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Cómo debería Trump ajustar el déficit comercial: no con aranceles
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Juan Ramón Rallo

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Cómo debería Trump ajustar el déficit comercial: no con aranceles

Para un liberal, la decisión debería estar clara: el mejor camino para equilibrar la balanza por cuenta corriente consiste en reducir el gasto público

Foto: Trump y Musk. (EC Diseño)
Trump y Musk. (EC Diseño)
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El motivo por el que Donald Trump ha lanzado esta salvaje guerra comercial —o guerra contra el comercio— es, oficialmente, su deseo de acabar con los déficits comerciales de EEUU respecto al resto del mundo. No se trata de eliminar barreras arancelarias y no arancelarias sobre los intercambios internacionales, sino de que EEUU no importe de ningún otro país más de lo que exporta. Por eso, por ejemplo, ha rechazado el desarme arancelario mutuo que le han propuesto Israel, Vietnam o, respecto a los bienes industriales, la UE, y ha condicionado cualquier acuerdo a que los gobernantes de esos países le garanticen un saldo comercial equilibrado.

De entrada, es necesario recordar que la búsqueda de equilibrio comercial bilateral con todos los países no tiene ningún tipo de sentido económico. Las ventajas de la división del trabajo y de la especialización consisten, justamente, en que cada uno de nosotros intercambiemos con los demás aquellos bienes o servicios que somos relativamente buenos en producir a cambio de los bienes o servicios que otros son relativamente buenos en producir. Eso supone que no tiene por qué haber una simetría perfecta en el valor de las mercancías intercambiadas entre dos partes: un panadero puede tener superávit comercial con cada uno de sus clientes (ingresa de ellos más de lo que gasta en ellos) pero a cambio tendrá déficit comercial con otros comerciantes que, a su vez, puede que también tengan déficit comercial con algunos de los clientes del panadero. A le compra a B 100, B le compra a C 100 y C le compra a A 100: el círculo de intercambios se cierra sin que ninguna parte tenga equilibrio comercial… ni falta que hace.

Ahora bien, aunque la obsesión con un equilibrio comercial bilateral con cada uno de tus socios comerciales es un completo disparate, la preocupación por un déficit comercial (en realidad, déficit en la balanza de cuenta corriente) de carácter persistente no tendría por qué serlo. Cuando un individuo, o un país, gasta sistemáticamente más de lo que ingresa es porque se está endeudando: y eso es lo que viene haciendo recurrentemente EEUU con el resto del mundo desde hace décadas (no ha tenido un superávit por cuenta corriente desde mediados de los 70).

El endeudamiento —o, más en general, la recepción de financiación— no tiene por qué ser algo negativo: permite invertir más de lo que se ahorra y, por tanto, consumir más de lo que se consumiría en su ausencia o invertir más de lo que se invertiría en su ausencia. En ese sentido, posibilita una mayor acumulación de capital y una mejor distribución intertemporal del consumo: una economía que invierta a tasas de retornos superiores al coste de financiarse será una economía cada vez más rica sin tener que sacrificar su bienestar presente mediante la contención de su consumo. Pero, por supuesto, el endeudamiento también puede usarse mal —a poco que recordemos la primera década del siglo XXI en España, no creo necesario desarrollar mucho más este argumento— y, en tal caso, el país que se endeuda para dilapidar la financiación recibida terminará empobreciéndose. Por eso, podría tener sentido vigilar la sostenibilidad de una balanza por cuenta corriente sistemáticamente deficitaria y acaso tratar de reconducirla hacia el equilibrio exterior.

Foto: Donald Trump. (EC Diseño) Opinión
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Mas, ¿cuáles son las herramientas más adecuadas para lograr este último objetivo? Vayamos a las identidades contables más elementales de un déficit comercial. El superávit comercial (X-M; donde X son exportaciones y M son importaciones) es igual a la suma del ahorro neto del sector privado (S-I; donde S es ahorro e I es inversión) y del sector público (T-G; donde T son impuestos y G, gasto público). A saber: X-M=(S-I)+(T-G). O, si lo queremos expresar de otro modo que refleja más claramente los déficits, M-X=(I-S)+(G-T), esto es, el déficit comercial es la suma del déficit de ahorro del sector privado y del déficit público. Justamente, como decíamos, un déficit comercial suficientemente grande es lo que le permite a un país que su inversión interna supere a su ahorro interno y que su gasto público supere a su recaudación fiscal.

Por consiguiente, si un país quiere eliminar el déficit comercial (X=M), o bien tendrá que contraer su inversión privada (reducción de I) o su consumo privado (aumento de S) o recortar el gasto público (reducción de G) o incrementar los impuestos (aumento de T). Para un liberal, la decisión debería estar clara: el mejor camino para equilibrar la balanza por cuenta corriente consiste en reducir el gasto público. Con un superávit presupuestario, se puede financiar un exceso de inversión sobre ahorro privado sin necesidad de recurrir a la financiación exterior. Para un intervencionista, en cambio, la opción de subir los impuestos o de contraer la inversión y el consumo interno por la fuerza también son alternativas viables. Y precisamente esto último es lo que buscan hacer los aranceles: obligar a los estadounidenses a que importen menos mercancías (la mitad de las cuales se destinan a la inversión y la otra mitad al consumo) al tiempo que aumentan la recaudación fiscal del gobierno. Más ahorro privado y público forzoso para limitar el endeudamiento exterior.

Foto: Donald Trump. (EC Diseño) Opinión
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Pero no, el camino del ajuste exterior debería ser otro. EEUU tiene un déficit público del 6,5% del PIB y un déficit exterior del 4%. Eso significa que, ceteris paribus, un estrechamiento del déficit público del 6,5% al 2,5% (ni siquiera sería necesario alcanzar superávit presupuestario) sería suficiente para extinguir el déficit exterior: y el déficit público puede reducirse mediante recortes del gasto público, sin necesidad de subidas de impuestos. Remarco, eso sí, la cláusula ceteris paribus porque, como es obvio, el ajuste no sería ni mucho menos tan automático: un menor déficit público también podría traducirse o en un incremento de la inversión privada o en un aumento del consumo privado (menor ahorro privado), lo que podría mantener viva la necesidad de financiación exterior. Pero algo similar sucede con los aranceles: en la medida en que estos aboquen a la economía a una recesión, el ahorro privado y la recaudación fiscal podrían terminar cayendo y el gasto público subiendo, lo que mantendría la necesidad de financiación exterior (déficit comercial) solo que con un nivel de actividad interno más bajo.

En otras palabras, el ajuste del déficit exterior de EEUU no es algo sencillo de lograr, porque responde en última instancia al enorme apetito global por los pasivos estadounidenses (lo cual facilita la propensión del sector público y privado estadunidense a endeudarse). Pero, desde luego, si se quiere recorrer el camino de meterlo en vereda, un liberal debería optar por recortes decisivos del gasto público y no por salvajes subidas impositivo-arancelarias. De momento, Trump apuesta por lo segundo y no por lo primero.

El motivo por el que Donald Trump ha lanzado esta salvaje guerra comercial —o guerra contra el comercio— es, oficialmente, su deseo de acabar con los déficits comerciales de EEUU respecto al resto del mundo. No se trata de eliminar barreras arancelarias y no arancelarias sobre los intercambios internacionales, sino de que EEUU no importe de ningún otro país más de lo que exporta. Por eso, por ejemplo, ha rechazado el desarme arancelario mutuo que le han propuesto Israel, Vietnam o, respecto a los bienes industriales, la UE, y ha condicionado cualquier acuerdo a que los gobernantes de esos países le garanticen un saldo comercial equilibrado.

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