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El erizo y el zorro
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Si eres progresista, por favor, lee este libro
Últimamente, la izquierda se ha centrado en regular, redistribuir y decrecer. Un libro que ha generado mucha polémica en Estados Unidos, publicado ahora en España, dice que los progresistas deben concentrarse en generar abundancia para la gente común
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¿Recuerda el cartel electoral del PSOE en 1977? En él, junto a Felipe González, aparecía un grupo de trabajadores —un obrero industrial, un minero, un oficinista con corbata, una agricultora— frente a un paisaje que proclamaba abundancia. Fábricas humeantes, barcos cargados, ciudades con edificios altos, campos bien labrados. Era el mensaje que durante muchas décadas transmitió la izquierda: lo deseable era un mundo en el que la producción marchara a toda máquina y los trabajadores fueran felices.
Con el tiempo, ese mensaje cambió. Hoy la izquierda presume mucho más de su capacidad para regular o redistribuir que de su talento para crear riqueza per cápita. Casi todos los mensajes progresistas hablan de regulaciones, leyes y normas. O son directamente un regaño porque, al parecer, consumimos demasiado.
Ezra Klein y Derek Thompson son dos periodistas estadounidenses progresistas que hace tiempo detectaron que esto es un problema grave. No solo provoca que la gente viva peor, porque le faltan cosas que querría tener. Además, hace que muchas personas que aspiran a tener más sientan antipatía por la izquierda. El año pasado, recogieron esa denuncia en un libro brillante que ahora ha aparecido en castellano en la editorial Capitán Swing. Es el mejor libro de izquierdas, y el más osado, que he leído en mucho tiempo. Y precisamente por eso, la opinión de la izquierda sobre él está dividida: hay quienes creen que su defensa de la abundancia es puro neoliberalismo y quienes piensan que ya era hora de que alguien explicara que tener de todo, y en abundancia, es también progresista. El libro se titula, claro,
La incapacidad de construir
Klein y Thompson explican algunas historias de terror sobre cómo Estados Unidos ya no es capaz de producir aquello que la gente necesita por culpa de la regulación y el dogmatismo ideológico. El mejor ejemplo es el de la falta de vivienda, tan acuciante en algunas ciudades estadounidenses como aquí. En ocasiones, los ayuntamientos impulsan la construcción de viviendas sociales, y se asocian con el sector privado y con organizaciones no gubernamentales que quieren contribuir con su dinero a apoyar a la gente con necesidades. Pero una regulación dice que hay que reservar una parte de esas viviendas para los veteranos de guerra. Otra parte, para las víctimas de violencia doméstica. Los constructores deben obligar a los trabajadores a hacer gimnasia todas las mañanas antes de empezar la jornada, para así reducir el riesgo de accidentes y lesiones. Las regulaciones medioambientales obligan, además, a instalar sistemas de ventilación de alta calidad si las casas están a cierta distancia de una autopista. Pero entonces las casas son mucho más caras, con lo que dejan de ser accesibles para los pobres, que era el objetivo inicial. O, simplemente, no se construyen.
Estados Unidos ya no es capaz de producir aquello que la gente necesita por culpa de la regulación y el dogmatismo ideológico
Hay más ejemplos. La administración Biden estableció como prioridad que se fabricaran chips en Estados Unidos: todo el mundo los usa en sus teléfonos, lavadoras y coches, y con buen criterio el Gobierno decidió subvencionar su producción doméstica. Pero surgieron muchos problemas porque la regulación exigía que los fabricantes contrataran de manera preferente a "mujeres y otros individuos económicamente desfavorecidos", y que incluyeran en sus cadenas logísticas a empresas propiedad de miembros de minorías, veteranos y mujeres. Como dicen los autores: "Muchos de esos objetivos son buenos. Pero ¿son buenos objetivos que haya que incluir en este proyecto?"
El exceso regulatorio también limita las capacidades de otros sectores: la burocracia universitaria, cuentan Klein y Thompson, impide que científicos que desarrollan medicamentos muy innovadores, que podrían acabar con enfermedades graves, consigan financiación pública. Esta va a parar a proyectos más banales, porque así los burócratas evitan que les reprochen haber dedicado dinero a proyectos arriesgados. La consecuencia es que, si eres científico, prefieres dedicarte a investigaciones intrascendentes que te ayudan a desarrollar tu carrera y conseguir dinero público, que a aquellas que podrían generar beneficios para la sociedad.
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Klein y Thompson son generosos con la izquierda. En la mayoría de los casos, piensan que estos errores que impiden que la gente acceda a cosas tan necesarias como la vivienda, el transporte público o un tratamiento contra el cáncer son un exceso de buena voluntad, fruto del deseo de regular en favor del medioambiente, de proteger a las minorías o evitar el fraude. Pero el resultado es siempre el mismo: la escasez.
"Queremos más vivienda y más energía, más curación de enfermedades y más construcción. Esta historia debe asentarse en ladrillos, acero, paneles solares y redes de alta tensión, no solo en palabras". Y eso no se conseguirá con el decrecentismo ni la obsesión regulatoria y burocrática, por bien intencionadas que sean, sino derribando barreras.
Abundancia ha generado una enorme polémica en Estados Unidos, donde los demócratas se debaten entre seguir la senda de los últimos años, que muchas veces ha resultado incompetente y moralista, o volver a un progresismo que persiga, por encima de todo, riqueza material.
La burocracia universitaria impide que científicos que desarrollan medicamentos muy innovadores, consigan financiación pública
El debate está abierto. La izquierda española, que con tanta frecuencia nos ha dicho que la respuesta al cambio climático o a la escasez de materias primas pasaba por tener menos y repartir más, debería estar planteándose ya este dilema. Este libro es el mejor punto de partida.
¿Recuerda el cartel electoral del PSOE en 1977? En él, junto a Felipe González, aparecía un grupo de trabajadores —un obrero industrial, un minero, un oficinista con corbata, una agricultora— frente a un paisaje que proclamaba abundancia. Fábricas humeantes, barcos cargados, ciudades con edificios altos, campos bien labrados. Era el mensaje que durante muchas décadas transmitió la izquierda: lo deseable era un mundo en el que la producción marchara a toda máquina y los trabajadores fueran felices.