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Juan Soto Ivars

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Tenemos que hablar del suicidio

El acto suicida neutraliza las causas profundas, equipara a los diferentes y oculta a los responsables subsidiarios. Hace un borrón y cuenta nueva de la existencia cuando coloca a la víctima en el mismo lugar del agresor

Foto: Foto: iStock/kieferpix.
Foto: iStock/kieferpix.

España sufre una peste de suicidios. Hemos cosechado la cifra más alta de la historia desde que empezó a anotarse, hace un siglo. En 2020 se quitaron la vida casi 4.000 personas: el 75% eran hombres, el 25% mujeres. Uno se pregunta cuál sería el tratamiento mediático de este horror si las cifras por sexo estuvieran invertidas, los artículos de fondo, la criminalización aleatoria, pero no hace falta llegar a ese extremo: ya ese 25% de mujeres suicidadas (¡en un año!) son 1.011, solo un 10% por debajo de las 1.117 víctimas mortales de la violencia de género desde 2003, es decir, desde que se hace registro.

Significa que más mujeres se matan a sí mismas de lo que las matan los hombres. Y no, no pretendo establecer una competición macabra, ni provocar. Pongo el dedo en la llaga sangrante de la cifra del suicidio y señalo que, si la violencia de género es un grave problema, y pocos dudan de que lo sea, entonces es difícil encontrar palabras para dar con la magnitud de la autodestrucción. Cuatro mil seres humanos consiguieron matarse en 2020, el año del que saldríamos más fuertes, en nuestro país. Y muchas, muchísimas más, lo intentaron sin lograr su objetivo.

Foto: Andoni Anseán, presidente de la Sociedad Española de Suicidiología.

Tratando de dar con la magnitud correcta, todavía tengo más fenómenos espantosos con los que comparar: en España se están suicidando tres veces más personas de las que se matan en accidentes de tráfico. La cifra de homicidios, por su parte, está por debajo de una décima parte (en 2019, fueron 333). Es decir: a quien más se asesina en España es a uno mismo, con una diferencia abrumadora. ¿Cómo poner palabras exactas a esto? ¿Cómo etiquetarlo? ¿Con qué hacer pancartas, contra qué convocar una manifestación? El partido de Errejón ha abierto en este sentido una ventana necesaria, aunque limitada por el sesgo ideológico. Pero sí: hay que hablar de salud mental.

Quienes se quitan la vida podrán ser víctimas de unos padres negligentes, de la precariedad laboral, del machismo, de la alergia al gluten, del desahucio o de los celos; podrán ser enfermos con desequilibrios en la química cerebral, depresivos por sus malas experiencias vitales, drogadictos pobres, nihilistas ricos, poetas sin lectores o estrellas del rock con demasiados fans, da igual: el acto suicida neutraliza las causas profundas, emborrona la foto, equipara a los diferentes y oculta a los responsables subsidiarios. Hace un borrón y cuenta nueva y lía el dramatis personae cuando coloca a la víctima en el mismo papel que el agresor.

Foto: Foto: iStock.

Esta es la particularidad del suicidio, y una causa de nuestra impotencia ante él: víctima y verdugo son la misma persona, un paradójico asesinato contra uno que además se comete, según cree el suicida, en defensa propia. Leo en los informes profesionales que algunos lo hacen porque quieren morir, pero muchos más para dejar atrás un sufrimiento insoportable. Esta indeterminación es, en parte, lo que convierte el suicidio en tabú, no en el sentido de que esté prohibido hablar de ello, sino en el más profundo y metafísico: nos resulta tan inquietante, tan angustioso, que en general no queremos ni pensarlo.

Algunos se arman con un arsenal de ideas preconcebidas para soportar la ansiedad. Exhiben argumentos que pueden ir del agresivo “fue un cabrón por matarse” al impotente “pobre desgraciado”. Son armaduras retóricas que nos acomodan en el lugar acolchado que llamamos ignorancia. El suicidio, en general, es un fenómeno del que mucha gente tiene opiniones contundentes, pero sobre el que muy pocos se permiten la reflexión. Está muy lejos, pero también muy cerca. ¿Quién no ha fantaseado con ello alguna vez, aunque sea de la forma más superficial y distante al acto? Que levante la mano.

Foto: Foto: EFE. Opinión
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Si el suicidio no se ha convertido en una lucha social, pese a lo abrumador de la cifra, es, en parte, por su complejidad, y también porque no se puede señalar un culpable que encarne todos los males. Ni el patriarcado, ni el capitalismo, ni la transfobia, ni los rojos, ni los fachas, ni la pobreza, ni los 'bots' rusos tienen la culpa. Y nosotros, guerrilleros de poca monta, somos unos inútiles para emprender cruzadas en las que no haya que matar turcos para liberar Jerusalén. Si no se puede responsabilizar al enemigo, entonces dejamos en el suelo la espada y nos alejamos silbando con las manos en los bolsillos. Esto pasa con el suicidio.

Dado que es un asesinato sin asesino que deja una víctima sin compasión, queda tras el suicida un reguero de culpas sin concretar. Los parientes y amigos se preguntarán si tuvieron algo de responsabilidad, si podrían haber hecho algo, y el remordimiento será tan angustioso que preferirán evitar el tema. En este sentido, el suicidio es una respuesta que abre demasiados interrogantes. Solo queda clara la ausencia, pero no su causa. Y ni la nota de suicidio más completa y compasiva logrará que los allegados asientan con la cabeza. Lo que nos lleva a otra cosa curiosa: es del suicida de quien se espera siempre la compasión. De entrada, la que supondría no suicidarse pensando en los demás.

Foto: Un hombre cruza la calle en Tokio. (EFE)

Sé que es un tema espinoso y desagradable. Pero por eso mismo tenemos que hablar del suicidio. Pese al dogma políticamente correcto de que mencionarlo lo incentiva, por ese camino de mojigatería hemos alcanzado una cifra colosal y desastrosa. Así que no sé si hablar del suicidio lo promociona, pero estoy seguro de que no hablar de ello es inútil si queremos abordarlo. Propongo romper esta bobalicona prudencia: hablar para que brote una conciencia social y se pongan en práctica mecanismos que ayuden a esas personas.

Entre los 4.000 suicidas españoles de 2020 había siete niñas y siete niños menores de 15 años. Según las cifras facilitadas por el Observatorio del Suicidio, si mientras lees esto se ha matado alguien en España, el siguiente lo hará en las próximas dos horas y cuarto. Así de urgente es hablar del tema. Así de urgente es actuar. Así de urgente es romper el tabú.

España sufre una peste de suicidios. Hemos cosechado la cifra más alta de la historia desde que empezó a anotarse, hace un siglo. En 2020 se quitaron la vida casi 4.000 personas: el 75% eran hombres, el 25% mujeres. Uno se pregunta cuál sería el tratamiento mediático de este horror si las cifras por sexo estuvieran invertidas, los artículos de fondo, la criminalización aleatoria, pero no hace falta llegar a ese extremo: ya ese 25% de mujeres suicidadas (¡en un año!) son 1.011, solo un 10% por debajo de las 1.117 víctimas mortales de la violencia de género desde 2003, es decir, desde que se hace registro.

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