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Jaime M. de los Santos

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El sentimiento de orgullo puede que sea el que más se parezca al amor. Los dos inflaman el pecho

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Es martes. Estoy sentado en la librería Tipos Infames. En la ventana. En una silla dura. Con un café americano y varias onzas de chocolate negro sobre una servilleta de papel doblada infinitas veces. He elegido un par de títulos; para llevarme. La biografía de Paul Verlaine que le escribió Stefan Zweig y la nueva edición de 'Guerra y paz'. El primero para mí. La inabarcable épica rusa del conde León Tolstoi, para Fernando Mas. Abro el portátil. Quiero escribir de todo lo que me hace sentir orgulloso. No son tantas cosas. Está el propio Fernando. Están mis otros amigos, mi familia. La primera vez que me subí a un escenario. El nacimiento de mis sobrinos. Suena el teléfono. Es Lola Moreno. Quiere saber de mí. Me quedo sin batería. Casi todo lo que sé sobre igualdad lo he aprendido con ella. Mi feminismo era casi de salón; porque lo absorbí de mi madre, de mis hermanas, en torno a una mesa con ceniceros de cristal verde y restos de esmalte de uñas, en una casa llena de libros, mujeres y permanente calor. Lola es quien me ha vuelto combativo, más consciente; desde su tranquilidad endémica. Estoy orgulloso de ser feminista. Siento una especie de orgullo prestado cuando leo a todas esas mujeres que lucharon por ocupar su lugar, ese que les habían negado por ser las falsas herederas de Eva; una ignominia. Mujeres aguerridas, utópicas, disruptivas. Que contraviniendo las normas fueron capaces de hacer otras nuevas, mejores. Me gustaría ser como ellas. Como Flora Tristán. Como Simón de Beauvoir. Tener su fuerza.

placeholder Simone de Beauvoir. 1968. (Jacques Pavlovsky)
Simone de Beauvoir. 1968. (Jacques Pavlovsky)

El sentimiento de orgullo puede que sea el que más se parezca al amor. Los dos inflaman el pecho. Los dos burlan las ideas. Los dos fluctúan, te elevan, ensanchan. Hace unos meses a mi sobrino Alejandro le diagnosticaron leucemia. Tiene 18 años. No lo esperaba, nadie lo espera. Me llamó su madre, mi hermana. Me lo dijo sin más, con tormenta. Recuerdo el silencio que vino justo después de esa frase. El vacío que dejó mi boca. No sabía qué decirle, cómo hacerlo. Solo sé que sentí calor; me ardía la cara. Salí corriendo. Crucé el Retiro entero. Llegué al hospital y me colé en urgencias, quería verle. Lo encontré serio, encaramado a su cama. Con los ojos un poco más abiertos, como un búho. Con un camisón gigante y una pulsera colgando del brazo; de plástico. Con la mirada borrosa y un montón de fe. Tenía miedo, todo; menos que yo. Quería volver a su casa. Me senté en el suelo, a sus pies, le pregunté, “¿cómo estás?”; gran pregunta. “Mal, está mal. ¿Cómo quieres que esté?”, me decía mi cabeza. Pero mis tripas buscaban un “bien”, necesitaban oírlo. Por convencerse. Para poder seguir. “No me duele nada”, dijo al fin en voz baja, encogiendo los hombros. Me valió. Ya tenía lo que había ido a buscar, desde dónde poder construir un después. Salí aturdido. Volví al frío de la calle. Todo estaba exactamente en el mismo sitio, con la misma luz de siempre, frente a ese otro muro de esas otras lamentaciones; inexpugnable. Han pasado 253 días, 13 sesiones de quimioterapia y un trasplante de médula. Está bien. Muy bien. Yo nunca había sentido tanto orgullo. Por nadie. Por nada.

placeholder Eusebio Poncela y Antonio Banderas en 'La ley del deseo'. Pedro Almodóvar. 1987
Eusebio Poncela y Antonio Banderas en 'La ley del deseo'. Pedro Almodóvar. 1987

También me siento orgulloso de ser gay, sí. Aunque algunos no lo entiendan. Soy muchas otras cosas más, pero, en gran medida, en muchos aspectos, soy quien soy por serlo. Por todo lo vivido en consecuencia. Todos nos hemos visto obligados a escondernos, alguna vez. A todos nos han tratado con dureza, muchas más veces de las que merecíamos. Y hemos notado ese vacío inmenso, ese picor en los ojos como de sal, esa falta. A mí me llamaban “maricón” y además sentía miedo, vergüenza. Tenían razón, era cierto. Lo era. Lo soy. Pero no sabía que aquello era normal, entonces no. Y me encerraba en mi cuarto, entre hermanas. Y leía teatro, y lo hacía. E inventaba excusas para no ir al colegio. Con 12 años, por azar, en una televisión que todavía tenía tubo, en la cocina, vi a dos hombres besarse; los primeros. No llevaban ropa. Me gustó. Me asustó. Pasó mucho tiempo hasta que pude ver entera 'La ley del deseo'. No he olvidado ese instante en el dormitorio de Eusebio Poncela, su intensidad. Me puse nervioso; aún lo hago. Un poco. Como un eco; atávico. Allí, con olor a cena y los pies subidos a una banqueta tapizada en cuero color 'beige', en pijama, empecé a entender que no era yo solo. Ahí estaba esa pareja de hombres amándose. Y me sentí bien. O, al menos, mejor. Se lo debo a Pedro Almodóvar. Y muchas cosas más.

placeholder Protestas por los derechos del colectivo LGTB, tras la represión ejercida en Stonewall Inn. 1969. (Mark Segal)
Protestas por los derechos del colectivo LGTB, tras la represión ejercida en Stonewall Inn. 1969. (Mark Segal)

A Alejandro siempre le hemos hablado de todo. Sabe quién soy. Cómo soy. Qué me gusta. No se lo he tenido que explicar, vive conmigo. Y con más películas que hablan de diversidad. En una sociedad casi justa, la que hemos construido entre todos. Con referentes de todo. Sin censura. Sabiendo lo que ocurrió en Stonewall; no hace tanto. Nunca le dirá a nadie “maricón”. Nunca se sorprenderá porque dos mujeres se cojan la mano, “nada tiene de especial”. Lo que sí que le asusta es que, desde el poder, que es la facultad de hacer cosas para mejorar el mundo, haya quienes me señalan. Sin conocerme. Solo por ser distinto. A su tío. A todos los que simplemente son lo que han querido ser; en libertad. A quienes luchan por restañar heridas, por impedir que se abran otras. Y se pregunta por qué Viktor Orbán nos niega el derecho a mostrarnos, por qué les niega a los niños de Hungría saber la verdad de todo; imprescindible y clara. Luminosa. La única manera para que sean felices, para que estén completos. Ya lo imploré aquí mismo, por un texto maravilloso de Pablo Rosal. “A los que hablan: cuídense de sus lenguas. De ellas depende el presente”. Y hoy añado; a los que mandan: cuídense de sus gritos. Solo engendran más guerra.

Es martes. Estoy sentado en la librería Tipos Infames. En la ventana. En una silla dura. Con un café americano y varias onzas de chocolate negro sobre una servilleta de papel doblada infinitas veces. He elegido un par de títulos; para llevarme. La biografía de Paul Verlaine que le escribió Stefan Zweig y la nueva edición de 'Guerra y paz'. El primero para mí. La inabarcable épica rusa del conde León Tolstoi, para Fernando Mas. Abro el portátil. Quiero escribir de todo lo que me hace sentir orgulloso. No son tantas cosas. Está el propio Fernando. Están mis otros amigos, mi familia. La primera vez que me subí a un escenario. El nacimiento de mis sobrinos. Suena el teléfono. Es Lola Moreno. Quiere saber de mí. Me quedo sin batería. Casi todo lo que sé sobre igualdad lo he aprendido con ella. Mi feminismo era casi de salón; porque lo absorbí de mi madre, de mis hermanas, en torno a una mesa con ceniceros de cristal verde y restos de esmalte de uñas, en una casa llena de libros, mujeres y permanente calor. Lola es quien me ha vuelto combativo, más consciente; desde su tranquilidad endémica. Estoy orgulloso de ser feminista. Siento una especie de orgullo prestado cuando leo a todas esas mujeres que lucharon por ocupar su lugar, ese que les habían negado por ser las falsas herederas de Eva; una ignominia. Mujeres aguerridas, utópicas, disruptivas. Que contraviniendo las normas fueron capaces de hacer otras nuevas, mejores. Me gustaría ser como ellas. Como Flora Tristán. Como Simón de Beauvoir. Tener su fuerza.

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