Mala Fama
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Óscar Puente y el origen del mal
Si quieres granjearte enemigos duraderos y sanguinarios, métete con su familia
Aunque fue alcalde de Valladolid, Óscar Puente ha tenido que llegar a ministro de Transportes y Movilidad Sostenible del gobierno de España para ejercer correctamente su castellanidad. Los castellanos no somos muy simpáticos, o no tanto como las piedras, las tormentas o las bolas de demolición. Una bola de demolición será siempre más simpática que un castellano promedio. El hombre castellano, si con algo sueña, es con alcanzar alguna vez en su vida la alegría y el encanto de una bola de demolición.
Puente, Óscar, bambolea en los aires digitales su tonelada redonda de agresividad, y la va desplomando a capricho sobre unos y otros con ejecutiva frecuencia. Es ministro, ya decimos. Sus damnificados son habitualmente políticos del PP, así como periodistas (también del PP, diría él), a los que hostiliza con atajos dialécticos, machacando el aro, porque ya no hay mucho que decir ni que jugar después de una embestida del pucelano.
Ilia Topuria al menos te dice hola.
Las palabras del ministro no le parecen a uno muy sopesadas, ni resultan tampoco muy estilosas, y por eso no agrada ni siquiera citarlas, del miedo que dan y del desasosiego que producen. No cuadran mucho sus excesos con el sanchismo sonriente, cuyo cuaderno Rubio de caligrafía civil le sale siempre a suspender. Es sobrecogedor. Desde el “derecho a roce” dedicado a Isabel Díaz Ayuso al calificativo proctoscópico con el que califica al periódico The Objective (asquito me da reproducirlo), el ministro salta a la mínima, pide otra ronda, propina una colleja al primero que pasaba por allí y luego mira fijamente a la cámara como Maradona cuando ya le daba todo igual.
Este comportamiento no le gusta a nadie, claro. Sin embargo, no está completamente injustificado.
Cuando hace años, la literatura se empeñó en ofrecernos sucesivamente novelas sobre “el mal absoluto” y “el origen del mal”, me di cuenta de que hablaban siempre de un mal mítico, impronunciable, incluso épico y sobrevenido. Era la maldad, en los libros de Bolaño y otros, una aparición anómala sobre la faz de la Tierra. Se mataba porque sí, se exterminaba sin razón. Daba juego narrativamente, pero apenas rozaba la esencia legítima de la maldad.
Puente bambolea en los aires digitales su tonelada redonda de agresividad, y la va desplomando a capricho sobre unos y otros
La esencia legítima de la maldad (me toca a mí contárselo) es el bien, hacer el bien y buscar que el bien prevalezca: flipen. Casi no existe en la historia del mundo una maldad autónoma, no reactiva, simplemente ociosa de daños y dolores. Se hace el mal en busca del equilibrio. Son otros los que nos han hecho -primero y más gravemente- daño.
Así, desde hace años, Óscar Puente ha sido noticia y rumor, fotografía y festín de cotilleos, y uno, sin querer verla, ha visto su foto en un Mercedes en compañía cortés, y ha visto su foto en la cubierta de un yate o barco de recreo, en bañador. El propio ministro cuenta los acercamientos incómodos de la prensa a su hija menor de edad, y a su madre (con “insultos”), ya anciana. Todo esto legitima al ministro para perder la compostura, como es obvio.
No crean, por ello, que Óscar Puente tiene la más mínima duda sobre lo que hace, que le puede la culpa algunos días o que le va a pedir perdón a nadie nunca. Que lo que está haciendo está mal lo pensamos únicamente los demás.
Si quieres hacerte enemigos para toda la vida, sanguinarios y perfectos, métete con su familia. Métete con su madre, sus hijos o su novia
Yo mismo he escrito algunos artículos ad hominem, con nombre y apellidos y muchas ganas de hacer daño, y he dormido como un bendito y, aún hoy, creo que hice muy bien. Nunca escribí contra alguien en esos tonos demoledores sin estar convencido de que ese alguien era un hijo de puta. Así funciona.
El origen del mal, de la mayor parte del mal producido (psicópatas al margen), procede de la total seguridad de que el de enfrente está fatalmente acanallado, carece de escrúpulos y es necesario defenderse. Sin embargo, en innumerables casos, el de enfrente es poco más o menos igual que tú, y hasta os llevaríais bien si la vida no hubiera decido poner algo entre medias, una chica, un trabajo, una ideología, una linde mal trazada.
En una posición similar a la de Óscar Puente está Isabel Díaz Ayuso. Dense cuenta de lo que es ver la cara de tu hermano colgada de la fachada entera de un edificio y siendo acusado, en la letra adjunta, de corrupto. Eso no se olvida. ¿Creen que Ayuso va a tener piedad después de que su hermano fuera vapuleado por su culpa (si no fuera hermano de Ayuso, poco nos importaría)? ¿Creen que va a tener piedad, que va a ser buena chica, después de que su actual pareja se vea también hostigada (con razón o sin ella, da un poco igual) por Hacienda y la Fiscalía? No, amigos, aquí nadie va a tener piedad de nadie; nadie va a pararse, respetar una infancia, respetar un vicio o conservar un secreto.
Si quieres hacerte enemigos para toda la vida, sanguinarios y perfectos, métete con su familia. Métete con su madre, sus hijos o su novia. Desde la trifulcas entre vecinos a las guerras internacionales (Ucrania, Gaza), no hay crueldad que no se practique en defensa propia, con el enemigo minuciosamente representado como alguien vil e inhumano.
El origen del mal es la creencia firme de que el mal son los otros.
La gracia macabra de esta maniobra destructiva no es sólo que los otros, casi siempre, sean, como decimos, indistinguibles de nosotros mismos (pobres hombres, a fin de cuentas), sino que muchas veces retratamos su abyección a fuerza de voluntad, tergiversación y prejuicio. Basta considerar a alguien mala gente para que todo lo que haga encaje al milímetro con nuestra presunción. El compañero que llega temprano a la oficina lo hace para trepar; si llega tarde, lo hace porque se cree mejor que tú. Siempre nos irrita.
Establecida una legitimidad del mal, se produce, de forma vertiginosa, una alternancia perpetua de bajezas. Tú me hiciste esto, y yo te hago esto, y ahora te toca a ti y luego me tocará de nuevo a mí. La pregunta moral suele ser: ¿quién empezó? Cuando debería ser: ¿por qué nadie paró a tiempo?
Aunque fue alcalde de Valladolid, Óscar Puente ha tenido que llegar a ministro de Transportes y Movilidad Sostenible del gobierno de España para ejercer correctamente su castellanidad. Los castellanos no somos muy simpáticos, o no tanto como las piedras, las tormentas o las bolas de demolición. Una bola de demolición será siempre más simpática que un castellano promedio. El hombre castellano, si con algo sueña, es con alcanzar alguna vez en su vida la alegría y el encanto de una bola de demolición.
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