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Cultura irrelevante: de cuando los fondos de crisis pagaban pintores a la miseria actual
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Cultura irrelevante: de cuando los fondos de crisis pagaban pintores a la miseria actual

Nadie, con la salvedad de los profesionales de la cultura, sigue creyendo que esta sea importante para la sociedad en general o para la lucha política global

Foto: Jackson Pollock en acción.
Jackson Pollock en acción.

España, como otros países europeos, ha depositado una gran confianza en la capacidad de los fondos de reconstrucción poscovid para impulsar el crecimiento de su economía y, de paso, modernizarla con una transición hacia lo verde y lo digital. Muchos los han comparado con el enorme gasto ordenado por Franklin Delano Roosevelt tras el crac de 1929 para reducir el desempleo causado por la Gran Depresión. Otros, ahora que entramos en una fase de choque con China, han aludido a los tiempos de la Guerra Fría, cuando en Occidente el gasto público no solo trataba de sostener una economía robusta, sino de demostrar que el capitalismo era superior al comunismo.

En ambos casos, uno de los destinos significativos de ese dinero fue la cultura. No es el caso de los fondos para el fin de la pandemia. La cultura ha pasado a ser irrelevante. En España, aún más.

El precedente de la Gran Depresión

A mediados de los años treinta del siglo pasado, la crisis que siguió al crac de 1929 había devastado la economía estadounidense. El desempleo era del 25% —una cifra que en la España de la última década no destacaría tanto, pero una aberración igualmente—. Roosevelt puso en marcha varios planes económicos para sacar el país de la crisis, entre ellos, el Proyecto Público de Obras de Arte. Se contrató a 3.749 artistas que produjeron 15.663 cuadros, murales, carteles, diseños y esculturas para edificios públicos. Otros planes pagarían a gente como los pintores Mark Rothko o Jackson Pollock, más tarde estrellas globales. Hubo programas dedicados a la música y el teatro —que sufragaban giras de grupos por el país—, a la arqueología, la historia y la literatura; escritores que después serían reconocidos, como John Cheever y Saul Bellow, escribieron o editaron libros sobre la particularidad cultural de pueblos o ciudades, guías de los distintos estados y narraciones sobre los esclavos o los indios. El poeta W. H. Auden lo llamó "uno de los proyectos más nobles y más absurdos emprendidos por un Estado".

En el plan subyacía la idea de que la cultura era importante para que la sociedad se conociera un poco mejor a sí misma

Cuando le preguntaron a Roosevelt el porqué de ese proyecto —al que se dedicó poco dinero en comparación con los inmensos planes de obras públicas, como la construcción de escuelas, juzgados, parques y carreteras—, respondió que los artistas eran trabajadores como cualesquiera otros y también tenían que comer. Pero, además, en el plan subyacía la idea de que la cultura era importante para transmitir historias, descubrir lugares y ennoblecer espacios que podían, finalmente, hacer que la sociedad se conociera un poco mejor a sí misma.

Años más tarde, ya en plena Guerra Fría, el Gobierno estadounidense hizo cosas igualmente impensables hoy en día: a través de una fundación privada que en realidad estaba financiada por la CIA, dio dinero a revistas literarias de todo el mundo para que transmitieran que la cultura libre era muy superior a la propaganda soviética. También pagó las giras de músicos como Louis Armstrong o Dizzy Gillespie por países africanos o de Oriente Medio para que sus élites vieran la superioridad cultural estadounidense (y, de paso, transmitir que en realidad no era un país racista); y promocionó a pintores expresionistas abstractos para que el mundo viera que eran mucho más modernos e interesantes que el realismo obrero de la propaganda soviética. La cultura, pensaron presidentes como Dwight Eisenhower, John Fitzgerald Kennedy y Lyndon B. Johnson, tenía una importancia profunda en la lucha de las ideas, y la libertad con que se creaba en Occidente, y en Estados Unidos en particular, podía convencer al mundo de su superioridad frente al control y la represión comunistas. Todo dinero gastado en eso estaba bien empleado, debieron pensar los promotores de esos programas. Aunque debían saber que había en ellos algo moralmente discutible, puesto que mantuvieron en secreto su coste tanto tiempo como les fue posible.

Foto: Imagen de tres bailarines en el escenario. (Pixabay) Opinión
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No pretendo que los gobiernos actuales sufraguen de esta manera la producción cultural de sus países y la utilicen como propaganda de ningún tipo. Es mejor que una gran parte de los libros, las obras de teatro, el arte y las películas se cree en el mercado, lejos de los burócratas y la supervisión de los gobiernos. Pero entre aquellos tiempos y los nuestros hay una diferencia relevante: no se trata de que los gobiernos no quieran gastar en cultura, lo cual puede ser razonable, es que parece que nadie, con la salvedad de los profesionales de la cultura, sigue creyendo que esta sea importante para la sociedad en general o para la lucha política global. Tal vez no haya que lamentarse demasiado, pero es llamativo y dice mucho de los cambios que estamos experimentando. Quizá sea el fin de una época cultural y el inicio de otra. No tiene por qué ser malo, pero deberíamos pensar en ello.

Alguna excepción

La Unión Europea, dentro de su Pacto Verde para acelerar la neutralidad climática, ha puesto en marcha el proyecto New Bauhaus: inspirado por la Bauhaus alemana de los años veinte —que dio a luz algunos de los hallazgos arquitectónicos y de diseño del siglo XX—, quiere promover, según su página web, “una iniciativa creativa e interdisciplinar que sea un espacio de encuentro para diseñar formas de vida futuras y que se sitúa en el cruce del arte, la cultura, la inclusión social, la ciencia y la tecnología”. Y es exactamente tan aburrido y poco excitante como la frase con que se anuncia. El Gobierno de España ha afirmado que, en los próximos tres años, gastará 525 millones de euros de los fondos europeos en cultura, un 0,7% del total. Como reconoció con honestidad el ministro Rodríguez Uribes, todavía no se sabe cómo se gestionarán esos fondos, cuándo llegarán ni si su ministerio tendrá recursos y personal para ejecutarlos.

Foto: Rodríguez Uribes presenta medidas y presupuestos de su departamento en el plan de recuperación. (EFE)

Que nadie crea que esta es una más de las tradicionales peticiones del sector cultural en que se demanda más dinero público, más mimos de los políticos y más reconocimiento social. Quizás haya pasado el tiempo de esas reivindicaciones y la cultura deba asumir que es otro sector industrial (el 2,4% del PIB, exactamente) que no merece más que otros, aunque tampoco menos. Sin embargo, es inevitable asombrarse de la rapidez con que, como sociedad, hemos decidido que los libros, el cine o la música no son particularmente útiles para conocernos a nosotros mismos y defender determinadas formas de vida en la política global.

España, como otros países europeos, ha depositado una gran confianza en la capacidad de los fondos de reconstrucción poscovid para impulsar el crecimiento de su economía y, de paso, modernizarla con una transición hacia lo verde y lo digital. Muchos los han comparado con el enorme gasto ordenado por Franklin Delano Roosevelt tras el crac de 1929 para reducir el desempleo causado por la Gran Depresión. Otros, ahora que entramos en una fase de choque con China, han aludido a los tiempos de la Guerra Fría, cuando en Occidente el gasto público no solo trataba de sostener una economía robusta, sino de demostrar que el capitalismo era superior al comunismo.

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