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¿Por qué la cultura progresista se ha vuelto tan cursi?
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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¿Por qué la cultura progresista se ha vuelto tan cursi?

¿O acaso se trata de un mecanismo para exhibir la bondad propia y, de paso, ligar y colocar un poco mejor la mercancía? A propósito del último disco de Coldplay

Foto: Chris Martin, de Coldplay, en un concierto en Singapur el pasado enero. (EFE/EPA/How Hwee Young)
Chris Martin, de Coldplay, en un concierto en Singapur el pasado enero. (EFE/EPA/How Hwee Young)

Coldplay es, probablemente, el gran grupo de rock que más alardea de tener conciencia social. Sus miembros donan el 10% de sus ganancias a organizaciones benéficas. Según han anunciado, en su última gran gira han logrado reducir un 59% las emisiones de carbono. Cargan las baterías que alimentan sus espectáculos con energía generada por bicicletas y por pistas de baile cinéticas operadas por sus fans, y para compensar la contaminación que producen han plantado siete millones de árboles, uno por cada asistente a sus conciertos. En 2005, una agrupación animalista nombró al líder del grupo, Chris Martin, “el vegetariano más sexy del mundo”. En el piano que el grupo utiliza en los conciertos pueden verse unas letras, “MTF”, que significan “Por un comercio justo”.

El viernes pasado Coldplay publicó un nuevo disco, Moon Music. Es muy malo. Pero eso era algo esperable tras una década de trabajos mediocres. Lo peor es que sus canciones mezclan toda esa buena voluntad progresista con la mayor cursilería imaginable. Hacía tiempo que no me exasperaba tanto escuchando música hecha por cuatro señores de casi cincuenta años. Una de las letras dice: “Estoy intentando confiar en un mundo lleno de amor”. Las canciones tienen títulos como “creoquemeestoyenamorando”, “BUENOS SENTIMIENTOS” o “TODO MI AMOR”; el de otra es, simplemente, el emoticono de un arcoíris.

Una cultura dominada por la cursilería

Más allá de su trivialidad, el disco de Coldplay acaba resultando interesante porque es un ejemplo inmejorable de la deriva cursi de la cultura progresista. Estoy a favor de que las giras de los grandes grupos sean más sostenibles. Aunque soy omnívoro, el vegetarianismo me parece una opción razonable. Y soy plenamente consciente de que el comercio internacional está plagado de injusticias. Ahora bien, ¿por qué todo eso tiene que transmitirse con una insoportable dosis de sentimentalismo y metáforas relamidas?

Es una pregunta relevante a nivel global, pero también en España, donde parte del progresismo parece haber adoptado la cursilería, la retórica alambicada y la literatura sentimental como tono dominante con el que transmitir sus ideas.

Parece que muchos escritores o cantantes progresistas piensan que exhibir su intimidad es un sinónimo de profundidad

La semana pasada, por ejemplo, una columnista de El País describía una ciudad italiana diciendo que “parecía haber surgido desde el centro de la tierra como el delirio de un escultor hechizado por las posibilidades de la piedra, un alma en levitación entre la carne corrupta”. Una de las virtudes del cine de Pedro Almodóvar eran sus personajes descarados, que llevaban vidas frívolas y trágicas mientras desdeñaban el orden social establecido; ahora, sin embargo, el director recurre con frecuencia a la cursilería para defender sus posiciones políticas: “Para mí, el amor es el principal mensaje de la película —dijo en una entrevista reciente sobre su última obra, La habitación de al lado—. Sobre todo hoy, cuando el mundo está polarizado en todos los países, no solo España, donde hay discursos de odio que vemos en televisión y en los medios cada día. El odio es el peor sentimiento. En el odio, por ejemplo, no existe democracia”. Incluso el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, recurre con frecuencia a la cursilería y el sentimentalismo para explicar sus políticas. Pero tampoco es algo que debería sorprendernos, dado que el presidente del Gobierno ha llegado a decir, en un comunicado oficial, que es “un hombre profundamente enamorado”.

Por supuesto, la cursilería abunda en todas las formas de cultura, sea cual sea su orientación ideológica. Los escritores que quieren demostrar la profundidad de sus creencias religiosas, o lo mucho que les emocionan algunas tradiciones como los toros o el Rocío, suelen cometer toda clase de excesos sentimentales. Pero parece que muchos escritores o cantantes progresistas piensan que exhibir su intimidad es un sinónimo de profundidad, y que los adjetivos y los adverbios emocionales son una muestra de virtuosismo literario. Puede que haya razones simples que expliquen esta hipertrofia: muchos artistas adoptan ese registro porque es muy comercial; la sociedad, tal vez, sigue valorando el kitsch como máxima expresión artística. En la izquierda, además, se ha producido una mutación: durante décadas, muchos creadores progresistas pensaron que la cultura debía ser transgresora, provocar a los pequeñoburgueses y generar comportamientos antisociales; hoy muchos creen, en cambio, que el arte progresista debe exaltar los buenos sentimientos. No creo que sirva como propaganda política, pero quizá sí para tranquilizar la propia conciencia.

Es como si, en la última década, hubiéramos decidido que el pensamiento racional y empírico no pudiera ser progresista

Sin embargo, a mí, que no soy del todo ajeno a las creencias progresistas, me molesta otra cosa. Es como si, en la última década, hubiéramos decidido que el pensamiento racional y empírico no pudiera ser progresista. Que la utilización de un lenguaje sobrio no puede ser de izquierdas. Que el clasicismo, la contención y la mesura no sirven para vehicular de manera efectiva nociones que tienen que ver con los valores ilustrados.

Cuando creía que nada podía empeorar en el disco de Coldplay, saltó la última canción y cometí el error de prestar atención a la letra. Durante casi siete minutos se repiten una y otra vez dos versos, “Oh, un mundo, solo un mundo” y “Al final, solo queda el amor”, con unos arreglos de cuerda lacrimógenos de fondo. Soy tan partidario como el que más de la globalización y la convivencia pacífica de las naciones, pero la canción, titulada obviamente “ONE WORLD”, despertó mis peores instintos. ¿De verdad eso es lo máximo a lo que puede aspirar la cultura progresista? ¿Tiene que ser la cursilería un rasgo consustancial de la izquierda? ¿O acaso se trata de un mecanismo para exhibir la bondad propia y, de paso, ligar y colocar un poco mejor la mercancía?

Coldplay es, probablemente, el gran grupo de rock que más alardea de tener conciencia social. Sus miembros donan el 10% de sus ganancias a organizaciones benéficas. Según han anunciado, en su última gran gira han logrado reducir un 59% las emisiones de carbono. Cargan las baterías que alimentan sus espectáculos con energía generada por bicicletas y por pistas de baile cinéticas operadas por sus fans, y para compensar la contaminación que producen han plantado siete millones de árboles, uno por cada asistente a sus conciertos. En 2005, una agrupación animalista nombró al líder del grupo, Chris Martin, “el vegetariano más sexy del mundo”. En el piano que el grupo utiliza en los conciertos pueden verse unas letras, “MTF”, que significan “Por un comercio justo”.

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