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Mariano Vergara

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El transcurrir del tiempo

Gante es una ciudad con una extraordinaria vida cultural, especialmente en lo que al arte contemporáneo se refiere, con constantes, exposiciones, teatros, librerías y un festival de la luz que se celebra trianualmente

Foto: Retratos de Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y Carlos II, rey de España de 1665 a 1700. Obras atribuida a Jan Cornelisz y a Luca Giordano respectivamente. Fuente: Wikimedia.
Retratos de Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y Carlos II, rey de España de 1665 a 1700. Obras atribuida a Jan Cornelisz y a Luca Giordano respectivamente. Fuente: Wikimedia.
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Pífanos y chirimías, cornetas y sacabuches, flautas de pico, orlos, bajones y cromornos, atabales y timbales resonaban por las calles de Gante, corazón de Flandes, el 24 de febrero de 1500, para anunciar que en el Prinsenhof había nacido Carlos, Rey de Romanos, archiduque de Austria, duque de Borgoña, conde de Flandes, futuro rey de Castilla, Aragón y Navarra, futuro Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y Señor de las tierras más allá de la Mar Océana, que ocho años antes habían descubierto las naves castellanas, al mando de un navegante visionario de oscuro origen, Cristóbal Colón.

Gante era una ciudad de pujante comercio, calles adoquinadas, casonas de comerciantes enriquecidos y palacios que la alta nobleza borgoñona alternaba con las imponentes residencias de Bruselas. Pero a pesar de tanta grandeza su madre, Juana de Castilla, lo alumbró en la soledad de una letrina, a la que había acudido indispuesta, durante la celebración de una fiesta en el Palacio del Príncipe, del que hoy solo quedan restos llamados la Puerta Oscura. Una extraña constante en la vida de los Habsburgo, los más nobles entre los nobles, la contradicción entre orígenes y sepulturas, el ocupar los más altos sitiales y la autoconciencia de no ser nada en presencia del Altísimo.

Carlos, nacido en semejante agujero, yace en los mausoleos de bronce, que Pompeo Leoni creó en El Escorial para él y su hijo Felipe, antes de retirarse a morir en Yuste, una aldea esquinada del Imperio, junto a los monjes en presencia del retrato de su amada Isabel de Tiziano, con la que vivió meses de felicidad en la Alhambra, soñando con el palacio que nunca vio. Altos en la grandeza y humillados en la nada.

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Carlos fue bautizado el día 7 de marzo de 1500 en la catedral de San Bavón, en la que se encontraba desde 1432, una de las obras cumbres del arte universal, L'Agneau Mystique, el Políptico de Gante, obra de Hubert y de su hermano Jan Van Eyck, robada en varias ocasiones, incluidos esos dos saqueadores, Napoleón y el ejército nazi. Sorprende el desconocimiento que tanto de la obra, como de Jan Van Eyck existe en España. La vida de Hubert que empezó a pintarlo con Jan, es desconocida. La única certeza de su existencia es una lápida sepulcral en el claustro de un viejo monasterio en Gante. Como si Ruskin la hubiese abandonado allí.

De Jan, que se consideraba el más grande de los pintores después de su hermano, no existe ninguna obra certificada en España, puesto que La Fuente de la Vida que cuelga en El Prado, nunca ha podido ser acreditada con certeza. Jan Van Eyck estuvo en España de camino a Portugal para concertar el matrimonio de una Avis con su señor, Felipe de Borgoña. Recorrió nuestro país, incluida la Granada nazarí y Valencia, donde copió azulejos, que después aparecen en alguna obra. Pintó “La Fuente de la Gracia” durante ese tiempo? No parece probable, pero tampoco imposible.

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David Hockney -ese genio de la alegría y la belleza de las piscinas -considera que Van Eyck había descubierto el uso de la lente, a través de un tratado árabe de óptica traducido en Bizancio. Y el trabajo en equipo. Pero sus aprendices debieron ser ángeles ápteros de sus cuadros. Los títulos de las obras de la pintura flamenca de ese tiempo, que aún no había sufrido la barbarie calvinista, siempre hacen referencia al origen de la vida, al más allá, a la muerte, pues siendo una tierra de ricos comerciantes, seguían obsesionados por estas cuestiones y ni bodegones, ni paisajes ocupaban todavía las paredes de sus hogares.

La apertura de las compuertas de El Cordero Místico, gigantesco políptico de doce tablas, supuso una revolución en la pintura universal. Nunca se había visto nada igual. El hombre de entonces vio en ese momento un universo que se le venía encima. La primera pintura con materialidad tangible. El genio había florecido en las circunstancias de un Flandes rico. Un mundo sobrenatural representado a través de la más absoluta realidad. Estamos ante una pieza de altar, hacia la que se dirige la mirada hasta el punto concreto de la máquina artística.

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Cuando tiene sus puertas cerradas, todo es tranquilidad y mesura de unas aparentes esculturas de mármol, en realidad están pintadas sobre las tablas, con prodigioso realismo de sombras sobre falso mármol blanco. Una vez abierto, se desata un huracán de sensaciones e interpretaciones. Adán y Eva son dos cuerpos reales, dos personas desprovistas de cualquier trascendencia, dos cuerpos desnudos, con la belleza, o la fealdad apropiadas. Los ángeles cantores, coronados de joyas, no simples seres mortales, carecen de alas y los gestos de sus bocas permiten saber qué nota está emitiendo cada cual en la polifonía flamenca. Podría adivinarse qué pieza están interpretando. El ángel que toca el órgano ha modificado la postura de su mano de un do mayor, a un fa mayor, que se acopla mejor a la música polifónica. Toda una vida para interpretar esta obra.

Jan Van Eyck la pinta al acabar la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, cuyo final supone la salida definitiva de los Plantagenet británicos de territorio continental. Durante años el duque de Borgoña ha tenido a Jan Van Eyck como consejero y director de la pompa y esplendor de la vida en la corte borgoñona. En aquel tiempo era tan importante, que la cuestión de las investiduras, o las precedencias originaron muchos conflictos bélicos. En la mesa del comedor del Hofburg de Viena, la mesa está dispuesta, según el protocolo español, mientras la infanta Margarita de Velázquez en azules en las paredes del Kunst, espera la llegada de su prometido el emperador. Que llegó.

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Un elocuente autorretrato de Jan Van Eyck en la National Gallery de Londres, con un amplio y ostentoso turbante rojo como perteneciente a la elite de la época, una prueba del deseo de los artistas de no ser considerados artesanos, sino grandes maestros. Una constante universal hasta hoy en que los marchantes han sustituido a reyes españoles y grandes banqueros italianos en el hecho de señalar con el dedo quién es un genio y quién no. Hay obras que están fuera del alcance del dedo del señor. El Políptico de Gante es una. Pero es maravilloso contemplar, por ejemplo, el reflejo de cada una de las perlas de las vestiduras del Padre Eterno. Cada una es diferente. Y un inconcebiblemente moderno marco rígido y plano enmarca toda la obra, como demostración de que la realidad también aquí es fingida, aunque aparentemente el pintor ha perdido el tiempo en cada uno de los cabellos de la barba de Dios. Y en el centro de la representación operística, el Cordero Místico, el mito sacrificial, el que con la sangre de su pecho borra los pecados del mundo, mientras observa al espectador con una inconcebible faz humana.

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Gante es una ciudad con una extraordinaria vida cultural, especialmente en lo que al arte contemporáneo se refiere, con constantes, exposiciones, teatros, librerías y un festival de la luz que se celebra trianualmente. Allí, en una lóbrega fábrica de ladrillos rojos, está radicada la fundación Antón y Annick Herbert, una pareja judía que llevan toda su vida coleccionando arte. Personas tan agradables, locuaces y expresivas como puede llegar a ser un belga. Dos belgas. Visten en tonos negros, con desaliñado aspecto. Nos ofrecen una extraordinaria cerveza, la Carolus Gouden, la favorita de Carlos V, a pesar de su temperatura ligeramente tibia.

Lo mejor de Europa es su constancia en mantener lo bien hecho. O así ha sido hasta ahora. Después de ver una instalación de Yanis Kounellis, entramos en lo que podría ser una destartalada sala de estar. Sólidas mesas de roble sin desbastar es todo el mobiliario. Al frente un ventanal rectangular encuadra la catedral de San Bavón. On Kawara es un artista japonés, cuya vida es tan misteriosa como la de Salinger.

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Jamás concedió una entrevista, se sabe que vivía en Nueva York, no existen fotos, no comentó, ni explicó oralmente su obra. Dedicó su vida, puramente conceptual en sí misma, a hacernos ver que la propia conciencia del paso del tiempo es lo que nos hace tomar conciencia de que estamos vivos. Estamos vivos porque el tiempo transcurre. Sobre una de las mesas One million years (Past), un libro en diez tomos en los que aparecen escritos a máquina, uno por uno correlativamente, todos los años transcurridos entre 998031 A,C. y 1969, fecha de realización de la obra.

Un millón de años dedicado a todos aquellos que nacieron y murieron. Su continuidad, que también se encontraba expuesta allí, era One million years (Future), desde 1969 al 1.001969, dedicado (Para el último). También dispuestos sobre una mesa. Sonaba incesantemente el silencio. La aguja de la torre de San Bavón, donde está el Cordero Místico, señalaba con su sombra cada tarde, como la flecha de un reloj de sol, el libro en el que está escrito el paso del tiempo, que mientras transcurre inexorable, hace que nuestras vidas finitas transcurran. Jan Van Eyck y On Kawara han estado a punto de explicarlo todo con un intervalo de quinientos años. Posiblemente solo se trate de dos gloriosos artistas. Los ángeles siempre tienen alas.

Pífanos y chirimías, cornetas y sacabuches, flautas de pico, orlos, bajones y cromornos, atabales y timbales resonaban por las calles de Gante, corazón de Flandes, el 24 de febrero de 1500, para anunciar que en el Prinsenhof había nacido Carlos, Rey de Romanos, archiduque de Austria, duque de Borgoña, conde de Flandes, futuro rey de Castilla, Aragón y Navarra, futuro Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y Señor de las tierras más allá de la Mar Océana, que ocho años antes habían descubierto las naves castellanas, al mando de un navegante visionario de oscuro origen, Cristóbal Colón.

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