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Pablo Pombo

Crónicas desde el frente viral

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Paren el fútbol, yo me bajo

Habrá quien diga, ya lo sé, que mi hartazgo es en el fondo una señal de ingenuidad porque el fútbol es como es, porque hay pocas organizaciones en el mundo con más poder y menos transparencia que la FIFA y que la UEFA

Foto: El expresidente de la RFEF Luis Rubiales. (Reuters/Juan Medina)
El expresidente de la RFEF Luis Rubiales. (Reuters/Juan Medina)
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La mayor prueba de que el fútbol español está podrido saltó para mí justo al final del caso Rubiales, con sus declaraciones de despedida: “Hay poderes fácticos que impedirán mi vuelta”. ¿Qué poderes?

Los poderes que miraron hacia otro sitio cuando saltó información muy turbia publicada por este medio respecto al mismo personaje.

Foto: Gianni Infantino en la final del Mundial femenino. (Reuters/Asanka Brendon Ratnayake)

Los poderes que no se movieron ni un solo milímetro mientras se perpetraba el mayor escándalo en la historia del deporte, el Mundial de Qatar.

Los poderes que todavía no se han dado por enterados de la posible corrupción sistémica en nuestra liga durante años y años por la vía de Negreira.

Los poderes que callaron mientras se desplegaba una campaña racista contra Vinícius.

Foto: Vinicius, tras marcar un gol con el Real Madrid. (EFE/Enric Fontcuberta)

Los poderes que han permitido que Roures hiciese negocio con las retransmisiones de los partidos —y ejerciese la manipulación desde la moviola—, mientras movía también los hilos del separatismo.

Los poderes que han permitido que los dirigentes del fútbol español aumentasen escandalosamente sus ingresos, temporada a temporada, al tiempo que la competición se iba haciendo peor y peor.

Los poderes que nada habrían hecho si el impacto internacional y la reacción social tras el asqueroso comportamiento de Rubiales en la celebración del campeonato femenino no hubiesen hecho inevitable su pronto desalojo.

Foto: Luis Rubiales en la Asamblea de la RFEF. (Pablo García/EFE)

¿Qué poderes? Exactamente los mismos poderes que han permitido que alguien como Rubiales estuviese al frente de la Federación durante años, blindado por sus buenas relaciones políticas.

Habrá quien diga, ya lo sé, que mi hartazgo es en el fondo una señal de ingenuidad porque el fútbol es como es, porque hay pocas organizaciones en el mundo con más poder y menos transparencia que la FIFA y que la UEFA, y porque la llegada del dinero del petróleo a este deporte lo ha puesto todo todavía peor. Ya.

El problema de ese ejercicio de cinismo comparado está en que nos deja todavía en peor lugar. Es directamente inimaginable pensar que el responsable del fútbol de cualquier otro país —desarrollado o subdesarrollado— pudiera actuar como lo hizo Rubiales.

Foto: Juan Rubiales posa para El Confidencial. (Sergio Beleña)
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El paraguas de protección política que este dirigente ha disfrutado aquí solo es comparable al grado de impunidad que se ve en el fútbol francés comprado por los cataríes, donde las reglas ya han dejado de existir. No en Alemania, no en Italia y no en Gran Bretaña.

En ninguna otra nación del mundo se habría dado una callada en los despachos del fútbol tan amplia como cósmico fue el silencio de los poderes púbicos españoles —estaban las elecciones de mayo a la vuelta de la esquina— mientras Vinícius sufría un insoportable hostigamiento racista que, por cierto, fue imperdonablemente jaleado desde muchos medios deportivos. Sobre sus espaldas, como ocurrió con Jenni Hermoso, se quiso imponer la carga de la culpa. Es decir, sobre la víctima.

En una liga como la italiana, con una envergadura histórica comparable a la nuestra, que sufrió un caso de alteración de la competición por la vía del arbitraje durante una temporada —no a lo largo de décadas, como puede haber pasado en España—, la Juventus fue descendida de categoría, hubo fuerte castigo a los responsables y fueron altas las sanciones económicas. No fue el único club penalizado: el Milan, por ejemplo, no pudo jugar la Champions.

Nada de eso ha ocurrido aquí y cabe preguntarse por qué. Los dirigentes del Barcelona han permitido que su club se convirtiese en un altavoz del separatismo y el poder político del separatismo catalán puede permitirse el lujo de proteger al club hasta el nivel de la más completa impunidad.

Cuando todo esto ocurre, sentarse a ver un partido de fútbol de la liga española significa pagar para ver una competición que puede no ser limpia, que no está bien dirigida y que está, además, en franca decadencia frente a la británica. Y pagar mucho, por cierto, porque tanto en el campo como frente al televisor aquí estamos pagando más que los demás por ver un producto peor.

Toda esta podredumbre se da además en un tiempo de transformación de la industria del deporte. Un cambio global en los hábitos de consumo, el marketing y las vías de financiación del deporte que, con estos dirigentes, amenaza con llevar el fútbol español hacia el modelo del fútbol argentino: un granero de talento exportador, cada vez menos productivo y con escaso atractivo de cara al exterior, en el que se premia antes el entorpecimiento del espectáculo que la belleza del juego.

Foto: Carteles de aficionados en Turquía (Reuters)

Me gusta el fútbol. Estoy fascinado con el aura que transmite Bellingham en la cancha. Estoy preocupado por la lesión de Vinícius, sigo su evolución como si fuese la de un familiar, porque es de los poquísimos jugadores que quedan capaces de ponerme en pie. Pero, todavía más después del arbitraje obsceno que se volvió a dar en el partido del Getafe, tengo problemas muy serios para creerme que lo que estoy viendo está limpio, que la retransmisión de DAZN es neutral o que el comentarista televisivo Carlos Martínez no cumple la función de maquillar la estafa.

Es un problema esto de tener ojos. Y también haberlos tenido. Me resulta cada vez más insoportable la duda, más que razonable a tenor de las informaciones que se vienen conociendo, de que me hayan robado todas las tardes de mis fines de semana durante 17 años de mi vida intoxicándome con un producto alterado desde los despachos.

Y cuando todo eso pasa y pesa, y echo encima un vistazo para ver el calendario de los próximos partidos de mi equipo —en septiembre nos toca Real Sociedad, Union Berlin, Atlético, Las Palmas y Girona—, se me hacen fuertes las ganas de decir "paren el fútbol, que me bajo". Ya está bien de triturar la ilusión del aficionado —que es la materia prima de este negocio— mientras se producen comportamientos que no serían aceptados en ningún otro ámbito de la vida pública.

La mayor prueba de que el fútbol español está podrido saltó para mí justo al final del caso Rubiales, con sus declaraciones de despedida: “Hay poderes fácticos que impedirán mi vuelta”. ¿Qué poderes?

Luis Rubiales
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