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La cultura del crecimiento se está desvaneciendo
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Juan Ramón Rallo

Laissez faire

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La cultura del crecimiento se está desvaneciendo

Para crecer, necesitamos creer que podemos crecer y necesitamos querer crecer. Y cada vez se difunden más ideas contrarias a la creencia y a la querencia del crecimiento

Foto: Monumento a Karl Marx en Chemnitz, Alemania. (Reuters)
Monumento a Karl Marx en Chemnitz, Alemania. (Reuters)
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Durante la mayor parte de su historia, la humanidad apenas creció e incrementó sus estándares de vida. No es que no hubiese ningún progreso tecnológico que incrementara la productividad y, por tanto, la renta per cápita, pero esas innovaciones tenían un carácter más o menos aleatorio, esporádico y exógeno al propio sistema económico: el conjunto de fuerzas productivas de la sociedad no se orientaba a lograr un crecimiento sostenido mediante un ritmo de innovación constante.

Todo ello cambió desde la Revolución Industrial: a partir del siglo XIX, los países capitalistas han logrado crecer año tras año de manera perdurable. Es más, el estancamiento económico, no digamos la recesión, ha pasado a ser considerado síntoma de alguna anomalía: algo no estamos haciendo bien cuando el PIB se estanca durante un cierto tiempo. Lo que a lo largo de siglos fue la normalidad, ahora se ha convertido en la anormalidad. Semejante cambio estructural no pasó desapercibido a los ojos de Marx, para quien el capitalismo había revolucionado la organización social subordinándola enteramente al acelerado desarrollo de las fuerzas productivas. Tal como escribió en los Grundrisse:

"Un sistema [el capitalista] en el que nada parece más importante, en el que nada parece un fin en sí mismo, salvo la producción y el intercambio social. Por tanto, solo el capital crea la sociedad burguesa y la apropiación universal tanto de la naturaleza como de todos los nexos sociales dentro de la sociedad. De ahí la gran influencia civilizadora del capital; de ahí su producción de una etapa de la sociedad que, comparada con las etapas previas, estas aparecen como desarrollos meramente locales de la humanidad y como ido-latría de la naturaleza (…) El capital destruye y revoluciona constantemente todo esto, derribando todas las barreras que obstaculizan el desarrollo de las fuerzas productivas, la ampliación de las necesidades humanas, el desarrollo universal de la producción, y la explotación y el intercambio de todas las fuerzas naturales y mentales".

Foto: Foto: Reuters. Opinión

Pero ¿por qué se originó este cambio tan notable en el devenir histórico de la humanidad? Según el historiador económico Joel Mokyr, la condición necesaria para que pudiesen germinar la Revolución Industrial y todo el continuado desarrollo subsiguiente fue un cambio cultural consistente en colocar ideológicamente el crecimiento, y la capacidad de la humanidad para lograrlo, en el centro de la organización social. Es lo que él mismo ha denominado “cultura del crecimiento”:

"Las creencias y las ideologías afectan a los resultados económicos. No lo hacen invariantemente con la misma fuerza. Pero hay episodios históricos en los que los efectos económicos de los cambios ideológicos están a la vista de todos. El impacto de la Ilustración en los resultados económicos quizá fue más sutil y gradual que el impacto de las nuevas ideas de Mahoma, Marx o Keynes, pero fue más duradero (con la excepción de Mahoma) y más beneficioso. Sin estas ideas, es imposible imaginar cómo la ola de innovaciones tecnológicas surgidas a partir de 1760 podría haberse transformado en lo que hoy conocemos como crecimiento económico moderno, es decir, un proceso sostenido en el que las economías se enriquecen año tras año. Como ha ocurrido otras veces en el pasado, tras un florecimiento inicial, el proceso se habría asentado en un nuevo estado estacionario. La Ilustración, pues, fue indispensable no para «causar» la Revolución Industrial, sino para convertirla en la raíz principal del crecimiento económico".

Foto: Kohei Saito.

En cierto modo, para crecer necesitamos creer que podemos crecer y necesitamos querer crecer. Y el problema es que cada vez se difunden más ideas contrarias a la creencia y a la querencia del crecimiento. Respecto a las últimas, baste mencionar el movimiento decrecentista que, con el erróneo pretexto medioambiental, pretende cercenar las aspiraciones mismas a crecer. Respecto a las primeras, baste constatar que la mentalidad de que la economía es un juego de suma cero se halla cada vez más extendida: en un reciente paper, Chinoy et alii constatan que las generaciones jóvenes tienden a concebir las interacciones económicas como un juego de suma cero en mayor medida que las generaciones adultas. Los autores, además, vinculan esta mentalidad cerosumista con una ideología más proclive hacia políticas económicas que merman el propio crecimiento económico, tales como la redistribución de la renta o las restricciones migratorias: en cierto modo, el cerosumismo constituye una profecía autocumplida, no solo porque las sociedades renuncian a su deseo de crecer, sino porque adoptan políticas que son incompatibles con ese crecimiento.

En definitiva, aunque hayamos encadenado 250 años de crecimiento económico continuado, responsable de haber elevado nuestros estándares de vida a su mayor nivel histórico, no deberíamos tomar como dado ese crecimiento económico sostenido. Si la cultura del crecimiento se disuelve, también lo hará el propio crecimiento. Y, por desgracia, parece que la incultura del decrecimiento está en boga.

Durante la mayor parte de su historia, la humanidad apenas creció e incrementó sus estándares de vida. No es que no hubiese ningún progreso tecnológico que incrementara la productividad y, por tanto, la renta per cápita, pero esas innovaciones tenían un carácter más o menos aleatorio, esporádico y exógeno al propio sistema económico: el conjunto de fuerzas productivas de la sociedad no se orientaba a lograr un crecimiento sostenido mediante un ritmo de innovación constante.

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