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Donde Putin dice "Ucrania" pongan "Sudetes"
No parece que vaya a producirse una guerra con Rusia, sino un reajuste de equilibrios territoriales entre grandes potencias con Europa de escenario
No habrá guerra con Rusia, al menos mientras duren los Juegos Olímpicos en China, al menos no una guerra como la Segunda Guerra Mundial; ni la quiere Rusia ni la quiere la OTAN. Como me dijo un alto cargo de la Alianza Atlántica: “Nadie se va a meter en una guerra nuclear por Ucrania”. ¿A qué asistimos pues? No lo duden: a un reajuste de equilibrios territoriales entre potencias mundiales con Europa de escenario. Dejando a un lado la defensa de la democracia, que en este caso tampoco está entre los argumentos que enarbolan los Estados Unidos, los dos actores de la Guerra Fría vuelven a medirse sobre nuestro suelo. Se trata de un duelo ritual al viejo estilo para fijar las áreas de influencia de cada uno.
Para nosotros, lo más lamentable de todo es corroborar hasta qué punto la Unión Europea resulta un sujeto irrelevante en política internacional, ¡incluso cuando la política internacional sucede en Europa! En esta crisis ha cobrado valor lo que cada uno de los socios europeos hace por separado —Francia, Alemania, Hungría…—, pero a nadie parece importarle qué dice la UE como conjunto. Esta semana, por ejemplo, mientras Emmanuel Macron viaja a Moscú y Kiev y Olaf Scholz a Washington, Ursula von der Leyen se irá a Senegal a publicitar en persona un programa de ayuda humanitaria, lo que está muy bien, aunque podría hacerlo cualquier comisario. Además, esos viajes —Moscú, Kiev, Washington y Senegal (¡?)— carecen por completo de coordinación.
En el caso de Scholz, el viaje sale al cruce de las críticas que está recibiendo en Alemania por su bajo perfil durante la crisis. En el caso de Macron, la foto de Moscú, tras los pasos de Orbán, tiene un claro tono electoralista; veremos cómo responde si vuelve con las manos vacías. Y en el caso de Von der Leyen… Bueno, esa salida a África no tiene explicación en estos momentos.
A mayor abundamiento, el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, ha permitido que, en plena crisis, se anuncie que para septiembre ya tiene un nuevo trabajo como gobernador del Banco de Noruega, haciendo patente su provisionalidad y la impresión de que las decisiones de verdad se están tomando por los que en septiembre seguirán en la Casa Blanca.
Si la UE fuera alguien en el mundo, no consentiría que la OTAN y Rusia convirtieran su casa en el bar de la próxima riña tumultuaria. Se defendería sola, negociaría por sí misma y no admitiría soluciones en las que acabara siendo perjudicada. Pero ocurre lo contrario: la UE necesita que vengan a defenderla, que negocien en su nombre y al final, sin comerlo ni beberlo, puede verse seriamente dañada por la resolución del conflicto.
Imaginemos que, de un modo u otro, por sí o, más probablemente, por fuerza interpuesta, Rusia, tras los Juegos Olímpicos chinos —ojo, la invasión de Crimea iniciada el 27 de febrero de 2014 vino tres días después de la clausura de los Juegos Olímpicos de Sochi—, acabase ocupando o desestabilizando Ucrania: ¿cuál sería nuestra respuesta? Solo podrían ser dos, dado que no estaríamos ante un supuesto de los del artículo 5 —principio de defensa colectiva— del Tratado del Atlántico Norte:
Una, más sanciones económicas para Rusia que conllevarían sanciones recíprocas para la UE. A los EEUU no les afecta un corte de suministro del gas ruso, pero a la economía alemana podría ponerla al borde del colapso.
Y dos, despliegue de armas y fuerzas de disuasión en los países de Europa del Este. Esto es convertir una buena parte del terreno de la UE en zona militarizada o amenazada.
O sea, que la UE pagaría el pato. Si ya nos costaba meternos en la carrera de las grandes potencias —China y EEUU—, sin gas ruso o con nuevos misiles de la OTAN instalados en Polonia, Rumanía o las repúblicas bálticas, nos iba a costar mucho más.
Dicho esto, no cabe engañarse sobre quién es el único responsable de lo que sucede: Vladimir Putin. Mientras su régimen liberticida perdure, Europa será un territorio inseguro, aún más de lo que lo fue en tiempos de la URSS —recordemos que esta tensión en Ucrania comenzó con una invasión de emigrantes impulsados desde Bielorrusia—. El presidente ruso no actúa al azar. Es a propósito que esta escalada bélica tenga lugar en invierno, cuando se hace más evidente la dependencia europea del gas ruso, con un Gobierno todavía en pañales y sin Merkel en Alemania, con una Francia centrada en las próximas elecciones presidenciales y con el líder de la oposición democrática rusa, Alekséi Navalni, encarcelado. Y, por cierto, encendiendo ahora mismo la alarma también sorprende a la Administración Biden muy debilitada en política exterior, tras el fiasco que supuso la retirada de Afganistán, y replegada en Europa por decisión estratégica de Donald Trump.
El objetivo de Putin no es entrar en Ucrania, puesto que ya hace tiempo que está ahí dentro y cómodamente instalado en el Dombás. Le costaría poco, por tanto, provocar una guerra civil ucraniana u observar cómo los niños saludan con banderitas a sus tanques en según qué región. Atenazado por la debilidad de su economía nacional, lo que el dictador ruso busca es un enemigo externo con que distraer a su dominada opinión pública, la división de la UE y la definitiva retirada de los EEUU del escenario europeo.
Respecto a la UE, es cierto que nos ve como lo que somos, una federación a medio construir, con demasiadas cuitas internas y con nula capacidad de actuar unidos. Pero hemos logrado ser un polo de atracción para los territorios del este. Aunque aquí no nos conmueva en absoluto, en Bielorrusia, en Ucrania, en Georgia o incluso en repúblicas más exóticas como Moldavia, Armenia o Azerbaiyán hay quienes defienden su legítimo derecho a aspirar al modo de vida europeo. Y no hablamos solo de ingresar en la UE, sino de cosas más básicas como poder votar en elecciones libres o tener un Estado de derecho que funcione.
Putin no teme nuestros tanques. Teme nuestra prosperidad, nuestras urnas y nuestra prensa libre. El Kremlin cree que a la URSS no la derrotaron los misiles sino los coches, las televisiones y las lavadoras.
A los EEUU, por su parte, les reprocha que la OTAN haya invadido su área de influencia militar al seguir expandiéndose hacia el este y también ser responsables del desmembramiento de la antigua Yugoslavia. Para los rusos, los serbios son un pueblo eslavo de hermanos ortodoxos. Cuando las bombas caían sobre Belgrado o cuando se consintió la separación de Kosovo, muchos rusos sintieron que también a ellos los estaban humillando.
Por otra parte, aunque ahora nuestros ojos estén puestos en Kiev y en Minsk, no debemos olvidar que la amenaza de Putin a Europa va más allá de las frías estepas ucranianas y los densos bosques bielorrusos. En los últimos años, el presidente ruso ha buscado extender su influencia formando un círculo alrededor de nosotros, desde Latinoamérica hasta Medio Oriente y la región subsahariana de África.
Su atención —¿y por qué la nuestra no?— se fija en el continente africano, donde una serie de conflictos inconclusos ha generado la oportunidad perfecta para la interferencia rusa. Comenzó con la República Centroafricana, luego vinieron Sudán y Libia, y lo último son esos 'asesores militares' rusos activos en Malí.
El caso de Malí es significativo. En los últimos siete años, la gran región del Sahel ha sido el epicentro de una operación militar encabezada por Francia contra los insurgentes islamistas radicales. Malí es uno de los países que han vivido un conflicto más extenso y una presencia militar francesa más activa dentro de sus fronteras. Pero con la reciente ruptura entre el presidente Macron y el gobernante militarista y autocrático de Malí, el coronel Assimi Goïta, el Gobierno interino de Bamako parece estar en proceso de formar nuevas alianzas con otros países, alejándose de la esfera occidental. Una oportunidad perfecta para Putin.
Las tropas de una nación se van, las de otra entran. La tricolor francesa es reemplazada por la rusa.
Los cambios de poder geopolíticos que están ocurriendo actualmente en Malí, y en el área general del Sahel, indican que Rusia tiene intención de impulsar su tenaza más allá de las fronteras del Viejo Continente. La idea es muy perturbadora por sí sola: nos está rodeando.
¿Hemos oído hablar de Wagner? El Grupo Wagner está oficialmente etiquetado como una empresa militar privada rusa, una agencia donde sus empleados, militares sin bandera, son contratados para participar en conflictos alrededor en todo el mundo.
Si bien el Grupo Wagner se presenta a sí mismo como una empresa privada independiente, su verdadero propósito es operar como una extensión del Ejército ruso, participando en conflictos en los que el Gobierno ruso niega cualquier participación. Mencionemos otra vez a Crimea. El Kremlin obviamente desmiente todo vínculo con Wagner, pero las informaciones de los servicios de Inteligencia apuntan a lo contrario. Pues actualmente los mercenarios de Wagner, bajo el eufemismo de 'asesores rusos', han sido contratados por el Gobierno de Malí para ayudar a 'estabilizar' el país.
Del hecho de que haya tropas francesas y europeas operando en la misma región que estos paramilitares rusos no puede derivarse nada bueno. Podría ser que el primer choque entre los ejércitos rusos y europeos no lo veamos en Ucrania, sino en una devastada república africana.
Atención a esto: si Rusia consigue ser el árbitro en el Sahel tendrá el control del grifo que abre y cierra la emigración ilegal hacia el sur de Europa, un supuesto de guerra híbrida de manual.
A la UE no le queda otra que la estabilidad, la unión y la firmeza. Estabilidad, unión y firmeza, insisto. O sea, lo contrario de lo que estamos viendo. A mí, qué quieren que les diga, los viajes de Orbán y Macron a Moscú me recuerdan mucho al de Neville Chamberlain a Múnich en 1938. Y tal vez sea porque los discursos sobre la Rusia original, la artificialidad de Ucrania, la población rusa marginada en ese país, la necesidad de recuperar “espacio vital” o lo de “las últimas reclamaciones y ya” me recuerdan demasiado a otros discursos que casi habíamos olvidado. Donde Putin dice “Ucrania” pongan “Sudetes” o “Checoslovaquia” y ya verán, todo cuadra.
No habrá guerra con Rusia, al menos mientras duren los Juegos Olímpicos en China, al menos no una guerra como la Segunda Guerra Mundial; ni la quiere Rusia ni la quiere la OTAN. Como me dijo un alto cargo de la Alianza Atlántica: “Nadie se va a meter en una guerra nuclear por Ucrania”. ¿A qué asistimos pues? No lo duden: a un reajuste de equilibrios territoriales entre potencias mundiales con Europa de escenario. Dejando a un lado la defensa de la democracia, que en este caso tampoco está entre los argumentos que enarbolan los Estados Unidos, los dos actores de la Guerra Fría vuelven a medirse sobre nuestro suelo. Se trata de un duelo ritual al viejo estilo para fijar las áreas de influencia de cada uno.
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