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De la belleza en la vida diaria
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Mariano Vergara

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De la belleza en la vida diaria

Contemplo la belleza renacentista y barroca de una de las más hermosas catedrales de España, cuando la bautizaron con el apodo más espantoso. En definitiva es el símbolo de esta Málaga irredenta

Foto: Una vista de la Catedral desde la Plaza del Obispo. (Toñi Guerrero)
Una vista de la Catedral desde la Plaza del Obispo. (Toñi Guerrero)
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Vuelvo a casa después de un día rutinario, caminando de forma cansada y provisto de un cierto aburrimiento vital. El enui del que hablaba Pascal, como una especie de tedio existencial, cuando a la falta de emoción de un día plano, se une la carencia de ilusión prevista para las próximas jornadas, salvo la posible irrupción en nuestros días de quienes se empeñan en hacer de la existencia un cerco de hostilidad porque eso les divierte.

Siempre es una forma de diversión. A ello se une la amenazantemente próxima humedad del mar en estas fechas, cuando un sopor caliginosamente aplastante espesa la atmósfera y la camisa empieza a pegarse a la espalda con un afecto indeseado. Subo por las escaleras para intentar desentumecer músculos y tendones que en otro siglo fueron ágiles. Descargo las cuatro cosas compradas en un desolado supermercado de grandes almacenes. Abro las ventanas y contemplo la plaza.

En el laberíntico deambular entre estanterías que en los supermercados parecen cambiar de forma consuetudinaria con el solo fin de dificultar la salida del laberinto y que uno compre de esta forma algún alimento cancerígeno, o insalubre absolutamente innecesario e indeseado, me encuentro con la estantería de licores italianos, grappas, amarettos, camparis, vermuts –más aún si están emparentados con testas coronadas como los Cinzano– limoncellos de la costa amalfitana y todos los colores, olores y sabores de ese prodigio de civilización que es Italia.

Foto: La exposición 'Fieramente humanos'. (EFE/Daniel Pérez) Opinión
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Contemplo la belleza renacentista y barroca de una de las más hermosas y solo recientemente valoradas catedrales de España, cuando la bautizaron con el más espantoso apodo con el que puede designarse a una obra de arte, que en definitiva es el símbolo de esta Málaga irredenta y que ningún malagueño civilizado y decente podría mencionar. Incluso algún que otro absurdamente “consagrado” como Torres Balbas, que no se enteró de nada, la definió como un edificio sobre otro en un soberbio despiste.

Me hierve la sangre cada vez que escucho a los guías, o lo que sean, contarle a los guiris absurdas historias de miembros amputados, cercenados, mutilados, cortados o extirpados con una amplia risa cómplice, acerca del destino al que fueron a parar los dineros destinados a acabar las obras catedralicias. Ahora mismo acabo de escuchar a una señora de esas que, a determinada edad, se rapan el cogote y se integran en uno de esos grupos misericordiosamente llamados tercera edad, que ni saben en qué ciudad se encuentran, comentar que “cómo vivían los obispos”… En fin…

Pero al momento el alma reacciona y bajo a la terraza de nombre francés, con la que tan mala relación hemos tenido hasta hace poco y que ahora es un refugio, un lugar de descanso y relajación, gracias a uno de esos maestros camareros de la vieja escuela, que te saluda por tu nombre y tú por el suyo, Miguel, en la complicidad de estar en poder del conocimiento de las verdades importantes. Pido un Negroni, ese prodigio de la alta coctelería, que inventó un camarero florentino, Fosco Scarselli, en 1919 para su cliente, el conde Negroni, que pidió que le sustituyera la soda habitual por ginebra de reciente degustación en Londres. Los milagros y los descubrimientos suelen ocasionarse por puro azar, si es que este existe.

Foto: Retratos de Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y Carlos II, rey de España de 1665 a 1700. Obras atribuida a Jan Cornelisz y a Luca Giordano respectivamente. Fuente: Wikimedia. Opinión
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Miguel sabe darle ese suave olor a naranja que enamora a cualquier alma sensible, o simplemente a cualquier ser humano capaz de enfrentarse sin miedo al misterio de las cosas inasibles, o incomprensibles. Otro camarero es rumano y un tercero un chico argentino en el mundo globalizado en el que una especie de espesa monja ortodoxa canta incansablemente una salmodia interminable.

Reconozco que solo en la tercera nube del cielo, entrando por la izquierda se puede alcanzar la sensación de plenitud que el atardecer regala. Un mendigo toca un acordeón y a petición de un grupo de italianos mayores y ricos, posiblemente hijos de antiguos partisanos, entona de forma descompasada el Bella Ciao. Y suenan hermosos el ritmo de las palmas y las viejas voces.

Con el primer sorbo en la boca miro la fachada retablo de la Catedral a la que los últimos rayos de sol dan un tono anaranjado sobre el fondo del celeste intenso del final de la primavera. Y recuerdo mi última estancia en Florencia también tomando un Negroni en el Rivoire, que recuerda en su decoración el marco inventado por Visconti en el Lido de Muerte en Venecia, mientras diluviaba en la Piazza de la Signoria y el Palazzo Vecchio se alzaba impasible con su única torre, como el edificio que tengo frente a mí en este momento.

"Con el primer sorbo en la boca miro la fachada retablo de la Catedral, a la que los últimos rayos de sol dan un tono anaranjado"

La italianidad de la Catedral que aseguró Chueca Goitia derrama sol, mientras en mi recuerdo las viejas piedras del lugar donde habitaran los Medici chorreaban agua, como un llanto desgarrado en el rostro del David y el Perseo contorsionado continuaba mostrando la cabeza decapitada de Medusa en ese imposible lugar de asombrosa belleza que llaman la Loggia dei Lanzi, mientras un Perseo nativo cruza la plaza del Obispo con un barril de cerveza al hombro para ahuyentar las serpientes de las atolondradas cabezas de un grupo de sebosos británicos blanquecinos. En un enfrentamiento así, la victoria siempre es del sur.

Para ese momento el aburrimiento vital había desaparecido. Recordé una charla con Pepe Lebrero, brillante exdirector del Museo Picasso, en la inauguración de una exposición abrumadoramente visitada, como ocurre hoy en día con todo lo friki en un mundo en que lo más elevado intelectualmente hablando que existe es el inmortal Jordi Hurtado. Llegamos a la conclusión de que posiblemente lo más revolucionario que podría hacerse hoy sería una exposición de Rafael. Volví la mirada hacia el bellísimo Palacio Episcopal, hoy Centro Cultural de la Fundación Unicaja. En la primera planta se expone una magnífica muestra de pintura de la Colección Abelló, titulada “De Rafael a Bacon”.

En ella se exhiben algunas piezas realmente impresionantes. El Rafael no es exactamente a lo que Lebrero y yo nos referíamos dado su tamaño, aunque su calidad es indudable, su belleza absoluta y, en cualquier caso, tener un Rafael a cincuenta metros de tu casa en Málaga es algo muy serio. Un bellísimo San Francisco estigmatizado del Greco, una deslumbrante Virgen Niña de Zurbarán, algún Canaletto, una joya de Yáñez de la Almedina, una Isabel de Austria del Maestro de la Magdalena que atesora en su tamaño toda la austera y altiva elegancia de los Austrias, un retrato de una hermana de Rembrandt, que lo deja a uno realmente paralizado, elucubrando acerca de cómo pudo situar el maestro las velas que iluminan el rostro…

Foto: 'Autorretrato con gorra y dos cadenas', de Rembrandt

Pero a uno el manierismo le llega muy hondo y dentro de él, Pontormo y el Bronzino, ese mundo aparte, ocupan un lugar de honor. Pensar en el retrato, también de reducidas dimensiones de Cosimo I de Médicis, obra de este último, me lleva esta tarde de nuevo a Florencia y veo ante mí, el retrato incalificable de Leonor Álvarez de Toledo, esposa de Cosimo, en el cuadro de su protegido Bronzino y un escalofrío recorre mi espalda al recordar aquella tarde en unos Uffizi vacíos por el covid, cuando no se sabe si pensar en aquella mujer altiva, que lleva a Italia la austera moda española.

Pero con un traje de tal belleza en sus terciopelos brocados, que aún se venden en palacios florentinos de anchos alares y en sus joyas, todavía en venta en el Ponte Vecchio sobre el turbio Arno, que dudo mucho que ni Fortuny, ni su biógrafo Gimferrer hayan sido capaces de describirlo. Todo esto venía a cuento de la posibilidad de huida del espantoso tedio presente gracias al recurso a la belleza. De algo tenían que servir tantos esfuerzos aparentemente baldíos.

Vuelvo a casa después de un día rutinario, caminando de forma cansada y provisto de un cierto aburrimiento vital. El enui del que hablaba Pascal, como una especie de tedio existencial, cuando a la falta de emoción de un día plano, se une la carencia de ilusión prevista para las próximas jornadas, salvo la posible irrupción en nuestros días de quienes se empeñan en hacer de la existencia un cerco de hostilidad porque eso les divierte.

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