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Al sur del sur
Por
La muerte como un sueño en bronce
En la catedral de Málaga existe una capilla dedicada a San Francisco. A ambos lados de la misma, dos extraordinarias sepulturas de prelados yacentes muestran en sus cartelas un mismo nombre, Luis de Torres
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Incluso en las catedrales luminosas, que recogen con fidelidad la incomparable luz rosácea en cielos añiles, que reina en la ciudad de algunas sedes, se encuentran ángulos oscuros y aparentemente olvidados, que a veces dejan entrever tesoros ocultos. En las altas y elegantes naves de la aérea catedral de Málaga, con los cuatro mil tubos de sus abrumadores órganos barrocos, que lanzan aires de italianidad de fingidas trompetas, existe una capilla dedicada a San Francisco.
A ambos lados de la misma, dos extraordinarias sepulturas de prelados yacentes muestran en sus cartelas un mismo nombre, Luis de Torres. Tío y sobrino pertenecientes a una misma familia poderosa de origen judaizante cordobés, que ya en el XVII, se trasladó a Málaga, atraída por la riqueza, que el comercio y la incipiente exportación y comercialización de productos agrícolas, empezaba a convertir a esta ciudad en meta de muchos sueños foráneos.
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No parece que la posible concepción de la moral católica española del poder como un pecado, hicieran mucha mella en el espíritu de aquella familia. Al contrario. Tanto los familiares que quedaron en esta ciudad, dedicados a incrementar su fortuna una vez establecidas las bases religiosas y económicas de su patrimonio, como ellos dos que sucesivamente marcharon a Roma a ocupar altos cargos de la Curia Pontificia, fueron personas del Renacimiento y posterior Barroco, que amaron intensamente a su nueva morada y que llegaron a poseer capilla propia en la sede catedralicia, la capilla de los Torres. El arte y la cuidadosa ostentación como símbolos de poder. Venecia, Florencia, Roma… y en este caso Salerno y Monreale.
Hace mucho tiempo existió en la incipiente Televisión Española en el blanco y negro de un único canal, un delicioso programa cultural que dirigía un catedrático de entonces y que tenía un título evocador, Tengo un libro en las manos. Era la imagen de Don Martín Vázquez de Arce, doncel del rey en el ejército castellano, que murió en la guerra con los nazaríes en la Vega de Granada. Descansa en la Catedral de Sigüenza, como un adolescente culto recostado, sosteniendo un libro en sus manos. No está muerto. Ni siquiera dormido. Simplemente ejerce el laborioso trabajo de leer un libro, mientras espera el Juicio Final. Es una figura del hombre que ansía aprender hasta el último momento, hasta el postre latido, indolente ante cuál sea su futuro, porque lo único que tiene interés en su mente es el conocimiento.
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El retrato de la aristocracia del conocimiento, antes que la de la nobleza. No hay rigidez medieval. No hay solemnidad de lo eterno, no muestra la menor preocupación. Solo la actitud del retiro, de la quietud ante el peligro, de la claridad de mente acerca de la escasa importancia de todo, como la puesta en escena del Libro de Qohelet, de los valores estoicos, de la impasibilidad renacentista de la medida de todas las cosas. Mi padre me llevó allí con doce años y aquella imagen se grabó en mi mente. Como los agujeros de los disparos de la Guerra Civil que tatuaron las paredes de cantería de esa hermosa catedral. Quizás por todo esto, pienso que las sepulturas son a veces una muestra viva de la historia de un lugar.
Don Luis de Torres I, del que hablaba al principio, vivió en la Roma de la Contrarreforma, habiendo salido de una ciudad carente de importancia en aquel tiempo, Málaga. Pero su inteligencia, su cultura y su anhelo le llevaron a gozar de la confianza del Pontífice, Paulo III. Y en su labor diaria y en sus paseos de la entonces poderosa y a la vez temblorosa Santa Sede, que ya había sufrido el saqueo de las tropas imperiales, que aunaban en su seno la esquizofrénica tarea de defender al Emperador, cuyo poder emanaba del Papa, al tiempo que lo atacaban, porque las tropas estaban compuestas de lansquenetes luteranos, en medio de todo esta disputa teológica, política y bélica, convivió y amigó con Ignacio de Loyola y Francisco de Borja. E inteligentemente consiguió la fundación en Málaga del primer colegio jesuita, en la hoy llamada obviamente calle Compañía, en una esquina que encierra todo el saber que mi ciudad consiguió acumular en unos metros.
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Los Jesuitas, la iglesia del Santo Cristo de la adoración eterna al Santísimo, que incluía la presencia viva y hasta el filioque, la Sociedad Económica de Amigos del País, el Ateneo, de algo más que aires masónicos y hasta la escuela donde impartía clases el padre de Picasso y donde este mismo niño aprendió a dibujar. Todo esto a lo largo de los siglos, aún hoy en día todo ello de pie y vivo. Don Luis era inteligente y era un prodigio de sagacidad mediterránea. Influyó de forma eficaz y certera en el Santo Padre para que se negara a autorizar el concubinato de Enrique VIII de Inglaterra, aunque eso llevara a la Reforma, porque pertenecía a aquella clase de hombres buenos y justos que nunca anteponen el interés particular, ni la legislación estatal, ni las conveniencias del momento, a las sólidas convicciones personales.
Luis de Torres fue elevado a la dignidad de arzobispo de Salerno, la amarillenta ciudad meditabunda de los vinos dulces cercana a la costa amalfitana y a los templos dóricos de Paestum, bajando de Nápoles hacia el sur en plena Campania. ¿Pasearía alguna vez entre las columnas del valle de los templos, en el punto en el que parece que todo empezó allí, que todo se descubrió allí, o al menos la arquitectura nació allí?
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Luis de Torres se encumbró en Roma hasta habitar en un palacio todavía hoy en pie en Piazza Navona, junto a Borromini y Brunelleschi, como un príncipe romano, a pesar de que nunca olvidó a su ciudad. Quería volver, aunque fuera desde el otro espacio. Y así se lo encargó que lo cumpliera a su sobrino de igual nombre, que llegó a ser Obispo de Monreale, la ciudad siciliana, cuya catedral encierra algunos de los más hermosos mosaicos bizantinos del Mediterráneo. Quiero volver a Málaga. Y su sobrino lo cumplió. Y esa es la bellísima tumba, el hermoso mausoleo obra de Guglielmo della Porta, discípulo y aprendiz de Miguel Ángel, en la que un joven atemporal duerme tranquilo, revestido de exquisitas vestiduras, de hermoso rostro y manos huesudas. No tiene un libro en las manos, carece de la rigidez marmórea, o del frio broncíneo. Es solo un joven obispo que duerme, teniendo ya en sí mismo el sueño eterno. No hay remordimientos, no hay rigideces letales en el sueño de los libres, solo la placidez de la eternidad de los no predestinados. Es hermoso visitar el mausoleo de Luis de Torres cuando suenan los órganos barrocos. El sueño continúa.
Incluso en las catedrales luminosas, que recogen con fidelidad la incomparable luz rosácea en cielos añiles, que reina en la ciudad de algunas sedes, se encuentran ángulos oscuros y aparentemente olvidados, que a veces dejan entrever tesoros ocultos. En las altas y elegantes naves de la aérea catedral de Málaga, con los cuatro mil tubos de sus abrumadores órganos barrocos, que lanzan aires de italianidad de fingidas trompetas, existe una capilla dedicada a San Francisco.