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Amor platónico y nada más
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Jaime M. de los Santos

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Amor platónico y nada más

“Sin lo espiritual no habría arte". Y pienso en Kandinsky, y en si toda obra de arte, en realidad, es “madre de nuestros sentimientos”

Foto: Estudio de Carlos León.
Estudio de Carlos León.

El 3 de mayo de 1987, en París, en Montmartre, se arrancaba a sí misma del mundo la cantante Dalida. Porque, “la vie m´est insupportable. Pardonez-moi”. La vida le era tan insoportable que apagaba la luz para siempre. Por vez primera. Pidiendo perdón. No sé a quién. Quizá un poco a todos. O a sí misma. Yo voy camino de Segovia, en un tren, escuchando sus canciones. Salta, 'Il venait d´avoir dix-huit ans'. Salto a la versión de Luz Casal. Aún hay nieve en Peñalara. Saco el portátil y empiezo a escribir justo esto. Regreso a la canción. “Bajo los cielos de París, quién no merece ser feliz”, dice. Dalida no lo fue, no lo era. Yo sí. El tren para. Al otro lado de la estación solo hay una franja verde y otra azul, superpuestas; es casi una composición del expresionismo abstracto. El sol hace que los colores brillen. Alguien, un día, decidió que el apeadero emergiera del prado como una joroba de roca granítica. Las vacas pacen a su sombra. Como en un paisaje holandés intervenido por Marcel Broodthaers. Lo que sí me gusta es el nombre, Guiomar. A la que hablaba quedo Antonio Machado, en un banco de piedra del jardín del Barranco de la Moncloa. Amor platónico y nada más.

placeholder ‘Granate y humo’, Carlos León, 2010. Colección particular.
‘Granate y humo’, Carlos León, 2010. Colección particular.

Voy con Mafe Macías y un café doble americano en vaso de papel. Nos espera Carlos León; delante justo de ese horizonte casi pintado. Vamos a su estudio. En línea recta se tardan poco más de siete minutos. Pero quiere que veamos su ciudad, por fuera. La rodeamos. Más allá del Alcázar puntiagudo, en otra elevación de la tierra, escribió San Juan de la Cruz muchos de sus versos, “toda ciencia trascendiendo”. De eso hay mucho en la obra de Carlos León, de la mística carmelita. Y también de Tiziano. Y de El Greco. Y de 'La Iliada'. El estudio, que fue un semillero, es de corte industrial. Con grandes vanos rasgando la cubierta a dos aguas. El hormigón, con todo su brutalismo, aguanta grandes formatos trabajados, muchas veces, “como en la cueva de Lascaux”. Con las manos. Con el pigmento puro, virgen. Hay algo primitivo en esas superficies atravesadas por el color, algo barroco. Emocional. Sagrado. En su casa, otro hangar abierto al campo de Castilla, aunque no sea Soria, sobre una mesa alta, descansa una Epifanía sobredorada con un Melchor de mirada lánguida y pestañas infinitas. En la pared, apoyada, la Judith y Holofernes de Santiago Ydáñez. “Sin lo espiritual no habría arte”, me insiste. Y pienso en Kandinsky, y en si toda obra de arte, en realidad, es “madre de nuestros sentimientos”.

placeholder C. Deneuve, Ludivine Sagnier y V. Ledoyen en '8 femmes', de F. Ozon, 2002.
C. Deneuve, Ludivine Sagnier y V. Ledoyen en '8 femmes', de F. Ozon, 2002.

Yo sé lo que siento cuando me enfrento al trabajo de Carlos León. Infinitud. Paz. Hay algo clásico entre esas manchas que invaden la superficie, que la transforman en magma, en vibración. Algo vegetal, orgánico. Profundamente bello. Un bosque en el bosque. Una realidad sublimada. Un universo que se desborda hasta convertirse en esculturas, muchas veces ready-made, donde la pátina del tiempo, el óxido de la vida, han sustituido al artista; que acaba prestando el ojo, su mirar sensible. De regreso a Madrid vuelvo a mis canciones, en un tren parecido, pero mucho más lleno. Y más largo. Llego a casa y me pongo '8 femmes'. En la tablet. Quiero más música. Es Firmine Richard la que canta ahora por Dalida; casi llora. Y se arrastra por la letra, por su pena. Mirando a la cámara. Mirándome a mí. Solo François Ozon hace cine como si fuese teatro. En un escenario hiperbólico y saturado de color; yo diría que abrasado. Con ocho mujeres que declaman y frasean. Que cantan y se mueven como actrices de opereta.

placeholder De la ópera 'Peter Grimes'. Teatro Real. (Javier del Real)
De la ópera 'Peter Grimes'. Teatro Real. (Javier del Real)

La música puede que sea la más pura de las bellas artes. La más abstracta. Esa que no necesita de más entendimiento que el de las tripas, que el del corazón; amor platónico y nada más. Hace justo una semana, cuando todavía no lo era, aunque ya lo fuese, el “mejor teatro de ópera del mundo”, el Teatro Real de Madrid, se rendía a esa belleza superior e intangible, infalible, abrazado a Benjamin Britten. A Peter Grimes. Dos franjas también superpuestas y un bote prendido a un sueño, en el cielo, reciben el drama, lo amplifican. El coro, inmenso, ruge como el océano, emociona. Nos recuerda que somos insignificantes, fútiles, efímeros; uno de esos membrillos de Sánchez Cotán oxidados por el tiempo, por su pasar. A nuestro pesar. Baja el telón. Los interludios son un manantial cuajado de matices, de voces sonoras que subliman. El cuarto es sobrecogedor. Arranca con un solo de violín que te hace sentir vivo, atravesado por la mayor de las melancolías. Pequeño. Solo. Y quieres abrazar a alguien, fuerte, y te agarras al brazo de tu butaca. Y eres un poco mejor. O deberías serlo. Eso tiene la música. Que purifica. Empodera. Alimenta. Abre caminos. Mejora.

'Fracturas'. Carlos León. Centro de Arte Contemporáneo DA2 de Salamanca. Hasta el 13 de junio.

'8 femmes'. François Ozon. 2002.

'Peter Grimes'. Benjamin Britten. 1945.

El 3 de mayo de 1987, en París, en Montmartre, se arrancaba a sí misma del mundo la cantante Dalida. Porque, “la vie m´est insupportable. Pardonez-moi”. La vida le era tan insoportable que apagaba la luz para siempre. Por vez primera. Pidiendo perdón. No sé a quién. Quizá un poco a todos. O a sí misma. Yo voy camino de Segovia, en un tren, escuchando sus canciones. Salta, 'Il venait d´avoir dix-huit ans'. Salto a la versión de Luz Casal. Aún hay nieve en Peñalara. Saco el portátil y empiezo a escribir justo esto. Regreso a la canción. “Bajo los cielos de París, quién no merece ser feliz”, dice. Dalida no lo fue, no lo era. Yo sí. El tren para. Al otro lado de la estación solo hay una franja verde y otra azul, superpuestas; es casi una composición del expresionismo abstracto. El sol hace que los colores brillen. Alguien, un día, decidió que el apeadero emergiera del prado como una joroba de roca granítica. Las vacas pacen a su sombra. Como en un paisaje holandés intervenido por Marcel Broodthaers. Lo que sí me gusta es el nombre, Guiomar. A la que hablaba quedo Antonio Machado, en un banco de piedra del jardín del Barranco de la Moncloa. Amor platónico y nada más.

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