyes de desconexión y la declaración unilateral en el pasado, o el propósito de ampliar la base social y la insistencia en que “ho tornarem a fer” en el futuro, expresan la ambición de consumar lo que se inició a finales del siglo XIX. Algo que a sus ojos pasa, indefectiblemente, por la independencia, cuya etapa previa es el reconocimiento del derecho a la autodeterminación —lo que, dicho sea de paso, ha aumentado el porcentaje de los que, en el caso del proyecto nacional español, propugnan una recentralización del país, finiquitando el Estado de las autonomías y haciendo tabla rasa de otras identidades nacionales rivales—. Se busca la estatalidad independiente no porque preexista una nación homogénea y exclusiva en los respectivos territorios catalán y vasco, sino al contrario, porque si se tiene un Estado independiente se contará con los instrumentos necesarios para esa consolidación y ampliación nacional que la autonomía solo ha conseguido de manera insuficiente.

Si el proyecto nacional español es sui generis, no lo son menos los proyectos vasco y catalán. Han sido los únicos proyectos nacionalistas europeos de entre los secesionistas cuya separación se predicaba no de un imperio (o de un Estado multinacional como Yugoslavia), sino de una de las naciones occidentales más antiguas, cuya fragua se inició en la Edad Moderna y su aceleración nacionalizadora a partir del XIX. Los casos catalán y vasco se encontraron con un escollo mayor que los hizo únicos en comparación con los restantes proyectos decimonónicos europeos: en el seno del territorio que habían acotado para el desarrollo de las naciones catalana y vasca habitaba otra previa identidad nacional, la española, menos desarrollada y fuerte que la conseguida por franceses al otro lado de los Pirineos, pero más resistente de lo esperado. Los nacionalistas catalanes y vascos, casi sin excepción, evitan referirse a España como tal, sino con el circunloquio “Estado español”, como si se pretendiera exorcizar una realidad que solo existe allende las respectivas fronteras, sin reconocer que también habita en su seno, de manera íntima, en la propia familia, vecindario o lugar de trabajo. Esta actitud no hace a los nacionalistas catalanes y vascos más “egoístas” o “insaciables” que otros europeos que viven sus diferentes identidades nacionales. El objetivo de todas ellas, en algún punto de su historia, es o ha sido que las personas que viven en el territorio definido como nacional salgan de su “error identitario”. Se busca o ha buscado su asimilación y, si esta se revelara imposible, su expulsión. No hay aquí un juicio moral, sino una descripción de unas pautas que han ocurrido una y otra vez en la historia europea.

Foto: El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès (d), y el lendakari, Iñigo Urkullu, en una reunión bilateral en 2021. (EFE/Generalitat de Cataluña) Opinión
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Por no hablar de un fenómeno que se produciría al día siguiente de la proclamación de una hipotética independencia, que ha sido recurrente en el resto de proyectos nacionalistas europeos y no europeos para mantener viva llama del proyecto y aglutinar apoyos crecientes: el irredentismo de los territorios por liberar e incorporar a la nación, ya fuera en este caso el resto de els paisos catalans o de los siete territorios vascos, cuya reivindicación está ahora puesta en sordina por razones tácticas. El conflicto perenne estaría servido, no ya con el resto de España (España conservaría el nombre, aunque su naturaleza habría cambiado radicalmente, pues es un proyecto que no se concibe sin Cataluña y el País Vasco, al menos sin aquellas partes de ambas que se consideran también españolas), sino también con Francia. Lejos de una disección clara y, solo al inicio, dolorosa, el resultado sería una separación borrosa y origen de un encono cada vez mayor que —es preciso reconocer la posibilidad de la hipótesis— podría terminar degenerando en una violencia insólita, si es que no se hubiera desatado antes. Recuérdese que ambos nacionalismos no lograron la independencia casi un siglo atrás, en que la guerra civil española y la gran guerra europea hicieron posible desgarros que no son concebibles en situaciones de paz.

El conflicto territorial irresuelto español pareció encontrar una solución definitiva en el pacto constitucional de 1978, en que participaron las principales fuerzas de la izquierda y derecha españolas, así como de los nacionalismos catalán y vasco (cierto es que el PNV se abstuvo en su votación, pero luego, con su participación plena y fructífera en el desarrollo de lo acordado, aceptó sus efectos). Entre ideologías es mucho más fácil hacer concesiones que entre identidades nacionales, y sin embargo en 1978 se hicieron: unos y otros aceptaron dejar en tablas la partida, y reconocer que el choque de los proyectos nacionales español con el vasco y catalán en sus respectivos territorios no se había saldado con la victoria de ninguno. Este pacto histórico, que concitó la admiración del mundo, hizo que España se alejara de la maldición histórica de que, sin el paso previo de un conflicto armado a gran escala, es imposible alcanzar una solución duradera a los contenciosos derivados de identidades nacionales rivales. Además de la visión y altura de miras de los representantes políticos que protagonizaron la negociación, no cabe duda de que la perspectiva de ingresar en las entonces Comunidades Europeas fue un poderosísimo acicate para llegar a un acuerdo.

Foto: Ilustración: Raúl Arias. Opinión

Si la perspectiva de la participación en el proyecto de integración europea fue clave en el éxito del pacto de 1978, la mejora de los cauces de participación efectiva de todas las Comunidades Autónomas, en el ámbito de sus competencias, en la profundización del proyecto de integración europea podría volver a ser esencial. Ello ofrecería a los ciudadanos españoles que no se sienten tales vivir su identidad alternativa en su territorio y, además, hacerla complementaria de otra superior que no sería la española, sino la europea. España —o, en su denominación, el Estado español— no sería una realidad afectiva como lo es para los que nos sentimos tales, sino el cauce institucional para vivir y desarrollar la identidad europea que, esta sí, sería compatible con la suya. Porque la identidad europea es muy distinta de la de las nacionales que integran Europa: no es una identidad cuya adquisición se ha terminado sintiendo como imbuida por algo similar a una fuerza religiosa, casi divina, sino creada, humanamente creada, sobre la base de una geografía e historia comunes. Por eso no rivaliza con las identidades nacionales, no pretende suplantarlas, deja a ellas cuantos mártires y sacrificios se hicieron en su forja, aunque también necesite algo de emoción.

La identidad europea no es una identidad cuya adquisición se ha terminado sintiendo como imbuida por algo similar a una fuerza religiosa

España, desde su ingreso en las entonces Comunidades Europeas, se ha caracterizado por su acendrado europeísmo. Pero, por un cúmulo de decisiones erradas de unos y otros, nos podríamos encontrar con décadas de ensimismamiento por querellas identitarias que nunca se resolverán a la entera satisfacción de una de las partes. Quizá ahora se entienda por qué he titulado este artículo “El futuro de España en Europa”. Incluso se podría haber titulado “El futuro de España en el mundo”. Si, como españoles (o vascos, o catalanes, o cualquiera otra identidad que se reivindique en exclusividad en el seno del Estado), queremos tener alguna influencia en los grandes retos de todo tipo que afronta la Humanidad, bien haríamos en concentrar nuestras energías en continuar, como lo hemos hecho hasta ahora, perfeccionando el proyecto europeo. Sería muy triste encontrarnos, una vez más en la historia contemporánea de España, con la irrelevancia de nuestro país en esta misión continental colectiva o, peor aún, que nos convirtamos en una rémora, en el “problema español”.

*Juan González-Barba. Diplomático y exsecretario de Estado para la UE (2020-21).

La distinción entre naciones y nacionalismo es hasta cierto punto artificiosa. El procedimiento de construcción nacional ha sido similar, con la gran diferencia de que las naciones más antiguas llevaban siglos de ventaja a los nacionalismos decimonónicos en la construcción de su proyecto nacional. La anticipación en el tiempo, es cierto, entrañó diferencias: la principal, que en los nacionalismos decimonónicos (y del primer tercio del siglo XX) hubo una imitación más o menos consciente de lo que ya se había hecho en la parte occidental del continente. En la construcción de las identidades nacionales más antiguas y en la de las más modernas hubo el mismo propósito de reinterpretar la historia de la nación con las lentes del presente. Como el presente divergía en varios siglos, divergieron sus artífices y los métodos empleados: en el caso de las primeras, la labor de religiosos al servicio de las cortes y la base bíblica fueron sus rasgos principales (y, en menor medida, mitos e historias de la Antigüedad clásica); en el caso de las rezagadas, aunque siguiera habiendo clérigos, abundaron más bien los historiadores, literatos, filólogos, académicos, al servicio de una nueva clase —burguesía, intelligentsia, pequeños comerciantes— que buscaba su protagonismo histórico. Curiosamente, aunque sus reivindicaciones e investigaciones pretendían basarse en hechos descubiertos por la filología y la historia, sus resultados siguieron conservando una aureola religiosa, casi sagrada: las identidades nacionales, antiguas o modernas, escapaban a la razón, para instalarse en el hondón del alma humana, donde anida aquello que es innegociable.

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