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Roma, capital de Europa
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Juan González-Barba Pera

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Roma, capital de Europa

¿Tiene una capital Europa o, para ser más precisos, la Unión Europea? ¿Si así fuere, estaría justificada por sus títulos históricos? ¿Tiene sentido que un proyecto tan diferente al de una nación Estado tenga una capital?

Foto: Una persona hace ondear una bandera de la Unión Europea. (EFE/Jorge Zapata)
Una persona hace ondear una bandera de la Unión Europea. (EFE/Jorge Zapata)

En un reciente mitin político, con amplia repercusión en las redes sociales, la primera ministra italiana Giorgia Meloni declaró que “Roma debería ser la capital de la Unión Europea, porque la capital de la Unión Europea no puede ser el lugar más cómodo para poner oficinas, sino el lugar que represente su identidad milenaria”. Comentaristas afines a la Sra. Meloni interpretaron sus palabras en el sentido que “ponía en su lugar a los burócratas globalistas de Bruselas”, pero que, al menos en lo que a mí respecta, suscitaron otro tipo de reflexiones, que expongo a continuación.

¿Tiene una capital Europa o, para ser más precisos, la Unión Europea? ¿Si así fuere, estaría justificada por sus títulos históricos? ¿Tiene sentido que un proyecto tan diferente al de una nación Estado tenga una capital? Y, finalmente, ¿cuál es la pretendida identidad milenaria europea?

Antes de responder a la pregunta de cuál es la capital de la UE, si es que existe, es preciso recordar que la propia existencia de una ciudad capitalina, con concentración del poder político –y, a menudo, también militar y económico- es propia de la Edad Moderna, desde luego en Europa. Es en el inicio de la construcción del Estado moderno, en los países más occidentales de Europa, cuando se consolida y fija la capitalidad del país en una ciudad. Hasta entonces, la capital había estado en función del lugar de residencia del rey de turno, y no faltaban casos en que itineraba siguiendo al titular del poder regio.

¿Es correcto afirmar que Bruselas es la capital de la Unión Europea? Podría dar esa sensación, pues constantemente los periodistas se refieren a ésta por el nombre de aquella, en claro uso metonímico. Según el Tratado de la Unión Europea, esta consta de siete instituciones, a saber, el Parlamento Europeo, el Consejo Europeo, el Consejo de la Unión Europea, la Comisión Europea, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el Tribunal de Cuentas Europeo. Las sedes de dichas instituciones no coinciden en una misma ciudad: Bruselas, Estrasburgo, Luxemburgo y Fráncfort; a veces, la sede de una institución está escindida entre dos (el Consejo, que en los meses de abril, junio y octubre se reúne en Luxemburgo, y el resto del año en Bruselas), o incluso tres ciudades (el Parlamento celebra sus plenos mensuales en Estrasburgo, pero las reuniones de comisiones y grupos políticos en Bruselas, y su secretariado radica en Luxemburgo); no es del todo correcto afirmar que la sede del Consejo Europeo está en Bruselas, ya que su presidente puede convocar –y de hecho lo suele hacer- reuniones extraordinarias en el país de la presidencia rotatoria. Incluso el caso más evidente, como es la sede bruselense de la Comisión, debe matizarse: servicios de la Comisión de la importancia del Centro Común de Investigación tiene seis sedes en sendos países (una de ellas en Sevilla). Además, hay que citar las más de treinta agencias descentralizadas, la mayoría, pero no todas, vinculadas a los trabajos preparatorios y de ejecución de la Comisión, cuyas sedes radican en distintos países de la UE.

Foto: Gala inaugural de la Presidencia polaca del Consejo de la Unión Europea en Varsovia. (EFE/Pawel Supernak)

Por tanto, no es correcta la afirmación de que la capital de la UE está en Bruselas, sino que más bien lo sería decir que una parte importante del trabajo de las principales instituciones de la UE ocurre en Bruselas, que no es exactamente lo mismo. ¿Habría sido más apropiado que, por el propio peso de la historia europea, se hubiera optado por Roma?

Europa, como la conocemos, no habría existido sin el Imperio romano. La historia europea es deudora de la civilización grecolatina de la Antigüedad. Uno de los signos distintivos de Europa respecto a otras civilizaciones es que sus ideas políticas, artísticas, científicas y culturales fueron siempre contrastadas con un pasado remoto que se consideró superior, al menos, hasta la revolución científica del siglo XVII. A diferencia de lo ocurrido con la decantación de una capital en los Estados modernos europeos, en la Roma antigua pasó lo contrario: primero fue la ciudad, a partir de la cual se produjo la expansión territorial en época republicana y luego imperial. Incluso el concepto de ciudadanía romana tuvo siempre un sesgo municipal, en el sentido que se reproducía la participación institucional en innumerables “Romas” esparcidas por todo el territorio, pero también en el sentido de que, en última instancia, la ciudadanía romana se basaba en la ficción de la participación de todos los ciudadanos del Imperio en la vida institucional de Roma propiamente dicha.

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Pero sucede que Europa, como concepto geográfico-civilizatorio, es muy distinta del Imperio Romano, incluso cristianizado, realidad que pervivió en Occidente hasta que Odoacro depuso al emperador Rómulo Augústulo en el año 476, y en Oriente hasta la caída de Constantinopla en 1453. La gran cesura no fueron las llamadas invasiones germánicas en la parte occidental del Imperio, pues en gran medida sobrevivieron modos de vida e interconexiones existentes en el Imperio desaparecido. El gran corte entre el Imperio romano (incluido los Estados sucesores germánicos inmediatamente posteriores a su desmoronamiento en Occidente) y lo que terminaría siendo Europa fueron las conquistas árabes, como bien expuso Henri Pirenne en su famoso libro Mahoma y Carlomagno. La realidad geográfica y económica dejó de desenvolverse en toda la cuenca mediterránea, con sus hinterland al Norte, Sur y el Levante, y pasó a hacerlo solo en el continente europeo propiamente dicho. El control de África del Norte y el Levante (y de la mayor parte de la península ibérica) pasó a manos musulmanas y el Imperio romano de Oriente o Bizancio, cada vez más helenizado, se ciñó a Anatolia y los Balcanes. Significativamente, se perdió la tenue vinculación que mantuvieron los reinos germanos inmediatamente sucesores del Imperio en Occidente con el emperador en Constantinopla, al que reconocían la dignidad imperial y éste, a cambio, legitimaba a sus líderes como reyes o con otros títulos imperiales.

En la antigua Galia romana, una nueva dinastía, los francos carolingios, se hizo con el poder y expandió su territorio, también más allá del Rin con la conquista y cristianización de los sajones. Y, sobre todo, se independizó del emperador romano de Oriente, cortando todo vínculo formal de sumisión. La coronación de Carlomagno en el 800 en Roma por el Papa León III fue la carta fundacional de Europa propiamente dicha, aunque quizá fuera más adecuado fijarla en 812, fecha en que el emperador bizantino Miguel I Rangabé reconoció a Carlomagno como emperador de Occidente. Con la coronación de Carlomagno, el papado asumió un poder legitimador innovador a cambio de la protección brindada por el emperador, inicialmente frente a los lombardos. Carlomagno fijó la capital de su imperio en Aquisgrán.

A la muerte de Carlomagno, su único hijo sobreviviente, Ludovico Pío, heredó la totalidad del imperio, pero sería a la muerte de Ludovico, y más específicamente de resultas del Tratado de Verdún (840), cuando se perfilaría el contorno histórico de una Europa aún balbuciente. Mediante dicho tratado se dividió el imperio entre sus tres hijos: a Carlos II el Calvo le correspondió la Francia Occidental, a Luis II el Germánico la Francia Oriental y a Lotario la Francia Media –también llamada Lotaringia-, así como la dignidad imperial.

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La Francia Occidental podría verse como el embrión de lo que terminaría siendo Francia, y la Oriental como el embrión de lo que terminaría siendo Alemania. Pero antes de la reunificación alemana conseguida en el siglo XIX, la Francia Oriental de Luis II desembocaría en el que se llamó Sacro Imperio Romano Germánico gracias a una figura del relieve histórico de Carlomagno como fue Otón I. La dignidad imperial, que había languidecido entre los descendientes de Lotario hasta la insignificancia, fue resucitada con la coronación de Otón en Roma por el papa Juan XII, a cambio de la protección brindada, esta vez frente a Berengario de Italia. Esta segunda recreación del Imperio perviviría, con múltiples transformaciones, hasta su disolución formal en 1806 (lo fue de hecho en 1804) propiciada por Napoleón. De los dos imperios sucesores, el napoleónico o francés, y el austriaco (rebautizado austrohúngaro en 1867), sería el segundo el más longevo, hasta su desaparición en 1918, pero, sobre todo, el que mantendría una estructura que, aunque profundamente transformada, se inspiraba en una lógica alejada del Estado nación. Es en el imperio fundado por Carlomagno, recreado por Otón y continuado, si bien radicalmente transformado, por Francisco I de Austria (que fue, hasta 1806, Francisco II del Sacro Imperio Romano) donde se debe situar el precedente remoto de la Unión Europea. La capital, que fluctuó formalmente entre Aquisgrán, Ratisbona y, ya con los Habsburgo, Viena, desempeñaba una función muy distinta a lo que entendemos por capital de un Estado nación. De alguna manera, acompañaba al emperador en su residencia, de manera que con Federico II de Hohenstaufen radicó en Palermo, o con Carlos V itineró por media Europa, siguiendo al emperador más viajero de su historia. En realidad, el Imperio fue policéntrico, como es la realidad de la Unión Europea.

Así y todo, se precisaba decidir una ubicación para el funcionamiento de las principales instituciones, y, visto en retrospectiva, los líderes de los seis Estados fundadores de la entonces Comunidad Económica Europea, germen del proyecto de integración europea, adoptaron a este respecto una sabia decisión, cual fue optar por varias ciudades que, o eran la capital de un Estado mediano (Bruselas), o pequeño (Luxemburgo), o era una ciudad mediana que simbolizaba como pocas la reconciliación franco-germana (Estrasburgo). Cuando, décadas más tarde, se creó el euro y, con éste, una nueva institución para su gobierno como fue el Banco Central Europeo, se decidió ubicar su sede en Fráncfort, ciudad que compartía con Estrasburgo el hecho de no ser capital estatal.

No es casualidad que estas cuatro ciudades se encuentren en el territorio que originalmente tuvo esa entidad tan peculiar que fue la Lotaringia, creada por el tratado de Verdún de 840 y que comprendía los actuales Países Bajos y Luxemburgo, casi toda la actual Bélgica, el Este de la actual Francia, zonas de Alemania al Oeste del Rin, la actual Suiza y el Norte de la actual Italia.

Foto: Sede de la Comisión Europea y del Consejo Europeo en Bruselas. (Reuters)

¿Y Roma? ¿No debía haber visto reconocido el papel fundamental que desempeñó a lo largo de la vida de los imperios carolingio y sacro-germánico? Lo ha sido, pero de manera simbólica: el tratado que creó la Comunidad Económica Europea fue firmado en Roma en 1957, y lleva su nombre. Desde el punto de vista estrictamente territorial, Roma solo fue durante aquella época la capital de los Estados Pontificios, un pequeño Estado de los muchos que surgieron en el territorio de la actual Italia. Desde el punto de vista político-espiritual, sin embargo, Roma, en tanto que residencia papal –salvo durante el periodo de Avignon-, fue fuente de legitimación imperial. Así ocurrió, desde luego, cuando Carlomagno creó el Imperio y cuando Otón lo recreó, pero también con todos los emperadores que le siguieron, para los que la coronación papal era la confirmación definitiva de su autoridad, aunque no siempre la lograran, y así hasta llegar a la coronación de Carlos V por Clemente VII en Bolonia en 1530, que finalizó la práctica. Durante la Edad Moderna, el protagonismo papal en la vida europea fue menguando, primero con la Reforma, que cuestionó el monopolio romano de la autoridad eclesial en el Occidente europeo, luego con la Ilustración, que cuestionó el fundamento religioso de la legitimidad del poder político, hasta llegar a la Revolución Francesa, que solo concibió la voluntad popular como única fuente de legitimación del poder.

Roma representa un caso único entre las capitales europeas, porque, desde la formalización en los Pactos de Letrán de 1929, es la capital de dos Estados, Italia y la Santa Sede. En puridad, es este último el heredero del protagonismo político romano en la historia europea. Pero sucede que dejó de ser europeo cuando se convirtió en universal: en primer lugar, porque la jurisdicción de la Iglesia católica desbordó las fronteras europeas a medida que los Estados europeos aumentaban sus dominios fuera de Europa y mantuvo su presencia extraeuropea cuando los Estados europeos se replegaron al territorio europeo a raíz de la descolonización. Con ocasión del concilio Vaticano II, la Iglesia católica, y con ella Roma, acentuó su carácter universal al convertirse en el pivote del diálogo interreligioso con el resto de las Iglesias cristianas y con las demás religiones en el marco del ecumenismo.

Vista desde esta perspectiva, Roma ha tenido todo el reconocimiento que merece como capital indiscutible de una identidad milenaria. Lo que no es tan evidente es si el cristianismo representa la identidad milenaria de Europa, al menos interpretado desde un punto de vista confesional, según hace la Iglesia católica y demás Iglesias cristianas. Sí lo sería si se exploran todas las insospechadas manifestaciones que traen su última causa del mensaje cristiano, pero esta es una cuestión que desborda el contenido del presente artículo.

*Juan González-Barba, diplomático y ex secretario de Estado para la UE (2020-21).

En un reciente mitin político, con amplia repercusión en las redes sociales, la primera ministra italiana Giorgia Meloni declaró que “Roma debería ser la capital de la Unión Europea, porque la capital de la Unión Europea no puede ser el lugar más cómodo para poner oficinas, sino el lugar que represente su identidad milenaria”. Comentaristas afines a la Sra. Meloni interpretaron sus palabras en el sentido que “ponía en su lugar a los burócratas globalistas de Bruselas”, pero que, al menos en lo que a mí respecta, suscitaron otro tipo de reflexiones, que expongo a continuación.

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