Crónicas desde el frente viral
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Pactos de Estado: no tenemos derecho a la sorpresa
Cuesta argumentar que Sánchez haya tenido que soportar la mala fortuna de no poder establecer una política de entendimiento ni con Rajoy, ni con Rivera, ni con Casado, ni con Arrimadas, ni con Feijóo
Elecciones norteamericanas de 2016, triunfo de Trump y frase de Hillary Clinton que sirve para cualquier democracia que acaba de salir de unas elecciones: “Tener la victoria no te da la razón”. La validez de esas palabras resulta todavía mayor después de un resultado como el nuestro, con un arco parlamentario apretado y con Sánchez gestionando su derrota en las urnas como si nunca hubiese ocurrido.
Por su discurso y su comportamiento, hasta parece verosímil que pueda haber hecho una lectura personalista del escrutinio, que pueda haber caído en la fantasía de la absolución social, que considere lavados sus viejos pecados y que ahora se vea propietario de un cheque en blanco no ya para hacer lo que venía haciendo, sino para ir más allá y sin freno alguno.
En eso, en la velocidad, es prácticamente imbatible. Nadie dispara el revólver de la humillación más rápido. En muy poco tiempo, ha sido capaz de montar una campaña para ridiculizar una investidura denigrando a quien sí ganó las elecciones, mientras oculta lo que negocia para llegar a tener la suya. Cierto es que le rodea el amplio coro del oficialismo, que no anda manco. Pero va deprisa.
También es muy veloz, velocísimo, con la otra mano. Y tiene puntería. Sánchez desenfunda más rápido que su propio espejo. Ahí está la bala: negó que habría amnistía y ya el debate no está en si la habrá, sino en cómo se hará. Visto y no visto.
La paradoja está en que toda esa velocidad puede valerle para mantenerse en el poder, pero no puede servir para que nuestro país avance un centímetro y haga algo para salir del bloqueo político en que estamos clavados desde que llegó.
Tiene un mérito enorme vender la idea de que la máxima y más urgente prioridad para el progreso de las familias españolas consiste en sacar adelante la amnistía de quienes quisieron reventar España. Tiene mérito, pero tenerlo no implica tener razón.
No la tiene porque el espinazo del relato no resiste el contraste con los hechos. Son los que son. Nadie es víctima de una suerte tan asombrosamente dispar.
Cuesta argumentar que Sánchez haya tenido que soportar la mala fortuna de no poder establecer una política de entendimiento ni con Rajoy, ni con Rivera, ni con Casado, ni con Arrimadas, ni con Feijóo. No es fácil verle como la desgraciada víctima de una terrible maldición: cinco de cinco líderes a su derecha contrarios al interés del país.
Del mismo modo, hace falta esforzarse —y de paso arrancarse los ojos y la memoria— para creer que el líder socialista fue compensado, en forma de bendición, con unos partidos destituyentes súbitamente dispuestos a renunciar a su estrategia a cambio de que se les deje arrimar el hombro para proteger nuestro país de la extrema derecha poniendo a salvo la Constitución.
El relato, por lo tanto, no puede ser más endeble tras el paso de los años. Puede seguir reuniendo creyentes, pero no puede generar a estas alturas ningún pasmo. En lo que concierne a Sánchez, los españoles hemos perdido el derecho a sorprendernos.
Quienes quieran seguir comulgando con ruedas de molino y aferrándose al cainismo no pueden sentirse sorprendidos. Nunca podrán, porque su tarea seguirá consistiendo en adaptarse, con la más ferviente de las convicciones, a una actualidad política que gira con el combustible del olvido sobre un terreno en el que la palabra del líder pierde valor según deja de ser pronunciada, esto es, tras el aplauso mitinero.
Quienes quisieron instalarse en la comodidad afectiva de la duda razonable, del “eso no lo hará”, “hasta aquí no llegará”, “ese límite lo respetará”, se encuentran hoy sin margen para la sorpresa y, como consecuencia, ante un dilema que les fuerza a elegir entre bautismo sectario o desengaño.
Y los demás, los que consideramos que el único propósito del proyecto de Sánchez consiste en perpetuarse en el poder mientras los puentes del entendimiento arden en el fuego eterno, no podemos sentirnos asombrados, pero tampoco felices, porque preferiríamos no ver lo que estamos viendo.
El margen para la sorpresa se ha cerrado porque en la mesa solo hay dos propuestas: la que ha presentado Feijóo y la que no veremos porque se está negociando secretamente con Puigdemont. No hay más.
Seguro que el documento presentado por Feijóo es mejorable. Pero es una propuesta para un diálogo transparente y no una imposición dictada por un fugado desde Waterloo.
Seguro que no es fácil sentarse a dialogar, después de todo lo dicho en campaña, sobre los pactos de Estado: regeneración democrática, estado de bienestar, saneamiento económico, familias, agua y territorial. Pero sí que parece un principio algo más completo y democráticamente más respetuoso que colgar el destino del país completo de una amnistía y una consulta.
Seguro que puede discutirse si ha acertado Feijóo con su idea de gobernar dos años y convocar elecciones después. Seguro que pueden abrirse y debatirse otras fórmulas, tal y como se hace en otras naciones europeas. Pero quizá convenga resaltar que la alternativa a un acuerdo entre el PP y el PSOE son cuatro años de sometimiento diario al capricho sádico de Puigdemont.
No. “La victoria no te da la razón”, y mucho menos la derrota. En democracia, la razón no es posesión de nadie, es el resultado de una permanente construcción entre distintos mediante el trabajoso método del diálogo. Dar el portazo a los grandes acuerdos entre las grandes fuerzas parlamentarias puede darte el poder político, pero te convierte en políticamente impotente y sentencia el país a más tiempo en la parálisis. Es lo que nos viene pasando desde hace años. Y si sigue ocurriendo, como parece probable, por favor, cualquier cosa menos expresar sorpresa. La edad de la inocencia se terminó en este verano que ya se apaga.
Elecciones norteamericanas de 2016, triunfo de Trump y frase de Hillary Clinton que sirve para cualquier democracia que acaba de salir de unas elecciones: “Tener la victoria no te da la razón”. La validez de esas palabras resulta todavía mayor después de un resultado como el nuestro, con un arco parlamentario apretado y con Sánchez gestionando su derrota en las urnas como si nunca hubiese ocurrido.
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