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La vie m'est insupportable. Pardonnez moi
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Jaime M. de los Santos

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La vie m'est insupportable. Pardonnez moi

La imaginaba feliz; girando dentro de una perenne túnica color plata, “en libertè”. Moviendo la cabeza despacio, con ese cuello infinito siempre echado hacia atrás. No lo era

Foto: Verónica Forqué en "El rinoceronte blanco" de Carlota Ferrer. 2019. (Foto, Ilde Sandrín)
Verónica Forqué en "El rinoceronte blanco" de Carlota Ferrer. 2019. (Foto, Ilde Sandrín)

De niño, en casa, al calor de unas paredes que cada agosto mi madre blanqueaba con prisa, soñando sin cerrar casi los ojos, escuchaba las canciones con las que mis hermanas, las mayores, transitaban por su adolescencia gastada. A esa banda sonora estridente y repetida, monótona, se unía, a veces, por la noche, la voz gruesa de una mujer que aspiraba las frases como si recitara. En un francés profundo y rasgado. Era mi padre el encargado de colocar la aguja sobre un vinilo sobado con 12 temas, seis por cara; el responsable de que aquel susurro imperioso llenara la habitación. Yo ya sabía leer. Casi siempre iba descalzo. Y en el sobre de cartón sin puntas, por el uso, me encontraba con los ojos hundidos de Dalida, con su mirar, por encima de unas letras grandes e igualmente poderosas, naranjas. Mi padre con su libro. Mi madre cosiendo; con Ángela enredada en sus piernas, dormida. Yo en la alfombra, sobre esa mar de lana roja que quería ser persa, entre juegos de escaques y flores de almendro dibujadas. Pequeño. Cada palabra, cada nota caían con la fuerza de un siglo, de una eternidad ancha. Se mezclaban con nuestros días.

placeholder Verónica Forqué. (Diego Sinova. 2019)
Verónica Forqué. (Diego Sinova. 2019)

La había visto en la televisión de tubo de la cocina; en todos los grises posibles. La imaginaba feliz; girando dentro de una perenne túnica color plata, 'en libertè'. Moviendo la cabeza despacio, con ese cuello infinito siempre echado hacia atrás. No lo era. Feliz. Quizá nunca lo fue. Dicen que dormía con una luz puesta, por miedo al silencio y la guerra. Se ocultaba tras de una boca inmensa, en Montmartre; muchas veces sola. Y decidió irse, como el joven Werther. 'Pardonnez moi', dejó escrito. Como un lamento. Al final de una plegaria con dos únicas frases, como puñales. Hilvanada al tan temido silencio. 'La vie m'est insupportable', chilló con tinta negra. Y apagó la única lámpara que quedaba encendida. Se fue y en mi salón siguió sonando, atravesando el pasillo hasta llegar a mi cuarto. Exhortando a cantar, a bailar; 'tout l’ été'. Lo supe después, no hace tanto. Lo leí en algún sitio. No lloré. Me sorprendió haberla sentido tan cerca, cantándome solo a mí. Supongo que, mientras giraba el disco, siguió viva, que los recuerdos son más densos que la muerte. Mientras duran. La sigo bailando, en secreto. Sigo dejando que me hable; tumbado en otra alfombra, en otro tiempo.

placeholder Verónica Forqué y Cristóbal Suárez en 'El último rinoceronte blanco'. (Ilde Sandrín. 2018)
Verónica Forqué y Cristóbal Suárez en 'El último rinoceronte blanco'. (Ilde Sandrín. 2018)

A veces la muerte se elige, sí. Y a los que nos quedamos nos parte, nos araña, nos confunde. También nos mata. Un poco. Por dentro. Igual que Dalida, que Rigaut, que Virginia Woolf, Verónica Forqué ha decidido parar. Apearse y dejarnos más solos. Más rotos. Peor. Sin necesidad de llenarse de piedras los bolsillos de su falda. Sin mar. Con ella sí que hablé, mucho. Y la vi bailar al son de los sueños de Carlota Ferrer, que la adoraba, en una sala forrada de espejos, abrazándose el pecho, persiguiendo a un rinoceronte blanco. Nos unió un poco Lorca, la primera vez que la vi en un teatro, susurrando que “lo sabían todos”, que se “encontraba señalada por un dedo que hacía ridícula (su) modestia de prometida”. Era Rosita; la vieja, la engañada, la triste. Doña Rosita la soltera. Cuando Pablo Remón miró a Lorca y la rescató convertida en gigante, le pedí que me acompañara. Habían pasado 15 años. Era Fernanda Orazi la que lamentaba ahora su abandono, la que bajaba al paseo entre susurros manchados, desde otras tablas. Sentados, muy juntos, me apretó el brazo. “Cuánta belleza”, repetía. Con los ojos mojados. Con las manos abiertas. Salimos y solo quería ser el ama, acunar a esa “pobre niña”.

placeholder Verónica Forqué y Jaime de los Santos.
Verónica Forqué y Jaime de los Santos.

Ayer regresé al 'Tiempo de la felicidad'. Solo. En medio de una tristeza que sigue inmóvil. En mi sofá. Y la vi. La vi rodeada de océano. Con su sonrisa de siempre, dibujada sobre una pena que, dicen, escarba con uñas de acero; en la cinta porque quiere que la quieran. Porque quiere ser actriz. Porque “no puedo más”. Todos queremos que nos quieran, incluso los que se esconden; quizás esos más. A todos nos toca actuar. Aunque los papeles duelan. O vengan cambiados. Y alguna vez no hemos podido más. Justo ahí, en ese instante, en esa vereda siniestra, la belleza, que aseguraba Dostoievski que “salvará el mundo”, puede encender una vela, abrir una puerta. A otra estancia. A un rincón que tenga el sol de mil veranos. Que nos bese en la cara. Para no sabernos solos. Ni sentirnos. Pero hay veces que no hay puerta. Ni ganas. Y vence la noche; sin estrellas. Con Verónica ha podido. La oscuridad. Sin darse cuenta de que también ella era amanecer, camino. Era y es. Porque es eterna. Y grande. Y nunca se acaba.

'El último rinoceronte blanco'. Dirección: Carlota Ferrer. 2019.

'El tiempo de la felicidad'. Dirección: Manuel Iborra. 1997.

De niño, en casa, al calor de unas paredes que cada agosto mi madre blanqueaba con prisa, soñando sin cerrar casi los ojos, escuchaba las canciones con las que mis hermanas, las mayores, transitaban por su adolescencia gastada. A esa banda sonora estridente y repetida, monótona, se unía, a veces, por la noche, la voz gruesa de una mujer que aspiraba las frases como si recitara. En un francés profundo y rasgado. Era mi padre el encargado de colocar la aguja sobre un vinilo sobado con 12 temas, seis por cara; el responsable de que aquel susurro imperioso llenara la habitación. Yo ya sabía leer. Casi siempre iba descalzo. Y en el sobre de cartón sin puntas, por el uso, me encontraba con los ojos hundidos de Dalida, con su mirar, por encima de unas letras grandes e igualmente poderosas, naranjas. Mi padre con su libro. Mi madre cosiendo; con Ángela enredada en sus piernas, dormida. Yo en la alfombra, sobre esa mar de lana roja que quería ser persa, entre juegos de escaques y flores de almendro dibujadas. Pequeño. Cada palabra, cada nota caían con la fuerza de un siglo, de una eternidad ancha. Se mezclaban con nuestros días.

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