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De mascletàs y un buñuelo de viento
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Jaime M. de los Santos

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De mascletàs y un buñuelo de viento

La mascletà es un ritual casi telúrico que atraviesa a cualquiera que esté bajo su efecto, en el radio de su onda expansiva

Foto: Falleras. Diego Puerta. 2024
Falleras. Diego Puerta. 2024

El domingo aterricé en Valencia y el taxi me tuvo que dejar en los aledaños del casco. Toda la ciudad estaba cerrada. Por encima de uno de esos edificios más bien feos que se levantaron en pleno desarrollismo -coronado de antenas en desuso digital-, campeaban, soberbias, sendas cabezas de mujer cual pináculos góticos. Podrían haber compartido genes con el Gulliver de Jonathan Swift, podían ser de la prole de titanes que recopiló Hesíodo. No lo eran. Parecían más sacadas de uno de esos miembros -porque yo las he visto tatuadas en brazos y piernas- que se encuentran en las playas bien fajados de aceite de algún sabor tropical -que dan ganas de probar-. Mujeres de ojos descompensados, labios desmesurados y pestañas infinitas; mujeres hiper feminizadas de las que hoy rechaza el feminismo pero que vienen a replicar hiperbólicas las Drags. En los bíceps tensos de algún bañista, lo reconozco, me causan una especie de interés malsano, casi siempre en relación con incógnitas fisiológicas: que si recuerdan a alguien; que si perderán el color; que si acabarán alongadas como ya expuso Darwin. Las de corcho de los maestros falleros tienen los días contados. Y a no ser que las derrita la lluvia, su pasto es el fuego. Las que yo tenía delante, con mi bolsa de viaje machacándome el antebrazo, se levantaban sobre otras y otras más y una especie de tallo como el del árbol de Jesé que brotaba entre parches de césped remojado. Una de las trescientas ochenta y seis fallas que se plantan y que acaban transformándose en polvo y niebla. Un poco de esas briznas, quiero creer, acaban convertidas en carne, en humana naturaleza, por vía respiratoria; y construyen al valenciano. Y a quien les visita también.

placeholder Con María José Catalá y Susanna Griso durante la Mascletà. Diego Puerta. 2024.
Con María José Catalá y Susanna Griso durante la Mascletà. Diego Puerta. 2024.

Después de muchas calles con gente riendo y bailando, con gente en perpetua ofrenda, llegué a la plaza del ayuntamiento. En el centro, como una jaula, había erguida una urdimbre de barras que conforman el sancta sanctorum de la exaltación fallera; y dentro toda la pólvora que necesita un ser vivo para hacer saltar a un millón. No sé si exagero, pero la mascletà no es sólo una sucesión rítmica de deflagraciones de intensidad variable, es un ritual casi telúrico que atraviesa a cualquiera que esté bajo su efecto, en el radio de su onda expansiva. Mientras crepitan los petardos, se suceden impactos cada vez más sonoros que remueven el cuerpo; también el alma. Y es que los sientes en las rodillas, en los nudillos, en la cara; los notas por las tripas -que saltan al tempo-; y en el pecho. Cuando al fin cejan los truenos y el mundo se ha cubierto de niebla, sólo quieres gritar. No sé si por intoxicación de adrenalina o por haber sido parte de una ceremonia que da igual cuando la inventaran porque es primitiva. Y tu boca busca expandirse, emitir ruido, chillar. Allí estaban Mar Sánchez y Susanna Griso, con los ojos tan abiertos que también ellas parecían ninots; con la risa nerviosa que quiere anunciar un colapso. Y yo en frente, quitándome ceniza de la cabeza recién afeitada, tratando de asegurarme de que todo seguía en su sitio, feliz. Se va ese humo denso que, de existir, no debe diferir mucho con el del averno y que opaca el sol, y vuelves a toparte con las dos palomas que parecen pelearse por la paz, con los cuatro chavales subsaharianos que han trepado la verja en busca de un mundo más justo, mejor; y algo de esa paz convertida aquí en rama de olivo.

placeholder Cuatro inmigrantes. Escif. Foto: Diego Puebla. 2024
Cuatro inmigrantes. Escif. Foto: Diego Puebla. 2024

En el mismo balcón regio había cámaras -la mejor la de Diego Puerta- y alcaldesas, un equipo de baloncesto uniformado y un torero sin luces; estaban el presidente, Araceli Infante, falleras, falleros y la maestra pirotécnica -que a mí me gusta que sea mujer-. En un aparte, circunspectos, dos padres con sotana negra y alzacuello; al lado un bombero y el concejal de cultura con falda pantalón. Cónsules, prepúberes, una señora con perrito y José Manuel Casañ. Todo cabe, como en uno de los paneles de Visión de España retratados por Sorolla. Entre la niebla, durante un instante, empinado en la fachada, el balcón parece más proa que palco, la de un arca con, dentro, eso sí, un par de individuos por especie -con recuerdo explícito a E la nave va de Fellini-. Sin saber a cuál pertenezco yo y con el pulso aún disparado, encontré el camino a un salón con chimenea y bandejas de buñuelos de nada que acabé mojando en chocolate. Me gusta más que otra cosa cualquier dulce que hayan frito -y el chocolate muy negro-; estos, además, estaban cubiertos de azúcar de esa que mancha el bigote. No se engañen, el azúcar además de adictivo es fuente energética, así que imaginen multiplicados todos los estímulos del día en perfecta simbiosis con los de la noche -o casi como causa obligada-. Por eso, excitado -por no decir sobre-, me sumé a una ofrenda floral que no sólo loa a la Mare de Déu dels Desamparats, sino que la conforma. Miles de claveles le son ofrecidos a la Virgen -que se inclina ante sus hijos-; ramos apretados como botones, blancos y rojos, que entretejen hasta cerrarle el manto, frente a la llotgeta dels canonges -suerte de palco privado abierto a la plaza y aires clasicistas-. Con la Virgen ya vestida la ciudad explota en lágrimas y aromas, en belleza irrefrenable. Irrepetible. No se lo pierdan.

placeholder Falleras detrás de la Mare de Déu dels Desamparats durante la ofrenda floral. Diego Puerta. 2024.
Falleras detrás de la Mare de Déu dels Desamparats durante la ofrenda floral. Diego Puerta. 2024.

El domingo aterricé en Valencia y el taxi me tuvo que dejar en los aledaños del casco. Toda la ciudad estaba cerrada. Por encima de uno de esos edificios más bien feos que se levantaron en pleno desarrollismo -coronado de antenas en desuso digital-, campeaban, soberbias, sendas cabezas de mujer cual pináculos góticos. Podrían haber compartido genes con el Gulliver de Jonathan Swift, podían ser de la prole de titanes que recopiló Hesíodo. No lo eran. Parecían más sacadas de uno de esos miembros -porque yo las he visto tatuadas en brazos y piernas- que se encuentran en las playas bien fajados de aceite de algún sabor tropical -que dan ganas de probar-. Mujeres de ojos descompensados, labios desmesurados y pestañas infinitas; mujeres hiper feminizadas de las que hoy rechaza el feminismo pero que vienen a replicar hiperbólicas las Drags. En los bíceps tensos de algún bañista, lo reconozco, me causan una especie de interés malsano, casi siempre en relación con incógnitas fisiológicas: que si recuerdan a alguien; que si perderán el color; que si acabarán alongadas como ya expuso Darwin. Las de corcho de los maestros falleros tienen los días contados. Y a no ser que las derrita la lluvia, su pasto es el fuego. Las que yo tenía delante, con mi bolsa de viaje machacándome el antebrazo, se levantaban sobre otras y otras más y una especie de tallo como el del árbol de Jesé que brotaba entre parches de césped remojado. Una de las trescientas ochenta y seis fallas que se plantan y que acaban transformándose en polvo y niebla. Un poco de esas briznas, quiero creer, acaban convertidas en carne, en humana naturaleza, por vía respiratoria; y construyen al valenciano. Y a quien les visita también.

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