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El comodín tramposo del discurso de odio
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Juan Soto Ivars

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El comodín tramposo del discurso de odio

Si con la falacia de los derechos humanos se pretende avergonzar a los oponentes con una generalización, con el truco del discurso de odio se intenta censurar la crítica atribuyéndole una intención malvada y odiosa

Foto: Protestas en Madrid por la muerte de Samuel. (Sergio Beleña)
Protestas en Madrid por la muerte de Samuel. (Sergio Beleña)

El nivel del debate nacional es tan bajo que me divierte. Oigo las discusiones como el palomitero que se encierra a mirar efectos especiales de la última de Marvel, solo que aquí las explosiones y monstruos de CGI son retóricos. Los oigo hablar de la Guerra Civil como si hubiera empezado ayer y del franquismo como si estuviera vivo; del peligro que conlleva ser homosexual o mujer en las calles de Madrid; del dolor por los golpes sufridos hace 500 años; de la fragilidad —cercana a la agonía— del idioma español. Aquí, como en Tatooine, cada cual encuentra sus motivos para vivir de la amenaza fantasma.

Veo cualquier tertulia y creo que los participantes llevan trajes ceñidos de licra verde, como el actor que hacía del Gollum, que les sirven de croma. En ellos proyectan grandes palabras y causas heroicas, pero no hay quien se lo crea. Cuando por ejemplo una señora finge estar muy enfadada y alarmada ante la cámara, es como una mala actriz de culebrón venezolano, pero el trabajo del espectador es hacer como que se lo cree. Encontrar en un debate a una sola persona a la que le importe realmente lo que está diciendo es más difícil que beber de una botella cerrada. Fingen estar alarmados para alarmar a otros.

En este juego, las falacias son la moneda de curso legal y los argumentos, un artículo exótico que se encuentra de estraperlo

En este juego, las falacias son la moneda de curso legal y los argumentos, un artículo exótico que se encuentra de estraperlo. He decidido ir anotando aquí, a mi ritmo, los trucos más aparatosos que encuentro. El mes pasado escribí de la falacia de los derechos humanos: se está discutiendo, por ejemplo, si Ione Belarra ha dicho una estupidez, y de pronto uno, que hasta el momento parecía defensor a sueldo de Podemos, se erige en portavoz no de la formación, sino de los derechos humanos. “Aquí estamos hablando de derechos humanos”, suelta, y quiere sugerir que el resto, por criticar lo que haya dicho Belarra, no los respeta.

Foto: Imagen de naeim en Pixabay. Opinión

Hoy analizaré otro truco igual de popular y cargado de la misma intención boicoteadora: el del discurso de odio. Si con la falacia de los derechos humanos se pretende avergonzar a los oponentes con una generalización, con el truco del discurso de odio se intenta censurar la crítica atribuyéndole una intención malvada y odiosa. Es decir: si con la falacia de los derechos humanos lanzan sobre ti la sospecha de que no los respetas, con la del discurso de odio están acusándote de decir (o pensar) algo que no solo produce el desacuerdo de tu interlocutor, sino que además es criminal.

Veamos: el discurso del odio existe, el problema es que no sabemos dónde están sus límites. Con ese sintagma nos referimos a un espectro muy amplio con los bordes difusos. Todos sabemos que 'Mein Kampf' es discurso de odio, como lo que soltaba la emisora de la Mil Colinas, sobre todo porque hablamos a toro pasado y conocemos cuáles fueron sus consecuencias. Pero en España pueden acusarte de alimentar el discurso de odio porque te parece una tomadura de pelo, yo qué sé, el planteamiento del último libro de Peio H. Riaño.

Foto: Protestas en Madrid por la muerte de Samuel. (Sergio Beleña)

Se supone que el discurso de odio consiste en insultar a una persona no por ser quien es, sino por lo que es, siempre que sus características sean las adecuadas. Por ejemplo, por razón de su género, su raza, su religión, sus ideas o su condición sexual. Es decir: discurso de odio es demostrar con palabras la hostilidad contra un grupo, cuanto más vulnerable mejor, ya sea directamente o por persona interpuesta. El problema, claro, se lo encontrarán los jueces, obligados a una interpretación de las intenciones. Averiguar si alguien ha insultado a otra persona por un motivo social o por algo personal es trabajo de diván.

Un ejemplo: alguien puede decir que todos los gais son unos enfermos asquerosos y que habría que “curarlos” a la fuerza. Eso será claramente discurso de odio, tal como lo conciben nuestras leyes. Pero otra persona puede llamar “gilipollas” a Pepito porque Pepito le parece gilipollas, y no porque Pepito sea homosexual, en el curso de una discusión sobre los derechos de los gais. Pepito podrá denunciar que su interlocutor odia a los gais y no a él, y acusarlo de discurso de odio. Será trampa, pero esto es mucho más frecuente que lo primero. Un socorrido "si me critica a mí es porque nos odia a todos nosotros" que resulta baratísimo, de pésima calidad, pero muy popular, como Pujol en sus tiempos o Primark.

Otra forma de ejecutar este truco es el de la contribución indirecta: por ejemplo, si salta a la vista que el acusado de emplear el discurso de odio no tiene mala intención y que en sus palabras no hay nada que pueda catalogarse como odio, entonces se podrá decir que contribuye indirectamente a esos discursos, legitimando de rebote tales o cuales ideas. Es lo que pasó, por ejemplo, la otra semana cuando Ana Iris Simón escribió en 'El País' un artículo elogioso sobre la Hispanidad y recibió de Antonio Maestre el recado de que estaba trabajando, sin saberlo, para Vox.

Foto: El coordinador de EH Bildu, Arnaldo Otegi. (EFE) Opinión
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Pese a lo evidente de la trapacería, vemos esto continuamente en un montón de ámbitos diferentes. Si criticas a Otegi odias a los vascos, si criticas a Ayuso odias a los madrileños, y si criticas Black Lives Matter odias a los negros, etcétera. Y si no se te puede detectar el famoso odio, pero loas la familia, la unidad de España, la redistribución de la riqueza o la libertad de expresión, indirectamente estarás ayudando a quienes elevan discursos de odio, y alimentando así el caudal del odio contra familias no normativas, sensibilidades periféricas, pobres o personas susceptibles a la ofensa. Y asunto arreglado. Al final es una forma como cualquier otra de marcar los límites de un debate en que el tramposo intuye que no puede ganar. Este artículo, por ejemplo, está legitimando el discurso de odio de alguna manera. (Del odio contra su autor).

Hay quien dice estar muy preocupado por el efecto del discurso de odio. La mayor parte de los que expresan esta idea, al menos en la tele y Twitter, mienten: no les asustan los efectos de, digamos, una diatriba sobre el peligro que supone el Islam radical, sino que les preocupa el poder y la hegemonía cultural. Quieren obtener las dos cosas y necesitan imponer límites al resto, que se callen y tengan miedo a hablar, pues serán señalados. De ahí la graciosa paradoja de que algunos denuncien el discurso de odio con los ojos inyectados en sangre y echando espumarajos verdes por la boca. Unos odios son el mal y otros odios son el bien.

Con lo que llegamos a lo más retorcido (y divertido) del asunto: quien usa la falacia del discurso de odio quiere hacer creer, de paso, que él no odia, es decir, que los que odian son esos a los que él odia. Es una forma de rebajar al adversario y elevarse uno mismo, porque el odio es una cosa fea y hay gente que quiere fingirse impermeable a los malos sentimientos. Solo así es entendible, por ejemplo, que los grupúsculos más matones y agresivos de Twitter participen en campañas contra el odio que terminan pareciendo la ceremonia de los dos minutos de odio de la novela "1984". ¡Ya está bien de tanto odiar, hijos de perra, os odiamos!, chillan. Como para no reírse.

El nivel del debate nacional es tan bajo que me divierte. Oigo las discusiones como el palomitero que se encierra a mirar efectos especiales de la última de Marvel, solo que aquí las explosiones y monstruos de CGI son retóricos. Los oigo hablar de la Guerra Civil como si hubiera empezado ayer y del franquismo como si estuviera vivo; del peligro que conlleva ser homosexual o mujer en las calles de Madrid; del dolor por los golpes sufridos hace 500 años; de la fragilidad —cercana a la agonía— del idioma español. Aquí, como en Tatooine, cada cual encuentra sus motivos para vivir de la amenaza fantasma.

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