España is not Spain
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La ministra de Trabajo española, lesionada de tanto trabajar
Lo que le ha pasado a la ministra, el colapso, les ocurre a directivos con altas responsabilidades y jornadas laberínticas de estrés, pero también a pringados de la más baja estofa
No se vayan a creer, por el titular, que me estoy cachondeando. Cuando vi el tuit en el que nuestra ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, anunciaba que ha colapsado y que el médico le ha dicho que descanse (esta mañana ha recibido el alta), pensé que el chiste se hacía solo. Pero no me refiero a la chanza fácil y zafia típica de ese mostrenco llamado Marcos de Quinto, que acusaba a Díaz de no saber lo que es el trabajo y romperse a la primera de cambio, sino a una ironía mucho más amarga y sintomática del estado actual del mundo del trabajo en España.
Lo que le ha pasado a la ministra, el colapso, les ocurre a directivos con altas responsabilidades y jornadas laberínticas de estrés, pero también a pringados de la más baja estofa, desde el repartidor de Glovo al picateclas subalterno de la oficina más cutre del panorama nacional, pasando por profesores abrumados por la burocracia en los institutos y médicos interinos acechados por guardias de 48 horas. Ahí aparece el chiste cuando, en un país como España, con este mercado laboral, la ministra de Trabajo se rompe.
Este miércoles tenía una intensa jornada de trabajo que el médico me ha prescrito cancelar por motivos de salud. Hay días en los que nuestro cuerpo nos exige parar y que nos cuidemos para poder seguir. Espero recuperarme pronto con toda la fuerza.
— Yolanda Díaz (@Yolanda_Diaz_) May 26, 2021
¡Por fin nos representan! Echemos un vistazo a nuestras agendas, no hacia adelante, sino al pasado, a través de varias crisis económicas y desfilando por la cuerda tensa de nuestro paro crónico y galopante. El mundo del trabajo en España solo puede catalogarse hoy en día como un pequeño Vietnam tirando a cutre. El trabajo es una fábrica de mala salud y depresiones, de desórdenes emocionales, de familias desestructuradas y, por tanto, de fracaso escolar, hijos hiperactivos y desatendidos, y abuelos en residencias.
Pensemos en lo que ha terminado pareciéndonos normal aprovechando la percha que deja colgada la ministra en su despacho vacío. ¿Cómo nos afecta el curro a muchos de los que tenemos la suerte de no estar buscando uno? ¿Cuál es el coste psicológico de mantenerse en la brecha, de competir no ya por el ascenso sino por la permanencia? Las cifras de depresión no hacen más que crecer en España a un ritmo sincopado con la precariedad. Mi pregunta es sencilla: ¿cuántas de nuestras depresiones, esguinces y pinzamientos mentales se están tratando con enfoques individuales cuando las causas son colectivas?
Un psiquiatra madrileño reflexionaba sobre el tema en una conferencia reciente. Nos hablaba de su trabajo de atención psicológica tras un ERE, y del caso de un hombre de más de 50 años que sufría una fuerte depresión después de haberse quedado en la calle con una indemnización. La autoestima del paciente se había desplomado, su ánimo también: sufría. ¿Hasta qué punto era ético —se preguntaba el psiquiatra— ayudar a este hombre, a base de psicoterapia y pastillas, a aceptar una situación inaceptable?
La pregunta tiene reminiscencias. ¿Debemos adaptarnos los individuos a un ambiente colectivo intolerable o unirnos para cambiarlo? ¿Hay que solucionar las depresiones y colapsos producidos por las malas condiciones de trabajo en farmacias y consultas de psicólogo o en sindicatos que cumplan con su función social? ¿Está siendo la psiquiatría y la farmacopea un aliado del paciente o del sistema laboral? ¿Cuánto mejoraría la salud mental de los españoles con menos visitas al psicólogo y más justicia en el trabajo?
¿Hay que solucionar las depresiones producidas por las malas condiciones de trabajo en consultas de psicólogo o en sindicatos?
Las reflexiones del psiquiatra iban en esta línea, porque lo cierto es que nos hemos acostumbrado a necesitar una ayudita extra para cumplir la jornada, para entregar a tiempo el proyecto o soportar la competitividad extenuante que ya no vive solo en las altas esferas de las empresas, sino en sus escalones más bajos e intercambiables. El somnífero para dormir, la cafeína para despertar o el tirito de farlopa que el camarero se mete por la tocha cuando lleva 10 horas trabajando son anomalías, pero las hemos normalizado.
Decía Orwell que no hay mayor acto de rebeldía que mirar con extrañamiento el mundo que te rodea. Hay que preguntarse entonces, ¿acaso es todo esto normal? ¿Acaso es razonable? ¿Cómo es posible que un currito vaya de su casa al curro como puta por rastrojo, como 'geisha' por arrozal, y pierda horas de sueño tratando de aportar al máximo a su empresa por un sueldo tirando a mezquino y una responsabilidad real minúscula? ¿Necesita ese currito un psicólogo y diazepam, o unas condiciones laborales más humanas?
Ante el peligro constante del despido y el hundimiento, cada currante vive su incertidumbre como una angustia personal, cuando sus problemas son colectivos. Mientras los números son tratados como números, cada uno de ellos reacciona como un ser humano con la autoestima volatilizada, y busca ayuda en el timbre equivocado. Si alguien tiene que tumbarse con urgencia en el diván, es nuestro mercado laboral.
No se vayan a creer, por el titular, que me estoy cachondeando. Cuando vi el tuit en el que nuestra ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, anunciaba que ha colapsado y que el médico le ha dicho que descanse (esta mañana ha recibido el alta), pensé que el chiste se hacía solo. Pero no me refiero a la chanza fácil y zafia típica de ese mostrenco llamado Marcos de Quinto, que acusaba a Díaz de no saber lo que es el trabajo y romperse a la primera de cambio, sino a una ironía mucho más amarga y sintomática del estado actual del mundo del trabajo en España.
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